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Opinión

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Academia Opinión

Un testimonio probatorio de la civilización

21/05/2018
Por: Sebastián Gómez, profesor Departamento de Historia UdeA

"...Y así las cosas, no hay quién se concentre. Ni para leer, ni para trabajar en las fatigosas burocracias mixtas, ni para preparar las clases, ni para escribir, ni para calificar, ni para dar una simple asesoría, ni para conversar en paz. No hay quién piense bien bajo esas circunstancias, nadie. Una atmósfera auditiva desconsoladora y atorrante es lo que padecemos diariamente en la sede central de nuestra Universidad de Antioquia..."

Es un mal, una abominación que infelizmente se naturalizó entre nosotros. Y ya no hay remedio, se enquistó para siempre. Y cuando digo nosotros me refiero a quienes habitamos, de lunes a viernes, incluyendo sábados, ¡y algunos domingos!, la ciudad universitaria: estudiantes, empleados, profesores, transeúntes… Al costado norte, Barranquilla, también conocida como la Calle 67, una de las puertas principales de nuestro bello campus.

Quizás uno de los ejes viales más transitados por buses, busetas, motos, taxis y volquetas en Medellín. Chatarras exhaladoras de gases mortíferos y detestable material particulado. Pitan, frenan, aceleran. ¡Girardota, Bello, Copacabana!, aúlla el asistente del ¿conductor? ¡Taxi libreeeee!, decreta con un alarido la simpática dama que caballerosamente abre la puerta del vehículo al siguiente pasajero.

Si me dan a elegir yo prefiero el smog porque, sin la menor duda, el ruido del exterior, de la extensa Barranquilla a Ferrocarril, pasando por la Autopista, creo que es superado —y no en poco— por el barullo, algazara, gritería, estrépito, o como quiera llamársele a este engendro contaminante y angustiante que reina en el núcleo principal de la Alma Mater. Zumban las licuadoras de esquina a esquina en el cuadrilátero de Barrientos. Que hay tamales calientes y también mazamorra helada, vociferan un par de microempresarios entre el crepitar de chorizos empalados dispuestos sobre una plancha hirviente.

“¡Hamburguesas veganas, a la orden!”; “¡lleve la ropa de moda, estrene!”; “¡tamales, tamales, sí hay tamales!”, ofrecen con vehemencia otros nóveles emprendedores. Truena el reggaetón, repica la bachata, y desde un amplificador a alto volumen se anuncia una clase de baile cortesía de Bienestar Universitario (sic). “Vote por mi, ese soy yo; le juro, le prometo”, exclama una grabación, emitida por un odioso megáfono, que enaltece las virtudes de uno o varios dotores y dotoras en contienda por el próximo botín presidencial. ¡Boooooom! Una papa bomba, antaño “petardo”, anuncia la interrupción del día y la orden de evacuación. Se activan las alarmas de varios vehículos, uuuuuu, uuuuuu, uuuuuu.

En el Bloque 10, auditorio 203, también conocido como el “Beatriz Patiño Millán” —quien fuera una profesora legendaria de nuestra universidad—, donde prácticamente se imparten clases de lunes a viernes y de sol a sol sobre los infortunios de Saxipa o las veleidades de Thomas Hobbes, también coexiste la desdicha. Allí el ruido llegó para quedarse, por toda la eternidad. El auditorio limítrofe al costado derecho es una suerte de concha acústica dedicada a la política, o a las peleas de gallos. O a las arengas, me consta, que en nuestro medio vienen siendo lo mismo.

Transmitidas por micrófono con senda amplificación, campañas electorales de variopintas facciones despliegan reclamos, ovaciones, exhortaciones y toda clase de llamados a “la conciencia”, eso sí, high volume, “a todo taco”. Sin la mínima piedad por sus vecinos de al lado que están en clase, suelen erosionar la cada vez más frágil concentración profesoral y estudiantil. Todo es ruido, todo. ¿No basta con la bulla inclemente en estos auditorios? ¿Quiere saber cómo perder la paciencia en el Bloque 4, justo a un lado del Teatro al Aire Libre (TAL)? Concentrarse, dar la palabra (o pedirla); pensar, razonar, explicar, suelen ser operaciones naturalmente difíciles, más cuando al fondo suenan merengues, salsas, porros, vallenatos, amén de otras majestuosas sinfonías entronizadas en el pedestal popular.   

