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Opinión

Cerca de la revolución democrática

25/05/2022
Por: Francisco Cortés Rodas, profesor Instituto de Filosofía UdeA

«... Desde inicios del siglo XXI se ha producido un cambio en muchos países de América Latina en el sentido de la “radicalización de la democracia”, la cual es la respuesta al fracaso de la democracia representativa; fracaso determinado por su incapacidad para enfrentar problemas como las profundas desigualdades, la pobreza, la violencia, la exclusión de las mujeres y las minorías.... »

En sus escritos sobre la democracia Alexis de Tocqueville se pregunta, cuál fue el verdadero objeto de la Revolución francesa. Su respuesta dice que esta no tuvo más efecto que abolir aquellas instituciones políticas feudales, que durante varios siglos habían reinado sin discusión en la mayor parte de los pueblos europeos, para sustituirlas por un orden social y político más uniforme y más simple, basado en la igualdad de condiciones, es decir la democracia.

La organización aristocrática de la sociedad se fundaba en un sistema de privilegios y en una estricta jerarquía, que se legitimaba por la tradición. Por el contrario, en la organización democrática de la sociedad desaparecen las jerarquías y privilegios tradicionales dando origen a un sistema de igualdad política que no consiste en un igualitarismo quimérico en que todos los hombres son perfectamente iguales sino en el que no haya barreras infranqueables, ni castas ni clases.

El orden constitucional que forjó la Revolución francesa mediante un proceso político y violento se concretó en una revolución democrática que extendió su influencia en el mundo entero a lo largo de más de dos siglos: en América latina esa influencia se desplegó en las guerras de independencia del siglo XIX, las revoluciones mexicana, cubana y nicaragüense del siglo XX, y en los proyectos populistas de Perón en Argentina y de Jorge Eliecer Gaitán en Colombia.

Estos procesos estuvieron marcados por la búsqueda de un cambio en la orientación histórica de estas sociedades que aspiraban a que se produjera una mayor democratización de la sociedad, justicia social y una cierta redistribución de la tierra. Sin embargo, la lucha por la democracia en América fue truncada por la irrupción de la violencia fascista y de ultraderecha.

En Chile, con el derrocamiento y asesinato del presidente socialista Salvador Allende, se instaló una dictadura que a la vez estableció la forma más dura de organización económica de tipo neoliberal. En Argentina, las dictaduras, particularmente la de 1976, liderada por los generales Videla, Viola y Galtieri, pusieron fin al proceso social y emancipador que había iniciado el peronismo y mediante la práctica sistemática de asesinatos y desapariciones de líderes de izquierda, se estableció un terrorismo de Estado. 

En Colombia, el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán en 1948 frustró de forma drástica y por muchas décadas la posibilidad de construir una sociedad más democrática y justa. Con el fracaso de la reforma agraria en el “Pacto de Chicoral” en enero de 1971, se cerró definitivamente la posibilidad de que los campesinos pobres accedieran a tierra, lo que condujo a que muchos de ellos, así como estudiantes, obreros e intelectuales, consideraran que en la medida en que la vía democrática no era la alternativa para los cambios que requería el país, no quedaba más que la lucha armada. En ese momento no era posible pensar una visión reformista de las instituciones. Tras los enumerados fracasos era apenas lógico que se impusiera una visión negativa sobre los cambios reformistas, y por esto no quedó más que una solución radical frente al sistema político. 

Desde inicios del siglo XXI se ha producido un cambio en muchos países de América Latina en el sentido de la “radicalización de la democracia”, la cual es la respuesta al fracaso de la democracia representativa; fracaso determinado por su incapacidad para enfrentar problemas como las profundas desigualdades, la pobreza, la violencia, la exclusión de las mujeres y las minorías. La “radicalización de la democracia” es el proyecto que han impulsado Lula en Brasil, Evo Morales en Bolivia, Mujica en Uruguay, Boric en Chile y que hoy representan Gustavo Petro y Francia Márquez en Colombia. 

En el caso de Colombia, los proyectos de la izquierda son hoy una respuesta a la política de guerra y muerte —la necropolítica— con la que el Estado enfrentó la resistencia social y política desde la época de las torturas y desapariciones de los líderes de izquierda en el gobierno de Turbay Ayala, hasta la consolidación de la guerra contrainsurgente liderada por el expresidente Uribe Vélez mediante la propuesta de armar a la población civil en las cooperativas de seguridad Convivir.

