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Cultura

Músicas de tierra

22/07/2016
Por: Oscar Roldán-Alzate - Jefe departamento Extensión Cultural

Publicamos el editorial de la más reciente edición de la Agenda Cultural Alma Máter, número 233, del mes de julio de 2016 dedicada a la música popular. 

Wilson Díaz. Quimeras. Proyecto realizado para el Encuentro Internacional de Arte de Medellín MDE15. Museo de Antioquia. Foto: Carlos Tobón. 

Coleccionar es una acción eminentemente humana. Colectamos regularmente objetos que cuentan historias sobre sucesos o fenómenos vividos por nosotros o por otros que nos importan por alguna razón; incluso cuando se trata de otros, los coleccionamos también: buscamos tener cerca su testimonio, su trasegar. Necesariamente, toda colección es una manera compleja de ordenar el mundo, pero si lo que se colecciona son sonidos, el tiempo es protagonista, y por tanto, la dimensión necesariamente es otra, como lo será también la experiencia estética.

Cuando se colecciona música se carga una mirada particular a su poder, ese que despliega cuando se expande por el espacio, cuando nos canta al oído cosas que, entre son y ton, graban asuntos extraños en la memoria y, a la postre, en la imaginación. Este número de la Agenda Cultural Alma Máter colecta pensamientos sobre el poder de la música, de las músicas hechas por la gente común para gente común. Tiene aquí reflexiones que nos llevan a pensar, por ejemplo, que América es una mujer que cuando quiere hablar canta, cuenta cantos más que cuentos, y cambia de piel al acercarse. Candombe, samba, guaracha y salsa, son algunos de los vestidos que luce con donaire y señorío. 

La geografía latinoamericana se recorre a lomo de danzón, bolero y cumbia. La música, las músicas de este territorio develan paisajes sonoros venturosos, mapas dibujados con mitos recientes que les hablan a las flores, al río, la montaña, al mar y la luna, y desde esa luna, luna plateada de Boca Grande, celan las calles, las esquinas y la noche. Estos mitos atisban al malevo y al camaján al tender la red de su destino para atrapar su esquiva fortuna; ven crecer al chavo, al guagua, al guambra y al gamín, los cuidan y enseñan, los nombran y les dan la palabra. Como las abuelas sabias, las músicas guardan las claves, custodian la génesis de esta tierra. El forastero que pretenda conocer su historia debería comenzar por bailarla, a lo mejor así aun sin conocer se vuelva parte de ella, paradoja común en los pueblos de América. 

Un parlamento cultural latinoamericano tendría, sin duda, en los aires musicales la esencia de su pacto social. Dicen los chilenos que la poesía recompuso, una y otra vez, la alongada geografía de su “nación” en los momentos más difíciles de su historia. Asunto similar ocurrió con las artes plásticas en México, donde la pintura mural fue motor de la revolución centenaria en ese pueblo. En Colombia, al tiempo, la literatura se ha encargado de relatar la tragicomedia que vivimos, nos la ha explicado, y nos ha salvado; pero los cantos, los acordes y las danzas son la tierra misma de América: en la lírica de sus canciones se funden la tierra con la palabra, el viento con los sonidos del bosque, del llano y de la selva.

Como un vallenato de cuatrocientas setenta y una páginas presentó en algún momento Gabriel García Márquez su obra maestra. Incluso, su profundo amor por esta música, lo llevó a retar a su amigo Rafael Escalona a un cambio mano a mano de sus Cien años de soledad por la Casa en el aire que aquel hábilmente había construido. Esa casa y esos años ahora son nuestros también.

El número de julio de la Agenda Cultural Alma Máter quiere cantar historias. Alejandro Tobón Restrepo, Asdrúbal Valencia Giraldo, Juan José Suárez García, León Felipe Duque Suárez, Rodolfo Vera Orozco y Marina Quintero Quintero han escrito para nosotros, nos presentan relatos sobre las músicas americanas, su importancia y relevancia en un mondo global que se resguarda en gestos culturales propios.

En la carátula y en las imágenes internas nos acompaña el artista Wilson Díaz Polanco (Pitalito, Huila, 1963) con un trabajo que nace con su colección de vinilos, prensados entre los años 60 y 90 por la exitosa industria musical colombiana, hoy prácticamente extinta por el impacto de los nuevos formatos de circulación musical. La instalación Quimeras está conformada por un centenar de discos, o elepés, como eran más conocidos, todos ellos relacionados directamente con la publicidad o la propaganda. Compañías estatales, grupos políticos, bancos, asociaciones ganaderas y medios de comunicación, entre otros, confiaron a la música sus regalos navideños. En ellos iban mensajes dirigidos al consumo de sus propuestas, camuflados entre las más sonadas melodías latinoamericanas, estrategia que trae a la memoria uno de los motivos de la rápida circulación y difusión de músicas de diverso origen a principios del siglo XX, cuando en Nueva York se prensaban discos expresamente solicitados por mercados de los países latinos, los mismos que eran completados en la cara B con un aire de otra latitud. Así, precisamente, fue como llegó el tango a Colombia y, quizá también, la propaganda política a su casa, en los años 70. 

Como pasa con la comida, la música está ahí siempre, a nuestro lado. Vivimos con música, la tenemos incorporada en el pulso vital. Tal vez por esta razón no prestamos suficiente atención a su importante compañía. A lo mejor, si el mundo se callara, dejara de cantar, no seríamos capaces de conciliar el sueño. Así que disfrute de esta entrega que aún está en circulación, y si se anima, vaya, salga, baile, puede ser salsa o reguetón; en esencia, son músicas de tierra.

 

 

 

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