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Opinión

La casa grande

10/12/2020
Por: Gisela Sofía Posada, Líder del Programa Cultura Centro Universidad de Antioquia; Comunicadora social – Periodista de la UdeA

«... La Universidad devuelve el derecho a la experiencia ciudadana compartida, alimenta el equipaje personal y entrega frutos que siempre saborea la memoria. En su espacio las ideas en cocción, la inteligencia y la rebeldía intacta hacen que la libertad deje de ser un concepto y se vuelva oxígeno para la dignidad perdida y lámpara en la oscuridad...»

El sudor en las manos se fue con el grito ¡pasé a la Universidad! Los pies de la muchacha de barrio temblaban, pero estaba dentro, había pasado la línea infranqueable. Era estudiante de uno de los centros de educación superior más antiguos de la ciudad, reconocido por su bella arquitectura, por sus historias míticas, por su origen público. Era quizá el único lugar al que podría aspirar y en el que podría afirmase, sentirse parte, pertenecer a un mundo. En su corazón se había encendido una llama que no se apagaría.

¿Dónde poner tanta dicha ante el presagio de escapar a la estadística de jóvenes condenados por la precariedad? No era para menos, un alivio se anteponía a esa tiranía por la supervivencia, algo parecía conjurar las ocho horas de trabajo en una fábrica, los días de lucha de solo vivir para comer. La esperanza venía al sentir no hacer parte de la cifra, según la cual, el 33% de los jóvenes entre los 14 y 28 años en Colombia ni estudia ni trabaja. Su egoísta alegría no impediría el sonido de sirena, en un país que se derrumba, pero que se muestra próspero en postales.

¿Quién no estaría feliz de un segundo nacimiento? La casa grande era la oportunidad de volver a nacer, de entrar en el juego de los pensamientos, de sentirse parte de una comunidad. Participar de las conferencias de un profesor al que todos seguían como un profeta. Era fascinante mirar los techos de madera que en una línea de fuga se perdían en los largos corredores: una promesa, así como los muros de canto y piedra que se mezclaban con sus mangas y el aire fresco de sus bosques; era sentir las señales de un espacio que por empeño intelectual había construido un universo de autonomía y libertad, en una ciudad llamada Medellín, donde la mayoría de la gente no duerme pensando en el progreso, en el dinero o en el poder.

Esa casa ha recibido por décadas, sin distingo de clase o ideología, a muchos, y solo pide la patente de las capacidades para reunir en el conocimiento a los diferentes con sus historias, con sus herencias. Ese espacio plural, de cotidianidad y grandeza, que en las mañanas despunta al sentarse juntos, al verse de nuevo. Las palabras invisibles, como fechas, empiezan el día y qué importa si las horas se van en debatir la realidad social plagada de penas e injusticias; qué importa si el tiempo se gasta en refutar una postura filosófica o política, en dormir en una manga, o en quedarse en una banca registrando el suceder, o leyendo un poeta, porque para eso está también la Universidad.

El aula se convierte en la invitación a pensar, a reunirse con los otros, y a oficiar la ceremonia del común acuerdo para hablar y escuchar. Saber del otro, detenerse en su esfuerzo por comunicar ese sentir que está ahí, la conquista prometedora del entendimiento, con el tiempo que permite ahondar en las preguntas sin afán de las respuestas. Esa atención a los vocablos y a su conexión material, que dan muestras de que el pensamiento es acción, que en ese microcosmos también es posible diseñar realidades demostrables: la solidaridad como acogida; la reflexión como puente para el cambio; el arte con sus puertas antagónicas a la crueldad de duros golpes y la justicia fuera de sentencias y de códigos; vivir un verbo en movimiento, un estar juntos para compartir y sabernos distintos.

Esa casa grande tiene un patio central que parece estar dispuesto para un alunizaje. Le dicen la plazoleta y es tan amplia que puede albergar a miles de personas. Pararse en su centro es girar 360 grados y ser el cruce de sus puntos cardinales: una fuente inmensa con las figuras de dos cuerpos de hombre y mujer, de espaldas unidos, que en las noches sugieren girarse amorosamente; y debajo de ellos una flor que los sostiene, rodeada de vivencias, afectos y agravios que se han dado cita.