De aquí emergió un poderoso ejército paramilitar que aliado con el narcotráfico, políticos y algunos empresarios hicieron posible avanzar un nivel más en la expansión del capitalismo, el cual, en el caso colombiano, depende de la acumulación por desposesión, la cual incluye el desplazamiento forzoso, la privatización de las tierras públicas o comunales, la supresión de las formas indígenas de producción y consumo. 

Hoy se sabe que los paramilitares se apropiaron seis millones de hectáreas de tierra –el 83 % de los casos de despojo– principalmente de pequeños campesinos, de las cuáles apenas sesenta y seis mil han sido devueltas a sus propietarios. Se sabe también que las FARC se apropiaron de tierras y desplazaron campesinos y que rinden cuentas ante la JEP.

Todo este proyecto de desposesión y privatización de la riqueza expropiada sigue ocurriendo en Colombia con el cambio del modelo del “capitalismo paraco” hacia un sistema con una gran variedad de actores armados —incluyendo narcotraficantes y criminales, mercenarios, guerrilleros y exguerrilleros, guardias de seguridad privada y sicarios— que mediante un régimen de terror se imponen y dominan absolutamente —como sucedió en el reciente paro armado del Clan del Golfo— en aquellas regiones del país ricas en recursos naturales como petróleo, gas, oro y bosques madereros.

De este modo, el desplazamiento forzado de la población campesina permite lograr la explotación de recursos sin ninguna restricción y así ponerlos en circulación en la economía global. Basado en estas razones puedo afirmar que tenemos una democracia fallida, que se sostiene en una buena medida en una economía basada en el narcotráfico, las drogas y la acumulación por desposesión.

Contra estas formas de política de terror y muerte, contra la imposibilidad de sacar adelante el proceso de paz con las FARC, el Pacto Histórico propone una política para la vida, una democracia social-ecológica transformadora, una política para “para que podamos vivir sabroso en este país”, y una política que supere el machismo, el racismo, el clasismo, el patriarcalismo, que dignifique el rostro negro, la mujer negra, la herencia africana y las comunidades indígenas. 

En Colombia, las masivas movilizaciones sociales y políticas que se dieron en el 2021, dieron paso al surgimiento de unas expectativas de cambio social y una nueva ciudadanía, que busca cambiar aquellas reglas de juego —la organización del poder en la Constitución— establecidas por una clase política que ha actuado bajo los imperativos de un neoliberalismo depredador y por una élite económica que mantiene y reproduce una estructura de poder desigual y excluyente basada en el control sobre la propiedad de la riqueza. 

De esto se sigue que para democratizar la política es necesario actuar sobre la distribución de los recursos en general, y en particular sobre los derechos de propiedad y las estructuras del poder político y económico. Un proyecto de “radicalización de la democracia” debe, de acuerdo con el principio constitucional de la función social de la propiedad, poder realizar expropiaciones donde sea imperativo hacerlo, con sentido de justicia y una adecuada indemnización.

En suma, para concretar los objetivos en materia de derechos en una constitución liberal, social y democrática, es necesario actuar no solo sobre la sección de los derechos sino también sobre la organización del poder. De este modo, se plantea que una reforma que busque el igualitarismo y la justicia social requiere de la extensión de la democracia a las esferas social y económica que ponga en cuestión y transforme las relaciones de propiedad y las estructuras de decisión políticas. “Las decisiones sobre cómo, qué y con qué fin la producción y la inversión afectan a los intereses colectivos de supervivencia, no deben seguir quedando en manos de pequeñas minorías con un poder de disposición irrestricto de facto”, escribe Klaus Dörre. 

Explicar finalmente lo que entiendo por democracia e igualdad, escribe Tocqueville en El antiguo régimen y la revolución: “no es ese tiempo quimérico en que todos los hombres son perfectamente parecidos e iguales, sino cuando lo sea una cantidad muy grande de ellos; cuando no haya clasificaciones permanentes de casta ni clase ni barreras infranqueables o siquiera difíciles de franquear; de suerte que, aunque todos los hombres no sean iguales, puedan todos aspirar al mismo punto”. (Aclaro que no hago parte de ninguna campaña política que esté en la actual contienda electoral)

Este texto fue publicado en la Silla Vacía el viernes 20 de mayo de 2022


Notas:

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