¿Acaso no debería ser un santuario, un imperio del silencio, nuestra Biblioteca Central? ¿No era una especie de paraíso así como lo rememora inocuamente un dummy del gran Borges que custodia (o custodiaba) una de las salas de lectura? Una risotada en coro escala desde la planta principal hasta el segundo piso. No existen murmullos ni susurros. La voz baja y sosegada es un exotismo. Se habla, ríe, llora, discute; lo que sea, pero a viva voz, como si se tratara de una cafetería, de un taller industrial, de un lugar a campo abierto. Un samaritano, mirada fija en su smartphone —sin audífonos, obvio— ofrece generosamente a sus prójimos, algunos de ellos lectores, las delicadísimas notas de un equívoco trap. Quizás, hoy por hoy, haya más silencio en la Plaza Minorista o en el estadio, asegura, y no sin cierta melancolía, un dependiente de la recién bautizada como “Carlos Gaviria Díaz”.

El bullicio consterna, irrita, decepciona. Los pasillos son una mega caja de resonancia para carcajadas y gritos a cada hora par, de las 6 a las 20. Aglomeraciones frente a las puertas de los salones, y de nuevo clamores, increpaciones, silbidos, más y más gritos. “Estamos hablando duro, no gritando, que es distinto”, me aclara una distinguidísima señora. Diez y cinco, diez y cuarto, diez y dieciocho. No aparece el profesor. Nadie abre las puertas de las aulas. La población se aglutina, el volumen crece, y con él la desesperación. Mientras es mecida por el aire, una tímida pancarta ilustra un termómetro acompañado de una sentencia lapidaria: “disminuye el volumen de tu voz, pero no el de tus ideas” (sic); mientras no tan lejos, en los bajos del Bloque 9, guitarra en mano, micrófono al mentón y amplificador al pie, un gran intérprete, que no escatima en regalarnos su talento, nos deleita con un clásico de la música protesta latinoamericana.

Y así las cosas, no hay quién se concentre. Ni para leer, ni para trabajar en las fatigosas burocracias mixtas, ni para preparar las clases, ni para escribir, ni para calificar, ni para dar una simple asesoría, ni para conversar en paz. No hay quién piense bien bajo esas circunstancias, nadie. Una atmósfera auditiva desconsoladora y atorrante es lo que padecemos diariamente en la sede central de nuestra Universidad de Antioquia.

¿Es el ruido en sí lo que enferma? ¿Acaso es el dramático hacinamiento su detonante? Que esta situación, a toda razón excesiva, poco nos preocupe para la cotidianidad en la ciudad universitaria, es un indicio nítido de nuestra curiosa forma de asumir el compromiso con los asuntos académicos, el crecimiento intelectual y la sensibilidad crítica, de la que tanto nos ufanamos en las universidades públicas. Quizás sea la manera de entender el respeto que merecen los demás, que en resumidas cuentas son nuestro entorno diario. Posiblemente algún día lejano la cúpula administrativa de la Alma Máter se cuestione acerca de esta maldición.  Mientras tanto, queda consolarse con el irónico optimismo de un sabio, Ambrose Bierce, quien definió “ruido” en su Diccionario del diablo como “Olor nauseabundo en el oído. Música no domesticada. Principal producto y testimonio probatorio de la civilización”.


Nota

Este es el espacio de opinión del Portal Universitario, destinado a columnistas que voluntariamente expresan sus posturas sobre temáticas elegidas por ellos mismos.  Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de la Universidad de Antioquia. Escriba y envíenos sus columnas de opinión al correo electrónico: udeanoticias@udea.edu.co.

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