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Opinión

El mundo del afuera

06/08/2020
Por: Julio González Zapata, profesor Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, UdeA

«... Podrían buscarse muchas semejanzas entre el encierro que produce una pandemia y otros encierros masivos, como los que se produjeron en el siglo XX en los renombrados campos de concentración nazis y en los gulags...»

Como era previsible desde que esto empezó, muchas cosas iban a cambiar. Se disminuyeron de manera drástica los contactos con el resto de la gente (todos somos sospechosos frente a todos los demás y los mayores cuidados los tenemos que tener frente a los que están más cerca), no volvimos a los sitios que frecuentábamos, se alteró profundamente la cotidianidad de casi todo el mundo. Muchos sufren terriblemente porque, al alejarlos de las calles, quedan privados de su sustento diario.

El hambre es una presencia más dramática, más visible, más constatable.  Miles de banderas rojas nos recuerdan esa dolorosa realidad en las ciudades, los barrios y las calles, aparte de los que pasan cerca de nuestras casas implorando a gritos desesperadamente cualquier ayuda. A otros, la falta de sus amistades, familias y amores, los desquició terriblemente. A algunos simplemente se les cambió la forma de trabajar.

Otros, hasta hoy siguen creyendo que todo esto es un cuento que se lo han inventado algunos malvados para apoderarse de una manera más absoluta de un mundo que, de todas maneras, ya les pertenecía y en el que hacían lo que les daba la gana. No faltan aquellos lunáticos que sostienen que esta es una gran oportunidad para que la gente se reinvente, que por fin nos hemos encontrado con la verdadera humanidad, que hay que aprovechar la oportunidad para sacar lo mejor de nosotros mismos, etc.

La pandemia les dio la oportunidad a los gobernantes de ejercer unas facultades que ni siquiera soñaban. El miedo, que ha sido probablemente uno de los instrumentos de gobierno más poderosos para mantener la población obediente, ahora no requiere casi ninguna justificación porque los resultados están a la vista: todos los días nos muestran los datos de los contagiados, los hospitalizados y los muertos, que crecen sin ningún control.

Además, todos los días nos advierten que lo peor está por llegar porque ya no hay lugar para más enfermos. Y el cerco se cierra cada vez más: ya empiezan a aparecer los nombres de los contagiados y los muertos. Desde gobernantes, que obviamente se pueden hacer los exámenes a tiempo y que se les atiende con presteza y con todos los recursos disponibles, hasta de aquellos que apenas se pueden quejar entre sus conocidos y en las redes sociales, porque no les hacen los exámenes o simplemente no les contestan las llamadas de auxilio. Y por los medios electrónicos nos anuncian que el peligro está cada vez más cerca: en el mismo barrio, en la misma calle, en la misma urbanización.

Las plataformas a las que nos invitaron a inscribirnos, en lugar de cuidarnos, vomitan amenazas y miedo todo el día. Ya la capacidad hospitalaria está llegando a sus límites. A pesar de que el encierro desde hace cuatro meses (probablemente una de las cuarentenas más largas entre todos los países) se justificó en la necesidad de preparar el sistema de salud para atender adecuadamente lo que venía, ya la situación parece que se ha salido de control.  Y ante esta realidad, se prefiere discutir si es lícito que se invoquen santos y vírgenes, porque convocar médicos de otros países es una ofensa ideológica insoportable.

Podrían buscarse muchas semejanzas entre el encierro que produce una pandemia y otros encierros masivos, como los que se produjeron en el siglo XX en los renombrados campos de concentración nazis y en los gulags. Obviamente las diferencias son también enormes. La primera, es que en esos campos se trataba de controlar un enemigo biológico o político, que ponía en peligro el régimen existente, pero se encarnaba en personas de carne y hueso y no en un organismo microscópico que puede estar en cualquier parte y contagiarnos ante el menor descuido.

A los encerrados se les obligaba a trabajar, en muchos casos hasta la muerte o simplemente se les mataba apenas llegaban allí. Esos campos operaban por fuera de “la sociedad” y, por lo tanto, los peligrosos eran separados de su entorno y concentrados en lugares específicos. Tal vez una diferencia mayúscula entre esos campos y esta pandemia, es que allá los “concentrados” se veían privados casi de cualquier contacto con el mundo exterior. Se les prohibía cualquier visita, se cortaban casi absolutamente sus contactos con sus familias y allegados y apenas era posible esporádicas y peligrosas relaciones con el mundo de afuera.

Ahora, en cambio, estamos encerrados pero bombardeados constantemente por ese mundo de afuera: las redes sociales y los medios de comunicación operan a toda máquina, las veinticuatro horas del día. El presidente sale cada veinticuatro horas en la televisión a dar su espectáculo y los demás gobernantes no cesan de aparecer anunciando sus medidas, algunas francamente estúpidas y contrarias a cualquier racionalidad. No nos podemos quejar por falta de contacto con el mundo de afuera. El problema serio es ¿y para qué nos sirve ese bombardeo constante de medidas, informaciones, estadísticas, relatos, si de un día para otro se contradicen y la incertidumbre crece día a día?

Tal vez la semejanza más grande entre el mundo de esta pandemia y el de los campos de concentración radica en cierta tecnología de la jerarquía de la responsabilidad. En los campos de concentración no eran realmente Hitler ni Stalin los que decidían finalmente la suerte de los “concentrados”.

Siempre la muerte en concreto la decidían mucho más abajo: un cuerpo policial omnímodo, un tribunal amañado, un capataz arbitrario, un guardia de mal humor, o inclusive un compañero de desgracias que por alguna migaja o por la ilusa esperanza de escapar a su suerte, ocupaba el lugar de los opresores. Igual: muchos de los colombianos no van a morir propiamente por el virus ni por las inadecuadas medidas que hayan tomado desde arriba, sino por "la irresponsabilidad de alguien cercano, que no acató las medidas salvadoras que se anunciaron desde arriba" “o porque el mismo se expuso al peligro”, y tampoco por la precariedad del sistema de seguridad social, ni por las decisiones que toman los gobiernos cotidianamente sobre la economía y la salud.  Parece que en las formas más verticalizadas del poder, son los que lo padecen quienes causan sus propias desgracias.

Medellín, 29 de julio de 2020


Nota

Este es el espacio de opinión del Portal Universitario, destinado a columnistas que voluntariamente expresan sus posturas sobre temáticas elegidas por ellos mismos. Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de la Universidad de Antioquia.

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