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Opinión

¿Por qué los hemos abandonado?

02/11/2017
Por: Judith Nieto López, PhD profesora Facultad de Medicina, UdeA

"...el niño, y en general la infancia, han sido sometidos a la invención de un concepto no definitivo, que sostiene que los niños dictaminan las épocas y los rumbos de pensamiento; prueba de ello es la modernidad..."

El lugar ocupado por los niños a lo largo de la historia deja sabor a paradoja. De ello dan cuenta los tratamientos que ha recibido el tema de la niñez desde diversas disciplinas. En su mayoría, estos destacan una imagen del infante más próxima a lo carente e indefenso, que al potencial de vida y porvenir inscrito en su mundo inicial.

Esto confirma que es común tener una idea desfavorable de la infancia. Algunos estudiosos consideran que es solo un pensamiento de la Antigüedad, época en la cual: “El estado de la infancia es el más vil y abyecto de la naturaleza humana después del de la muerte” (Bossuet citado en Tournier, 2001, p. 29).

Pero no, con el advenimiento de la burguesía en el siglo XVIII, la emergencia de las obras de Diderot y Rousseau cambiaría esta visión. En los clásicos predomina una idea: la sociedad es buena y tiene el propósito de modelar en el niño la naturaleza, que es primitivamente mala. En tal sentido, Rousseau considera que, por el contrario, la naturaleza es íntimamente buena, pero la sociedad la pervierte, postulado que constituye la introducción de su obra Emilio (1762).

Así, el niño, y en general la infancia, han sido sometidos a la invención de un concepto no definitivo, que sostiene que los niños dictaminan las épocas y los rumbos de pensamiento; prueba de ello es la modernidad: “inventó la infancia definiendo una niñez ruda e indefensa a la vez; iletrada, con necesidad de ser educada y enseñada; para la cual estableció dos instituciones: familia y escuela” (Núñez, 1999, p. 30).

Hoy no está de más preguntarse por estas dos instituciones ―familia y escuela― para la infancia indefensa, pues la primera registra cada vez más casos de un mundo más adverso que favorable para los niños. La familia, en lugar de ser el espacio seguro en su proceso de crecimiento y formación, es un referente peligroso para los menores. Esto da pie para afirmar que dicha institución puede convertirse en un espacio nefasto para los menores, pues en su mismo ámbito florece una antinomia: la de estar acompañados por quienes a la vez representan peligro y pueden convertirse incluso en sus enemigos; quienes además de ser, en muchos casos, abusadores de los menores, constantemente los amenazan, los castigan y, en particular en los últimos años, hasta los matan.

Así las cosas, la familia se ha convertido en un lugar para el malvivir, como tantos otros ámbitos del mundo contemporáneo, y sin lugar a dudas, también es la generadora de sentimientos negativos, como la angustia y el miedo, padecidos por quienes intentan crecer bajo su abrigo, con su “protección y compañía”.

Mientras la concepción de la infancia cambia de manera constante, con la niñez se inventa el juego eficaz del maltrato y hasta la desaparición, obra de la subjetividad de los adultos, especialmente padres y cercanos. Los mecanismos lindan con lo macabro, mientras que la sociedad, calificada por algunos como buena, sigue indiferente ante noticias estremecedoras, sin llegar a conmoverse; menos reclamar el trato respetuoso y considerado que deben recibir los niños por parte de autoridades y progenitores. Estas líneas, y la alusión a casos de inaceptable maltrato y homicidio que se presentan a continuación, dan cuenta de la veracidad de esta afirmación.

Son apenas niños y la apurada carrera del infortunio cumple triunfos notables en sus vidas. Muchos, aún sin estrenar la mirada y sin saber contar sus años, han corroborado su abandono, llevan en su cuerpo la cicatriz del maltrato, la sombra del miedo que los acompañará —si sobreviven— por el resto de su existencia. El sueño, promesa de sus pasos iniciales por la vida, poco a poco se ha tornado en pesadilla; como ‘obra’ de sus propios padres o de algún familiar que les ha ocasionado heridas y daños. Así, empiezan no a saborear el dulce gusto de vivir, sino a confirmar su toque amargo, y el acíbar hace anuncio oscuro para sus tibios cuerpos que apenas amanecen.

En una época en la que los discursos de los derechos —se habla de los derechos de las mujeres, los derechos de los niños, los derechos de los trabajadores, los derechos sexuales, entre otros— están a la orden del día, cada vez es más frecuente la difusión de hechos que muestran el desconocimiento de dichos principios, que dan cuenta de los padecimientos a los que suelen ser sometidos los niños del país. Noticias que parecen más próximas a un cuento de horror que a la realidad; a una sucesión de eventos espantosos, capaces de conmover a espectadores o lectores, por la desprotección y el abuso que sufren los niños, paradójicamente ocasionados por los más próximos a su propia morada, por los encargados de velar por su crecimiento, su alimentación y su formación.

Pero el maltrato no es exclusivo del ámbito familiar; en la escuela también se comete, por ejemplo, cada vez que se incumple con la dosis alimentaria a la que tienen derecho los niños que asisten a sus respectivas jornadas de estudio. Derechos que les merman sus raciones de comida, previamente pagadas por el Estado, mientras se aumentan los dividendos de las cuentas bancarias de proveedores e intermediarios de dicho servicio. Otra modalidad de corrupción de la que hemos visto escenas aberrantes y en las que las víctimas son los niños.

Una noticia difundida en la primera semana de octubre anunciaba las estadísticas de abuso y muerte de niños en Antioquia: en lo que va corrido del 2017 se han registrado ocho casos de niños víctimas de estos delitos, cometidos en la mayoría de los casos por sus padres o por los compañeros de sus progenitoras. Los dos últimos se registraron en septiembre; el primero ocurrió en el barrio Cristo Rey, de Medellín, donde un niño de dos años perdió la vida, al parecer víctima del descuido de su madre y del abuso constante de su padrastro. A finales del mismo mes, en el municipio de Girardota, norte del Valle de Aburrá, ocurrió la muerte de una niña de cuatro años, quien habría sido abusada sexualmente, al parecer, por su padrastro.

Miguel Ángel y Luciana ya no están con nosotros, su vida les fue arrebatada luego de ser sometida al oprobio y a los vejámenes cometidos por adultos responsables de sus cuidados. Estas aterradoras muertes tienen que ponernos a pensar: ¿cuándo nos volvimos agresivos con los niños? ¿Por qué en Colombia se acepta “dar castigos físicos a los niños”, según reza el titular de la versión digital de El Tiempo del 29 de septiembre de este año?

Son preguntas que quizá no tengan respuestas inmediatas; no obstante, formularlas puede ayudarnos a reflexionar sobre las monstruosidades de las que son capaces quienes tienen bajo su cuidado el desarrollo y la vida de un niño. Son preguntas que, en cuanto convoquen a la sociedad —también responsable de los menores— a reaccionar ante lo que ocurre a los pequeños, pueden disminuir la indiferencia palpada después de los recuentos noticiosos y, por qué no, deslegitimar un comportamiento digno de toda sanción social. Una actitud extraña que obliga, de nuevo, a preguntarnos: ¿por qué los hemos abandonado? ¿Por qué los has abandonado?

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Referencias
Núñez, Violeta (1999), “La infancia posmoderna”, en: El Niño [Revista del Instituto del Campo Freudiano. Centro Interdisciplinar de Estudios del Niño (CIEN)], Barcelona.

Tournier, Michel (2001), El espejo de las ideas, Barcelona: Acantalido


Nota

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