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Opinión

Humanizar la tecnología: un reto del siglo XXI

06/11/2025
Por: Heberto Tapias García. Profesor de la Facultad de Ingeniería de la UdeA.

«¿Cuál es el marco ético de la inteligencia artificial? La responsabilidad no recae únicamente en quienes la desarrollan o en las empresas que la fabrican. No podemos simplemente dejar esa carga en los algoritmos o en sus creadores.También está en manos de los gobiernos que la regulan y de todos nosotros que la utilizamos. Ante los dilemas que plantea, ni el entusiasmo ciego ni el miedo paralizante son respuestas adecuadas. Ambas posturas nos llevan a la inacción. Lo que realmente necesitamos es una actitud reflexiva y una acción consciente que nos permita decidir qué tipo de desarrollo queremos y con qué valores queremos guiarlo». 

​La preocupación que nos genera la inteligencia artificial —IA— hoy no es algo exclusivo de nuestro tiempo. Ha estado presente cada vez que una tecnología emergente promete transformar el mundo de manera radical.

Pensemos en los tejedores ingleses del siglo XIX que se oponían a los telares mecánicos. No lo hacían por simple rebeldía, sino por el temor a perder su trabajo, su medio de vida. Décadas más tarde, las huelgas de los trabajadores se multiplicaron en respuesta a la automatización de las fábricas. Y cuando los computadores y robots hicieron su aparición, resurgió el mismo miedo a ser reemplazados por las máquinas. Esas protestas no eran un rechazo al progreso, sino un llamado de atención. Era la percepción de que el poder de la tecnología podría desestabilizar los equilibrios sociales y económicos que se habían construido a lo largo de generaciones.

La historia nos muestra que la tecnología tiene dos rostros. Puede ser liberadora o esclavizante. Puede
potenciar nuestras capacidades humanas o hacernos dependientes. Lo que define su impacto no es la herramienta en sí, sino los valores que guían su creación y el propósito detrás de su uso.

Pensadores como Marx, Heidegger, Ellul y Marcuse ya advirtieron sobre esta amenaza. Temían que la tecnología pudiera llegar a dominar al ser humano, convirtiéndolo en un simple engranaje del sistema o en un consumidor pasivo. Veían en la obsesión por la eficiencia y el control el peligro de perder la autonomía que nos hace verdaderamente humanos.

El debate actual sobre la inteligencia artificial mantiene viva esa advertencia. La pregunta clave no es si los algoritmos llegarán a pensar o sentir, sino quién los controla y con qué fin. Sin un marco ético y humanista, la tecnología puede llevarnos a una forma sutil de alienación, donde la humanidad quede subordinada a sus propias creaciones.

Si vemos la inteligencia artificial solo como una forma de aumentar la productividad o los beneficios de unos pocos, el resultado será una sociedad más eficiente, pero también más desigual. En cambio, si la consideramos como una herramienta para mejorar nuestras vidas y ampliar nuestras capacidades, podría convertirse en una verdadera fuente de bienestar.

Hoy en día, la automatización y la inteligencia artificial están provocando despidos masivos —solo hay que observar lo que está sucediendo en empresas como Amazon, Meta, Microsoft, Google, Intel o HP—, lo que lleva a un desempleo estructural y a una creciente concentración de la riqueza. Las empresas adoptan estas tecnologías para reducir costos y maximizar ganancias, sin pensar en su impacto social o ambiental. El bienestar colectivo no está en su lista de prioridades. Así, el avance tecnológico coexiste con la precarización del trabajo, el debilitamiento de la protección social y el aumento de las desigualdades.

Es una paradoja amarga. Nunca hemos tenido herramientas tan poderosas para generar riqueza y resolver problemas, y, sin embargo, vivimos en una sociedad más fragmentada, con millones de personas en situaciones precarias. La raíz del problema radica en la lógica económica que guía el diseño y uso de la tecnología. Cuando la innovación se orienta únicamente hacia el lucro, el progreso deja de ser un camino hacia el desarrollo humano y se convierte en un medio para acumular poder.

Pero el futuro podría ser muy distinto. Imaginemos una sociedad donde el bienestar humano sea la verdadera prioridad, con jornadas laborales más cortas, salarios justos y empleos que sean más creativos y significativos. Si las máquinas se encargaran de las tareas repetitivas o peligrosas, nosotros podríamos enfocarnos en actividades que fomenten nuestro crecimiento personal, como pensar, aprender, cuidar, crear y compartir. Habría más tiempo para participar en la comunidad, para la educación, la cultura, el ocio y el afecto. En este escenario, la inteligencia artificial dejaría de ser una amenaza para el empleo y se convertiría en una aliada del desarrollo humano, una herramienta para construir una sociedad más justa y culta.

Para que esto suceda, necesitamos un cambio profundo en la ética y la política que guían el avance tecnológico. Es fundamental establecer un marco normativo y políticas públicas que aseguren que los beneficios de la innovación se distribuyan de manera equitativa. El desarrollo tecnológico no puede seguir beneficiando a unos pocos. Debe estar al servicio de un proyecto social deliberado y democrático, basado en principios que garanticen la dignidad humana y los derechos fundamentales.

Pero surge una pregunta crítica: ¿cuál es el marco ético de la inteligencia artificial? La responsabilidad no recae únicamente en quienes la desarrollan o en las empresas que la fabrican. No podemos simplemente dejar esa carga en los algoritmos o en sus creadores.También está en manos de los gobiernos que la regulan y de todos nosotros que la utilizamos.

Ante los dilemas que plantea, ni el entusiasmo ciego ni el miedo paralizante son respuestas adecuadas. Ambas posturas nos llevan a la inacción. Lo que realmente necesitamos es una actitud reflexiva y una acción consciente que nos permita decidir qué tipo de desarrollo queremos y con qué valores queremos guiarlo. No se trata de detener la innovación, sino de orientarla hacia un enfoque más humano.

El verdadero desafío no es crear máquinas más inteligentes, sino construir sociedades más sabias. La inteligencia artificial puede ser una herramienta de justicia y bienestar, pero solo si se integra en un proyecto de progreso centrado en las personas. Si la dejamos en manos de la lógica del lucro y la
competencia, solo profundizaremos las desigualdades y erosionaremos la cohesión social. Por lo tanto, el reto no es técnico ni económico, sino ético, político y cultural.

El futuro no está escrito en los códigos de la inteligencia artificial, sino en las decisiones que tomamos juntos. Dependerá de nuestra voluntad moral y política que esta tecnología se convierta en una herramienta que enriquezca nuestras vidas, o en una fuerza que nos aleje de ellas. La pregunta clave no es si las máquinas llegarán a pensar como nosotros, sino si nosotros seremos capaces de reflexionar con claridad y honestidad sobre cómo quremos convivir con ellas.


Notas:

1. Este es el espacio de opinión del Portal Universitario, destinado a columnistas que voluntariamente expresan sus posturas sobre temáticas elegidas por ellos mismos. Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de la Universidad de Antioquia. Los autores son responsables social y legalmente por sus opiniones.

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