El teatro universitario Camilo Torres, “El Camilo” para muchos, tiene un foso mágico hecho de ladrillo rojo a la vista y sillas azules, con una inmensidad que invita a la eternidad, las ideas son un eco en las paredes, en el debate cualquiera encuentra un lugar, una silla para el viaje. Los árboles afuera, enormes en sus anillos y ramajes, son parte del tejido más bello que tiene el campus. En un trono, la Biblioteca Central con inmensas ventanas, resguarda la información humana de siglos, de libros que rompen el silencio de sus páginas, como si fuera un ser con ojos, puestos en la música oculta entre autor y lector, allí lo no visto cobra más fuerza que lo visible.

A manera de una película, ese patio suele cambiar de set y entregar escenas vitales como los gritos, las arengas y el fuerte sonido de las papa bombas, los pasos en estampida, cuando a pocos metros en el histórico teatro, sus gradas se van desocupando y los gritos y consignas recuerdan que muchas cosas por olvido voluntario de sus responsables siguen sin resolverse.

La Universidad devuelve el derecho a la experiencia ciudadana compartida, alimenta el equipaje personal y entrega frutos que siempre saborea la memoria. En su espacio las ideas en cocción, la inteligencia y la rebeldía intacta hacen que la libertad deje de ser un concepto y se vuelva oxígeno para la dignidad perdida y lámpara en la oscuridad. La libertad es uno de los patrimonios que otorga ese espacio, estando allí somos jardineros de nuestra propia vida, hijos y padres de un devenir. La libertad es savia que circula, allí somos árboles que conviven sin estorbarse, pájaros que rompen los cerrojos del viento.

Desde ese día en que ingresó a la Universidad, a la muchacha de barrio la libertad se le subió por las rodillas, se instaló en su cabeza, se le pegó de los huesos, se le convirtió en mantra. Las ceibas centenarias de la plazuela Fernando Barrientos le enseñaron de la perseverancia estoica que se requiere para dar frutos, esos frutos que como los palos de madroño en el costado nororiental, cerca al Herbario, le mostraron que sentarse a su sombra y comerlos era sentir que hay caricias que no pueden ser negadas, que es tiránico que una sociedad limite el aprecio por la belleza y convierta el placer en un derecho de pocos.

Un virus de silencio y ausencia ronda por estos tiempos la casa grande, nuevas crías de titis, tórtolas, hormigas arrieras, lagartijas viven en medio de la exuberancia de sus plantas, de sus árboles. Allí están sin distanciamiento social. La libertad sigue adelante mientras la comunidad, unida por la virtualidad, con imágenes de medio cuerpo, a veces solo nombres que aparecen, voces que se hacen presentes, llamadas que se cortan, redes que se caen e imágenes congeladas, nos muestran un mundo que, para algunos, está plagado de oportunidades en ese llamado erróneo de “la nueva normalidad”.

Algo de su arquitectura solitaria nos pregunta: ¿Qué de un Museo sin sus visitantes, sin el rumor de sus palabras, sin la algarabía de los niños? ¿Qué de una biblioteca sin los encuentros, sin las manos tocando los libros, sin la luz pasando por la ventana, iluminando los pasos de quien respira cerca de sus estantes, entre un café y las palabras? ¿Qué de un teatro sin la apertura de sus telones, sin la escena, el grito y los aplausos?

¿Dónde el cielo abierto, el cruce de miradas, los corrillos, el movimiento de los cuerpos diseñados para el andar y el abrazo? Esa arquitectura del campus universitario en soledad nos sugiere un tendedero de ropa con la promesa de sus cuerpos. Las dotes de la inteligencia humana, aún, desde ese potente y a la vez pequeño reducto llamado Universidad, serán quizá la posibilidad de escapar a los dictámenes de un mundo añejo en sus prohibiciones. Las noches seguirán sumando encierros prolongados, caricias imaginadas, risas en reserva, mientras la libertad conspira y es luz que se escapa por las hendijas.

Este texto fue publicado en la última edición de la Revista UdeA


Nota

Este es el espacio de opinión del Portal Universitario, destinado a columnistas que voluntariamente expresan sus posturas sobre temáticas elegidas por ellos mismos.  Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de la Universidad de Antioquia. 

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