El plebiscito es bueno moralmente
El plebiscito es bueno moralmente
"... Votando como lo he decidido, soy coherente con un principio moral que he defendido y difundido y que se ha defendido y difundido como uno de los ideales de la humanidad: un ratico de tranquilidad, así la maldita historia real nos contradiga..."
Por primera vez en mi luenga vida irán juntos a las urnas mi persona y mi ciudadanía, mi ser moral y mi ser político. Junticos. Como persona tiraré los restos por la sociedad y por mis congéneres; trataré de sojuzgar mis animalidades y mi estado de naturaleza, morderé mis rabias para que se contengan, pujaré contra mis atavismos, sobrepujaré contra mis resentimientos, me sobrepondré al envilecimiento moral que he heredado de la violencia y, en fin, alisaré mis arrugas por mi nieta. Pero, sobre todo, haré honor a lo heredado de mi familia, de mis amigos, de lo estudiado, aprendido y enseñado. Y como ciudadano votaré ufano.
La ocasión se lo merece, porque casi nunca es posible que un ciudadano vote más por un valor ético y moral que por una cosa. En general, uno como ciudadano ha votado más a favor o en contra de un partido, de un delegado o de quien le regale un favor personal o familiar y que es lo que generalmente ocurre cuando por necesidad se acomodan los valores a los intereses. Uno suele votar más como ciudadano o como ser político que como ser moral, porque casi nunca se da la oportunidad de que con un voto se esté pidiendo algo que parece inmaterial o de beneficio común, que son las bobadas de la gente buena.
En este caso, en el que se me convoca a un plebiscito el 2 de octubre de 2016, se da una extraña y rara coincidencia entre mi ser moral y mí ser político porque lo que voy a decidir no está inevitablemente influenciado por la propaganda que hacen tirios, troyanos o comunicadores confiteros. Los leo y los oigo, por supuesto, pero ese día mandará mi persona. Y que el ciudadano lleve su cédula.
Pero sé que no puedo ser tan pendejo ni tan fatuo como para votar por la paz perpetua o en abstracto, ni mucho menos por la guerra perpetua o en abstracto como hacen los que convierten el miedo al apocalipsis en propiedad raíz. Votaré en contra de una guerra concreta; es decir, por una de las paces. Lo haré con el convencimiento moral y con un buen sentido común pragmático, casi aristotélico, es decir político, de que si uno se quita un problema de encima, se lo quita, aunque vengan otros.
Votando como lo he decidido, soy coherente con un principio moral que he defendido y difundido y que se ha defendido y difundido como uno de los ideales de la humanidad: un ratico de tranquilidad, así la maldita historia real nos contradiga.
Eso de la humanidad, que parece tan vulgarmente negociable para el comercio político, no es asunto de matemática y de conteo de votos. Con el plebiscito se le está preguntando a un país —gente, pueblo, paisaje, paisanaje y cultura—, sobre si quiere superar una guerra —una apenas—; no se consulta sobre si se reeligen parlamentarios, senadores o si se elige presidente en el 2018, sino sobre su talante colectivo o eticidad —que es en lo que se cree— y sobre su moralidad —que es lo que se practica—.
Por eso y muy a las ocho de la mañana del 2 de octubre iremos juntos a la urna mi persona y mi ciudadanía a votar por lo que hemos creído y por lo que hemos hecho. Orondos y galantemente endomingados, recién bañados y olorosos a colonia, estarán dispuestas mi soberanía, mi propiedad moral y política que es la misma que está escrita en el constitucionalismo contemporáneo y que, además, es casi igual a las que pregonan las religiones y que tanto desmienten los políticos profesionales y los pastores.
No podría dormir tranquilo el resto que me queda de la vida, si después de tantas homilías y después de tantas invocaciones a ser un poco más pacífico y amable, me negara a esta posibilidad, sólo porque lo gritan unos necios que le están apostando a su poder. Yo, que no he sido religioso pero sí un ciudadano legal, todavía pido y recibo con agrado la cariñosa bendición de mi madre para que no me pase nada en la calle y creo, que no hay nada más personal, político, religioso y amoroso que ese gesto. Y eso no me quita la desconfianza, pero tampoco la esperanza.
Mi gran maestro, Norberto Bobbio, decía —palabras más palabras menos—, que los optimistas radicales terminan de pendejos y los pesimistas radicales de terroristas. Que miedo, otra vez los unos manipulados y los otros manipulantes.
Nota
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