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Opinión

La hegemonía del insulto

02/04/2019
Por: Judith Nieto López, profesora Escuela de Microbiología UdeA

« ... La violencia verbal, tan vieja como la especie, se hace cada vez más visible por obra de los medios de comunicación que nos lo cuentan todo; ser indiferentes a esta es una forma de fortalecer la idea de que la actividad crítica está soportada por el discurso del odio ...»

Di palabras respetuosas
(Áyax, 590)

El insulto, instalado de modo avasallante en el mundo social y político del momento, amedrenta a quienes parecen no escapar de su condición de hundidos y sometidos al estado de odiados, pues su pasado inolvidable e imperdonable se instala en todo momento.

El insulto, en tiempos como el actual y en Colombia, surge de una rabia profunda, manifiesta en el lenguaje devastador al que suelen acudir entre gritos y ultrajes quienes, al carecer de argumentos razonados, solapan su propio miedo en la ofensa proferida contra aquellos que parecen no escapar de su condición de odiados.

Así, no es extraño encontrar que el ataque ofensivo toma cada vez más fuerza en los más diversos campos; el deportivo, el social y el político son los más proclives a manifestaciones en las que estas emociones ganan un terreno impensable, que a su vez es abonado por la acción inmediata y de expansión nociva alcanzada por las redes sociales. El caso protagonizado por la senadora Paloma Valencia en días pasados da cuenta no de un país polarizado, sino de una ciudadanía, definitivamente, cargada de odio.

Entonces —como se lee en Contra el odio, de Carolin Emcke— cualquier presencia opuesta a lo establecido incomoda, y hay que eliminarla, así sea en medio de la ofensa pública o del agravio; uno y otro, claras manifestaciones del miedo procedente de quien en nombre del “poder” se autoriza para ultrajar.

Acontecimientos como este, ocurrido en el contexto del Congreso nacional, dan cuenta de la actual realidad política del país, en cuyo estandarte sobresalen las consignas del rechazo al otro, de la tolerancia “cero” con quienes son aislados, sea por color político, por lugar de procedencia, por reinserción a la vida civil, por ejercer liderazgo social, por ser viejo, por condición de género, por ser diferente…

Así, ese otro es conminado al constante castigo, materializado en burlas, insidias y, principalmente, en un odio extremo y pasional capaz de anular los discursos en pro de la diversidad, paradójicamente tan bien propagados hoy.

Sin lugar a dudas, el agravio es la fuerza del lenguaje político de los últimos tiempos. Pero también es una manera de reaccionar al miedo ante la presencia del extraño, del otro, que se traduce en un particular modo de mirar para catalogar a los visibles y a los invisibles, a los aceptables y a los amenazantes, a quienes por su nombre y su rostro hay que tacharlos o exponerlos a la temible agonía de la exclusión y, ojalá, de la definitiva eliminación, como bien lo estamos presenciando hoy en términos nacionales y mundiales. Por ello, se acude a la expresión insidiosa como única forma de ver desvanecer a quien no se quiere, a quien no se tolera.

La violencia verbal, tan vieja como la especie, se hace cada vez más visible por obra de los medios de comunicación que nos lo cuentan todo; ser indiferentes a esta es una forma de fortalecer la idea de que la actividad crítica está soportada por el discurso del odio.

Discurso que ha ganado tanta fuerza que ha llevado a pensar que estar por fuera de una agresión como la procedente de la injuria es estar fuera de “órbita”. Al contrario, la aspiración debe ser formar y educar en la capacidad crítica basada en argumentos claros y justos, para evitar de esta manera el linchamiento salvaguardado en la imaginaria legitimidad del insulto.

Así, el insulto ha penetrado en todas las esferas, desde las domésticas, hasta las políticas, sin olvidar las cotidianas y laborales, lo que muestra que vivimos en una sociedad que parece haber legitimado a cada uno de sus miembros para que tenga al alcance su cuota de ofensa.

Reitero, un hecho como el que ha motivado esta columna lleva a concluir que una sociedad en la que se privilegia y hasta se aplauden el grito y el insulto es una sociedad anclada en el autoritarismo, una sociedad para la cual la política ya no representa el bien público; una sociedad cada vez más alejada de la posibilidad de construir y vivir con un espíritu democrático.


Nota

Este es el espacio de opinión del Portal Universitario, destinado a columnistas que voluntariamente expresan sus posturas sobre temáticas elegidas por ellos mismos. Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de la Universidad de Antioquia.

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