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"... Asegurar que efectivamente cesó la guerra contrainsurgente por parte del Estado y de ciertos sectores de la sociedad contra las Farc convertida en partido político afianza el proceso de paz, como lo hace que la guerrilla cumpla su parte; pero no es suficiente para consolidar la paz, si de ella esperamos la ausencia absoluta de violencias..."
En un país como Colombia, avanzar en la construcción de paz significa el apaciguamiento de diferentes violencias. La paz firmada con las Farc, por ejemplo, debe conducir al cese de la violencia propia de una confrontación contrainsurgente. Sin embargo, el cese de este tipo de violencia no equivale al destierro inmediato de las otras violencias que también hacen parte de la realidad colombiana.
Los asesinatos de líderes sociales preocupan a diferentes instancias porque se entienden como un contrasentido de la paz en construcción. La paz sangrienta no es paz, pero que los hechos de violencia continúen no es igual a que sus motivaciones sean las mismas o que el Acuerdo no funcione. En aras de sostener el Acuerdo de paz es necesario constatar que la violencia ejercida contra esos liderazgos no proviene ni convive con las fuerzas del Estado. Por eso es prioritario esclarecer quiénes son los autores de los asesinatos, porque conocer los responsables reales despeja toda duda sobre el papel del Estado y de la contraparte del Acuerdo.
Asegurar que efectivamente cesó la guerra contrainsurgente por parte del Estado y de ciertos sectores de la sociedad contra las Farc convertida en partido político afianza el proceso de paz, como lo hace que la guerrilla cumpla su parte; pero no es suficiente para consolidar la paz, si de ella esperamos la ausencia absoluta de violencias. Entre las violencias que subsisten en el país está la violencia proveniente de la guerra contra las drogas, una política consignada en el mismo Acuerdo de paz.
Según el Acuerdo, es posible terminar con la guerra contra las Farc y, a la vez, con la guerra contra las drogas. Lo cual equivale a poner en el mismo cesto dos cuestiones relacionadas pero distintas. Sin Farc el narcotráfico pervive. Y no solo eso, además existen unos ejércitos privados al servicio de redes de poder que obstaculizan violentamente la implementación del Acuerdo, porque este supone acabar con el negocio del tráfico ilegal de drogas, según el contenido establecido en el punto sobre solución a las drogas ilícitas.
La construcción territorial de la paz, como propone el Acuerdo, debe diferenciar las distintas violencias que padecen los territorios, porque posiblemente en algunos de ellos están viviendo la violencia de la guerra contra las drogas y no la violencia tradicional, la contrainsurgente.
En Antioquia, por ejemplo, existen territorios donde puede hablarse de paz, pero no de sustitución de la coca. En otros lugares, por los riesgos consabidos, no puede hablarse siquiera de paz, porque es asociada inmediatamente con el punto de la erradicación de cultivos ilícitos. En el posconflicto, sin la sombra de la guerra entre guerrilla y Estado, la violencia derivada de la guerra contra las drogas aparece en toda su dimensión.
En Colombia, por distintos motivos, la guerra contrainsurgente terminó relacionada con la guerra contra las drogas. La guerra desata violencia, la guerra contra las drogas no es la excepción. Recordemos, por ejemplo, que México, sin tener una guerra contra insurgente como en Colombia, tiene una guerra contra las drogas que ha hecho evocar a nuestro país en su peor época en la guerra contra los carteles, confrontación que, dicho sea de paso, continúa aunque con variaciones. La guerrilla existente en México no juega un papel preponderante en la guerra contra las drogas y aun así ese país vive con todo rigor una guerra: los ejércitos privados de narcos contra las fuerzas estatales y contra ellos mismos. Escenario en el cual también mueren inocentes.
En Colombia estamos intentando dejar una guerra, la contrainsurgente, pero tenemos la de las drogas, una guerra que hemos vivido por años amalgamada con otras violencias. Para avanzar en la construcción territorial de la paz es menester caracterizar los tipos de violencias asentadas localmente. Diferenciar sus dinámicas puede contribuir a esclarecer las vías de solución.
En el caso del narcotráfico, tendríamos que considerar su expresión local y también el hecho de que la solución al problema de las drogas ilícitas, tal cual está en el Acuerdo, consiste en consolidar la presencia territorial del Estado persistiendo en la guerra contra las drogas; y esa guerra, como toda guerra, genera violencia.
Posiblemente allí radique parte del problema: en la violencia de la política de la guerra contra las drogas. Y por eso mismo sea necesario pensar en vías como la recientemente utilizada por el gobierno de Canadá, que pretende legalizar el consumo de marihuana. El primer ministro, Justin Trudeau, justificó esta opción porque permite “proteger a menores y eliminar una fuente de financiación de organizaciones criminales”. Quizás la legalización, la formalización de este tipo de economía, posibilite avanzar con menor violencia en la construcción de una paz estable y duradera.
Nota
Este es el espacio de opinión del Portal Universitario, destinado a columnistas que voluntariamente expresan sus posturas sobre temáticas elegidas por ellos mismos. Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de la Universidad de Antioquia
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