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Opinión

Notas sobre la violencia en Colombia

14/07/2016
Por: Juan Guillermo Gómez García, profesor Facultad de Comunicaciones UdeA

"... Es un deber, un asunto de honor, de partido y de fe exterminar al godo miserable o cachiporro maldito, también se asesina a quien por casualidad esté al lado, al bobo del pueblo, a la beata, no por bobo o beata, sino por estar conectados, así sea espacialmente, con la bestia salvaje que se acaba de exterminar..."

Como una elemental tarea profesoral, releo La Violencia en Colombia (Parte Descriptiva) (1968) de Germán Guzmán. El libro es de sumo provecho; vale como un ADN de la orgía de odio, sangre y violencia que consumó a generaciones en la guerra boba desde los años treinta del siglo XX. Es de provecho por los abundantes documentos, telegramas, cartas y testimonios que componen el volumen.

El libro ha sido manoseado por los llamados violentólogos y es un punto de partida obligatorio para quien desea rehacer el hilo de nuestros oscuros años del pasado.

Me atrevo a transcribir algunas anotaciones que he venido haciendo, al hilo de esta tremenda lectura. Notas al margen, que pueden multiplicarse a discreción.     

Llama la atención que en general al asesinar en los años treinta a cincuenta se prorrumpan palabras que degradan como perro, hijueputa bandido, godo miserable, rojo cachiporro, y similares. Hoy se reemplazan por afines como gonorrea, faltón. Antes de asesinar se degrada la condición humana, se niega al hombre su condición para justificar el crimen de limpieza. No se asesina; se limpia, se depura. Todo asesinato es una labor de higiene social y política y se deja de presente a la víctima y al mundo el testimonio de esa sana terapéutica, con el grito cargado de rencor.

Se asesina o se mutila y violenta en nombre del partido, la causa, la iglesia, la fe, la doctrina. Raramente el crimen aparece como no justificado, no legitimado. Matar así es un deber, un acto de conciencia. La rabia, la ira, la venganza, por lo común acompaña el disparo o el machetazo. Se asesina a conciencia, no por accidente o por casualidad. Hay determinación y decisión en el acto de asesinar. Se dispara a quemarropa, se tira al pecho, se remata. Se desea matar en el acto, en busca de la certeza que se mata al perro, al godo, al cachiporro, a quien de ante mano para el asesino no es un humano. La desconsideración acompaña la tranquilidad de conciencia.

No hay duda, incertidumbre, arrepentimiento, en el acto de matar. El asesino, liberal o conservador, está imbuido en la fe y la convicción religiosa de que matar de este modo no es matar, es limpiar y exterminar de herejes, enemigos, malditos inhumanos la faz de Colombia. Es un deber, un asunto de honor, de partido y de fe exterminar al godo miserable o cachiporro maldito, también se asesina a quien por casualidad esté al lado, al bobo del pueblo, a la beata, no por bobo o beata, sino por estar conectados, así sea espacialmente, con la bestia salvaje que se acaba de exterminar. No se asesina a estos para eliminar testigos, pues el asesino desea dejar una huella en la memoria colectiva de su noble acto vengativo.  

Siempre (o por lo general) queda la impresión que el asesino en el acto de asesinar busca restablecer un equilibrio perdido, recobrar un orden de las cosas. El grito que acompaña el asesinato debe abreviar ese dolor y esa inmensa rabia punitiva y restaurativa. Hay mucha rabia, mucho rencor al apretar el gatillo, al detonarse el arma homicida, y se pone de presente, se saca de las entrañas ese dolor que al fin es vengado. Asesinar es reparar, es volver a poner orden en el caos de la existencia ofendida y humillada del asesino. El clero politiquero es un leitmotiv; el liberal masón y comunista es otro: el sectarismo y la intolerancia guían la mano de los dos bandos.  

El asesinato se confunde con el heroísmo, el bandidaje con el heroísmo, y la victima con el malparido. Corre el trago, la sangre, la venganza en un solo río. Hay zozobra, no hay muerto inocente, no hay asesino malo.  Lo que es una abominación para los unos, es un acto justiciero y loable para los otros. Es difícil establecer si todos eran víctimas o todos actores de esa ceguera colectiva; a quién se benefició o quién salió vencido.    

Se mata como miembro de un colectivo, de una familia, de un partido, de una iglesia, de una institución castrense. Se mata como miembro del clan a otro miembro del clan o enemigo declarado de clan. La violencia ejercida en este acto está amparada por el colectivo vengado. Es un asunto de honor matar, y es un asunto que degrada al otro clan el ver tendido a su copartidario. Por eso se suele, por pundonor clánico, ocultar el cadáver al otro, no darle satisfacción de contabilizar a su favor ese muerto. El muerto de uno es sagrado, como el muerto del otro es una podredumbre humana. La lógica de la muerte es la lógica inquisitorial: el tribunal de la inquisición siempre tiene la razón.            

Los testimonios que abundan provienen de curas, alcaldes, informes policíacos, cartas de prominentes y memorias de políticos. Estos documentos se caracterizan por su intención de denunciar los hechos, señalar a los actores del crimen con nombres propios, explicar de un modo impresionista y sesgado, las causas de la hecatombe nacional. Desde las entrañas de la vida de la provincia, desde los pueblos y veredas más alejadas del país, Guaca, Miraflores, Mogotocoro, hasta la Avenida Jiménez de Bogotá, la atmósfera de violencia marca las horas de los colombianos.

Nadie parece sentirse tranquilo en ninguna parte a ninguna hora. El terror homicida es como el tic tac del segundero, que inflexible y terco decide el paso del tiempo de muerte.

El arribo de Olaya Herrera a la presidencia, la muerte de Gaitán, la presidencia de Laureano Gómez son episodios que hielan la sangre, son el lienzo en que se pintan las escenas de masacres, en que se acompaña la orden apocalíptica en voz alta de la última hora.    


Nota

Este es el espacio de opinión del Portal Universitario, destinado a columnistas que voluntariamente expresan sus posturas sobre temáticas elegidas por ellos mismos.  Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de la Universidad de Antioquia.

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