Opinión

Eran muy caros los tiquetes, las habitaciones y la comida. Con razón los balances que publicaban cada año o cada trimestre mostraban cifras tan altas después de restar los costos operacionales, inclidos los salarios por supuesto.

Uno se embelesaba con lo que compraba, claro, pero después las facturas le recordaban aquella diferencia entre el trabajo invertido en la cosa y el precio que pagaba por ella. Una diferencia que iba a parar a la empresa, seguro, porque esa firma se extendía cada vez más, ponía negocios allá y aquí, incorporaba nuevos servicios o copaba otras rutas.

Hace años que me daba la pela. Viajaba con ellos, invitaba a comer allá o me hospedaba en ese lugar. Y cuando veía algún titular sobre sus ganancias, buscaba rápidamente el detalle. Era raro, porque lo hacía básicamente para renegar: “¡es que ganan mucha plata!”, “¡por qué voy!”, “¡cómo no resistí la tentación!”, y así. Volvía, renegaba, volvía y renegaba.

Una experiencia tan conocida como la de alcanzar el plasma de 55 pulgadas un día (ojalá sin iva), rabiar después muchas veces muchos días (no importa ya el iva), y al final tener esa sensación de haber pagado dos o tres veces la cosa.

Pero bueno, ahí estaba la empresa. Y la verdad es que la rabiecita aquella no impide que desarrollemos un cierto sentido de pertenencia. Al fin y al cabo la empresa agradece la compra o el pago oportuno, y sigue ofreciendo lo que queremos. La marca se cuela por la rendija de libertad que hay entre la última cuota y la nueva obligación. Y maldita sea, uno lo sabe. Pero vuelve.

A lo mejor también tiene que ver el hecho de que en medio de ese tráfico hay gente, a veces entrañable. Con frecuencia uno va de la persona natural a la persona jurídica o a la inversa, sin muchas distinciones: Pedro, Mary, César, Carmen, Maraika y Joan, los de la empresa de Joan, Maraika, Carmen, Cesar, Mary y Pedro. Uno hace amigos en la empresa.

De César, por ejemplo, sé muchas cosas. Nos hablamos y todo, chateamos y cambiamos fotografías. Nos hicimos amigos el mismo día que reconvino a un joven conserje al que le había dado por fijarse en mis zapatos. Es verdad que eran de tela y estaban sucios, pero Cesar sabía que los llevaba alguien que volvía cada año durante los últimos quince. Un cliente fiel de la empresa. Y defendiendo a ese cliente, el botones consiguió un amigo.

Ahora está en su pueblo, sigue desempleado y perplejo con “la magia” de la pandemia. Mientras conversamos por Skype, Cesar se agarra la cabeza con las manos y me reconviene: “¡Una empresa de treinta años quebrada en veinte días. ¿Cómo no te parece mágico eso, carajo? ”Pero se tranquiliza enseguida y pone su mirada lejos de la pantalla. Sin ninguna ironía, francamente conmovido, concluye: “Pobrecitos los patrones, se ve que vivían al día”.

Nota

Este es el espacio de opinión del Portal Universitario, destinado a columnistas que voluntariamente expresan sus posturas sobre temáticas elegidas por ellos mismos. Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de la Universidad de Antioquia.