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«... La demolición mediática a la que está siendo sometida la movilización social, el espíritu melcochudo que tiene el régimen político y el diversificado colorido político de la movilización, pueden mellar su eficacia aun antes de que el Gobierno haga uso completo de toda la capacidad represiva que le confiere el estado de conmoción. Y es posible que ni siquiera lo necesite...»
Rafael Núñez —tan católico por conveniencia como pragmático por codicia— y Miguel Antonio Caro —un católico ultramontano—, ideólogos de La Regeneración y creadores de la Constitución de 1886, quisieron suavizar la grave «cuestión social» de finales del siglo XIX, apenas un poquito peor que la de hoy, aplicando una admonición catecúmena que pedía actuar con «caridad en la cúspide y resignación en la base». En ese lema resumió Núñez su programa social, en el que incluyó la doctrina social de la iglesia explícita en las encíclicas Syllabus y Quanta Cura de 1864, tan caras a Caro. El cristianísimo precepto permitía, como si fuera un placebo moral, tranquilizar cualquier culpa mediante la explicación bastante convincente, aun hoy, de que la pobreza y las desigualdades, al igual que las diferencias, son consecuencias de la evolución natural de las sociedades y que, por tanto, solo podrían «remediarse, aliviarse o socorrerse», pero no resolverse. Por eso fue tan avara la minúscula Carta de derechos de la Constitución de 1886.
Desde esa época de la Regeneración a finales del siglo XIX, no ha cambiado en su esencia el trato oficial a la miseria, la pobreza, la desigualdad y la inmovilidad social; se les sigue explicando como hechos que tienen evolución propia y se les sigue tratando como anomalías morales. Aunque se les reconoce como hechos objetivos, se les trata como hechos morales. Y esa concepción que mezcla explicación darwinista y trato misericordioso se ha convertido en cultura de fuerte raigambre y sólida tradición, no solo entre los injustos a quienes tranquiliza moralmente la explicación, sino también entre quienes padecen la injusticia sin sentirla.
En contraste con la avaricia en los derechos que contiene y para sofocar cualquier levantisca rebeldía contra esa caritativa y asistencialista política social o contra la mansedumbre ovejuna, la Constitución de 1886 acuarteló el orden social con el estado de sitio —Artículo 121— que el mismo Núñez rubricó con la tristemente célebre «Ley de los Caballos» —Ley 61 de 1888—, que le confería al presidente poderes de dictador legal.
Esta ley, por cierto, tuvo un origen espurio porque fue motivada por una «verdad a medias» maliciosamente agrandada para atemorizar tanto a la ciudadanía como a los legisladores. Surgió de la noticia de un loco que gustaba de mochar la cola a los caballos, y que lo hizo en serie en un pequeño corregimiento de Palmira. El telegrama del alcalde transmitía más temor que descripción y autoría, pero de telegrama en telegrama llegó la noticia hasta el Presidente convertida en problema de orden público producido por una cuadrilla de bandidos que atentaba contra el Estado. El mandatario Núñez, sabedor ya de la versión original, pero habilidosísimo tramador, aprovechó la ocasión para inducir a los legisladores a expedir por temor una ley que necesitaba a discreción para sus propios fines políticos.
Magnificar la peligrosidad para infundir miedo —como en el citado ejemplo—, es hoy tecnología política sutilmente sofisticada y eficiente para ambientar el uso de la «razón de Estado» y de los estados de excepción. Es muy usada por los gobernantes cuando por su propia ineficiencia pierden autoridad. Justificados en ella, pueden actuar como en una dictadura, guardando la apariencia de legalidad que les permite el instrumento jurídico excepcional. La razón de Estado es, pues, un mecanismo de autodefensa; una forma de amorcillarse corneando ciegamente.
Además, la razón de Estado con sus modalidades jurídicas, tienen la ventaja estratégica de la transfiguración semántica: pueden ser invocadas para defender el bien común, los superiores intereses de la patria, la moralidad pública, la seguridad democrática, la seguridad inversionista, la institucionalidad y una serie de entelequias que se ajustan a la urgencia sin salirse del formalismo jurídico. Terminan siendo las coartadas que los gobernantes guardan en su carriel para cuando la realidad los supere.
Resultaría degradante que volviéramos a repetir perversas historias si a esta multitud levantisca que hoy se moviliza contra la injusticia social le responden con una versión modernizada de ese mandato moral de La Regeneración: «Caridad en la cúspide y resignación en la base». Y más grave aún, que esa respuesta sea blindada con una versión también modernizada de la «Ley de los Caballos», que en eso termina convertido en la práctica un estado de conmoción y la Razón de Estado. Más allá del formalismo jurídico, su producto real es un ambiente en el cual se amplía la discrecionalidad para el uso de la violencia oficial y oficiosa, autorizando más de lo que la normalidad permite.
Si en estado de normalidad jurídica ya es extraordinaria la cantidad y la calidad de muertes y de otras violaciones a los derechos humanos, es fácil calcular lo que podría pasar en un escenario jurídico extraordinario. Pero muy frustrante resultaría también que mermaran la legitimidad y la eficiencia de la movilización multitudinaria, y que su fuerza, aunque altruista y solidaria tanto como tenaz y voluntariosa, se envolatara en la manigua de pequeñas rebeldías desagregadas y que perdiera de vista las «grandes cosas».
La demolición mediática a la que está siendo sometida la movilización social, el espíritu melcochudo que tiene el régimen político y el diversificado colorido político de la movilización, pueden mellar su eficacia aun antes de que el Gobierno haga uso completo de toda la capacidad represiva que le confiere el estado de conmoción. Y es posible que ni siquiera lo necesite.
Si eso ocurre, entonces, otra vez, los pobres bajo el tapete
Notas:
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