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Condiciones para difamar un campus

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05/10/2018
Por: William Fredy Pérez Toro- Director del Instituto de Estudios Políticos – IEP

Territorio de disputas y reivindicaciones, el Campus es un referente espacial de la crítica política y la protesta social en Colombia.

Ilustración: Felipe González Giraldo

Tantas personas han denostado de tal manera y desde hace tanto tiempo este Campus («caótico», «peligroso», «degradado», «inseguro», «resentido», «revoltoso», «tierra de nadie», «reino del hampa», «olla de vicio»), que da por lo menos pena verlos regresar una y otra vez tras un libro, una conferencia, un concierto, un contrato o un voto. 

No escuchan el eco de las controversias académicas y políticas que aquí se han trenzado, las luchas por las libertades o por la democracia. 

Es difícil saber cómo vuelven aquí sin ofrecer siquiera una rectificación, pero es fácil saber cómo hicieron para enjuiciar tan duramente este lugar. Lo que hicieron fue olvidar que este patrimonio científico, cultural e histórico de la sociedad antioqueña, ha sido también la territorialidad por excelencia de los universitarios de la universidad pública en la región, y un referente espacial de la crítica política y la protesta social en Colombia.

Que este lugar fue inaugurado en tiempos intensamente políticos, en pleno declive de la universidad de élite y mientras millones de jóvenes pedían cambios, en calles, plazas y campus del mundo entero. Que unos pocos años antes y unos pocos años después, surgieron en Colombia las organizaciones insurgentes protagonistas de un prolongado conflicto armado nacional. Que esta Ciudadela se puso en funcionamiento durante la vigencia de un régimen político que imponía —también— en la universidad «la paridad excluyente en el cuerpo docente: mitad de profesores conservadores y mitad de liberales»1; que el Campus, como el país, se encontraba en estado de sitio y que los rectores de las universidades públicas recibieron poderes de excepción2. Que en el nuevo Campus se reeditaron, con mayor frecuencia, las viejas irrupciones de ejércitos y cuerpos policiales; y que este Campus soportó desde entonces disputas por el orden que superaron en mucho su naturaleza y jurisdicción; que fue un territorio de impugnaciones violentas del orden local, regional y nacional, y que sobrevivió a decenas de vividores del desorden urbano que lo circundaba. 

Donde hay tanta historia, ven solo ladrillos pintados los detractores del Campus. No escuchan el eco de las controversias académicas y políticas que aquí se han trenzado, las luchas por las libertades o por la democracia. Ni siquiera ven los símbolos y la memoria que hay en cada placa, monumento y grafiti del Campus. Donde hay tanta capacidad crítica, tanto vigor cultural y tantos méritos científicos, solo ven montoneras anárquicas quienes denigran este Campus. 

Olvidan cosas tan elementales como que la vida universitaria es una experiencia difícilmente limitada al seguimiento de las obligaciones y derechos surgidos de un contrato educativo o de una relación laboral. Que, además, generaciones de universitarios nunca han tenido clara la línea que señala el fin de su territorio, es decir, de un «espacio habitado por la memoria y la experiencia de los pueblos» cuya lectura «puede enseñar mucho sobre cómo resolver los problemas y los conflictos, las dudas y las incertidumbres que enfrentamos»3

Lo saben los maldicientes, porque un día lo vivieron intensamente. Pero lo olvidan, para poder maltratar la imagen de este campus. No quieren recordar las dimensiones relacionales de este territorio, la fluidez y el movimiento que lo caracterizan o que lo hacen y, en cambio, vuelven una y otra vez sobre la envejecida denuncia de una extraterritorialidad que sería la responsable de esa degradación que ellos ven. Al final, no hacen más que insistir en alimentar su propia creencia de que todavía existe una creencia sobre la extraterritorialidad del campus.

No quieren saber tampoco que esta Ciudadela es, hoy, solo parte del complejo institucional y arquitectónico con el cual la universidad se esfuerza por responder a las demandas de crecimiento y cobertura. Que lo que ocurre en la Universidad no ocurre todo en el Campus, pero que él es el gran símbolo. Y que, en medio de tantos aprietos financieros, aquí hay tanta tolerancia y creatividad como para soportar la idea según la cual «hacinamiento no significa que la gente no quepa, sino que los espacios están bien ocupados»4. 

Este Campus, por último, denostado tan ciegamente por editorialistas, políticos y académicos idos, ha padecido desde su inauguración un entorno violento y voraz. Lo ha sobrevivido, pero ha pagado el costo que implica no perder contacto con esa ciudad, esa región y ese país circundantes. Y no lo ven, o no quieren verlo, esos detractores. Ni al Campus, ni al entorno. No lo ven, pese a que van y vienen tan fácilmente entre un lugar y otro.  

Tirado, Álvaro (2012 febrero 20). La Universidad rebotada. El Tiempo. Disponible en http://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-11245422.
Decreto 1259 de 1971, art. 1.

Restrepo, Gloria (1999). Aproximación cultural al concepto de territorio. Perspectiva Geográfica, 4, pp.143 – 149.
CSU. UdeA (2013 julio 30). Acta 307.

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