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AccionesIntelectuales y utopía en América Latina. Anotaciones
AccionesIntelectuales y utopía en América Latina. Anotaciones
Horas de estudio de Rafael Gutiérrez Girardot se abre con un escrito insignia de su extensa obra, Jorge Luis Borges: ensayo de interpretación (1959), que fue la consecuencia de su primera aventura crítica en Madrid, a saber, su La imagen de América en Alfonso Reyes (1955). En estos dos ensayos augurales están cifradas las categorías conceptuales, la imagen crítica que lo va a caracterizar.
La primera de ellas: la utopía de América. Como becario del Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe —parte de la política cultural Franco-Laureano Gómez —, el joven Gutiérrez Girardot descubre una dimensión continental de acento ilustrado.
El encuentro de Gutiérrez Girardot con Alfonso Reyes fue decisivo en un sentido que este determina en lo futuro su dimensión filosófica ilustrada de la historia que subyace a toda su obra crítico-ensayística. La utopía, como categoría neurálgica de la filosofía de la historia ilustrada —a joya de la corona de la filosofía de la Ilustración para Koselleck—, se redimensiona en seguida con su consagración a la obra de Pedro Henríquez Ureña, quien, para el ensayista colombiano, es el primero que supo hilar las múltiples expresiones de la historia literaria nuestra con la vocación universal de utópica libertad.
La historia de la literatura latinoamericana se entronca así constructivamente sobre ese pilar categórico universal. Con Henríquez Ureña se tejió así el caos múltiple de las expresiones dispersas de nuestro quehacer literario, no sin sus jerarquías estilísticas —Bello, Sarmiento, Montalvo, Hostos, Rubén Darío, Rodó—, en el sólido tapiz de La utopía de América. Las lecturas de Reyes y Henríquez Ureña le abren luego a Borges, el «poeta doctus, un tipo de escritor que es hoy una exigencia y a la vez la imagen evidente y natural del creador literario»1. Utopía significa fuerza liberadora y constructiva desde abajo; potente fuerza destructora de lo viejo, caduco, anacrónico. Es así un impulso universal, al menos desde la universalización de la protesta popular que acompañó la Revolución francesa hacia 1793. La utopía constructiva-destructiva, la lucha por la liberación del peso muerto de la historia de todas las injusticias del pasado tras una imagen solidaria del género humano —como lo expresó Condorcet en su Esquema de un cuadro del progreso del espíritu humano—, enlaza ese acontecimiento decisivo con el largo proceso de la independencia política de la América hispana contra España y sus luchas posteriores hasta hoy. La violenta estructura colonial, heredada de la dominación española, determinó tras la independencia, su vida económica de la hacienda y las expresiones más visibles de su política tumultuaria —el caudillismo, el clientelismo y la anarquía dominante—. Superar esa tradición negativa, religiosa, social, racial, encendió las confrontaciones partidistas sin tregua, dogmáticas y ciegas2.
El papel del intelectual o de los intelectuales —artistas, literatos, críticos, periodistas, profesores— fue objeto de una transformación necesaria y forzada en estas condiciones. Las masas reclamaban de las letras más que versos y humanidades trasnochadas. El literato o escritor se cualificó, en la medida que ya no era el todero del siglo anterior que combinaba sus funciones políticas —como presidente, ministro, diplomático— con los amplios campos del saber que se eran asignados per se como geógrafo, historiador, gramático, pedagogo, novelista y articulista de prensa. Pero se le exigió más: se le exigió fantasía creativa, crítica fundada, inconformidad política.
En este punto la misión del intelectual estaba ya decidida: su capacidad de despertar indignación. Fue el colegio guadalupano el escenario paradójico, en el caso de Gutiérrez Girardot, del despertar de este aliento utópico que lo distinguió.
- 1 Horas de Estudio. Instituto Colombiano de Cultura. Bogotá, 1976. Pág. 20.
- 2 El arquetipo del hacendado agresivo, que se difumina como modelo de poder en América Latina, lo tipifica José Pedro Valverde, el personaje central de la novela Gran Señor y Rajadiablos (1948) del chileno Eduardo Barrios. Horas de estudio. Págs. 140-143.
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