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Opinión

Oda a los testículos de mi gato (y a la geopolítica del mueble)

05/11/2025
Por: Luis Miguel Ramírez Aristeguieta. Profesor de la Facultad de Odontología de la UdeA*

«Si la química puede frenar la violencia sexual, la ética genuina —la del abismo, esa que se atreve a mirar el mal sin negarlo—, debería detener la violencia estructural. Nadie pide mutilaciones, solo coherencia, verdad, pulso vital. Ojala que los Milei, los Trump, los Putin, los Zelenski y los Netanyahu y sus clones hormonales pasen por el bisturí moral de la historia: uno que no corta carne, sino soberbia, uno que evita repetir tarambanas
autoproclamándose «líderes». Que los aparatos de poder aprendan a ronronear sin dominar,a convivir sin marcar, a dormir sin poseer».

Hoy amanecí con mi gato anestesiado y el alma entre la culpa y la esperanza. Lo castraron. Lo vi dormir, sin majestades, y sentí una mezcla rara entre alivio y ternura. Durante meses había sido el tirano del hogar: un Sphinx territorial, inquieto, sin pelo pero con un ego que pedía frontera. Marcaba cada rincón con un esmero que ni los antiguos cartógrafos; un día el sofá, otro la cama, otro la cortina. No había espacio libre del «Estado felino» que había fundado, con bandera invisible y soberanía urinaria.

Peleaba con sus tres compañeros: la gata mayor porque no se dejaba montar; acosaba a su hermana hasta lograr, con mordidas teatrales, que lo dejara hacer su pantomima de amor; o desafiaba al gato viejo con ínfulas de macho alfa, rugiendo en la madrugada en un repertorio que iba del bolero al heavy metal sin dejar dormir ni a sus homólogos ni a sus mecenas. Su energía era tan excesiva que el mundo parecía quedarle chico.

Probamos todo: collares calmantes, feromonas, esencias florales, estrategias zen y sermones domésticos que bordeaban el psicoanálisis. Nada funcionó. La casa entera olía a testosterona y a guerra. El sofá, las cobijas, los muebles… todo era campo de batalla. Y sin embargo, lo amábamos. Porque bajo toda su furia, el Sphinx es pura piel tibia, mirada desnuda y necesidad de afecto.

Mientras el veterinario preparaba la cirugía, ya venía pensando que tal vez esos dos minúsculos órganos eran la fuente de tanto caos doméstico. Que el problema no era su alma, sino su química. Y entonces se me cruzó el pensamiento incómodo: ¿cuánta violencia del mundo —guerras, invasiones, discursos, muros— nace también del mismo laboratorio hormonal y de la misma alquimia incordiante?

Mientras mi gato dormía su siesta posoperatoria, el mundo seguía girando, igual de inflamado. Y entonces lo entendí: no tenemos solo gatos testosterados. Tenemos países enteros gobernados por glándulas que aman los productos volátiles e inflamables. Las decisiones más graves del planeta —las que matan, arrasan, desplazan o endeudan—parecen salir del mismo sitio biológico que hacía a mi gato mear los cojines del sofá.

Mírese el panorama: el «rockerito desatado» de Milei, convertido en caricatura hiperventilada de sí mismo, gritando consignas y mal-plagiando canciones como si gobernar fuera un videojuego de machos alfa. O la «zanahoria testosterada» con su peluquín de oro en Estados Unidos, siempre lista para medir su potencia bélica con un nuevo enemigo, aunque el planeta esté al borde del colapso climático. Sus portaaviones son los muebles del mundo que deben marcar territorios: cada misil, una rociada de territorio.

Zelenski, con su traje verde olivo de superhéroe castrense, muy cómico, juega a la épica del pequeño David con ínfulas de Goliat, mientras el bajito Putin posa con altivez de gigante,subido en sus complejos, sus tanques y su nostalgia imperial. Son los gatos del planeta arañando el mobiliario global, cada uno dejando su peste, su bandera, su incordio, su discurso de «defensa y prevención» que en el fondo son solo deseos de dominio.

Y aquí Netanyahu, con su coreografía trágica de patriarca ofendido, pulverizando un pequeño país, rociando fuego sobre niños y llamando «legítima defensa» a un genocidio delque no va a poder escapar cuando lo aprese en huida la CIJ —cuando la zanahoria se valla o expire—.

Los ves —tan serios, tan convencidos de su virilidad patriótica— y no puedes evitar pensar que lo que en casa se resuelve con una cirugía de veinte minutos y dos meses de atenuación hormonal, en el mundo se convierte en siglos de guerras. El ego global no es sino unas gónadas sin remoción.

Pero cuidado que conviene matizar: ni la hormona es culpable ni la biología un enemigo. La testosterona, tanto en hombres como en mujeres, es una sustancia esencial: fortalece los huesos, mantiene el deseo, eleva el ánimo, la lívido y da vitalidad. Sin ella, la especie perdería empuje, creatividad, impulso reproductor y hasta sentido del humor. Lo peligroso no es la hormona, sino su fuga hacia la cognición, hacia la reflexión y hasta la ponderación, cuando el impulso biológico secuestra la razón política y el pensamiento crítico. Hay evidencia cultural de sobra de que el poder baja al instinto hormonal.

Entonces el problema no es químico, sino ético: cuando la glándula manda y el juicio obedece. Cuando la política se convierte en zoología. Porque si castrar previene el daño, habría que empezar por los de arriba, los que lo incitan e inician. Castrar —metafóricamente, claro— a los que violan pueblos con guerras asimétricas, economías con tratados y aranceles de prestamista de barrio, sería más que justo para lograr democracias sin miedo. A los que derraman misiles sobre escuelas y llaman «daños colaterales» a los niños y gente indefensa. A los que matan a las poblaciones de hambre bloqueando las ayudas internacionales o haciendo caminar a poblaciones despreciadas hacia un desértico destierro. A los que, en nombre del desarrollo, marcan territorios ajenos con líneas fronterizas arbitrarias o bases militares y deudas eternas.

Si la química puede frenar la violencia sexual, la ética genuina —la del abismo, esa que se atreve a mirar el mal sin negarlo—, debería detener la violencia estructural. Nadie pide mutilaciones, solo coherencia, verdad, pulso vital. Ojala que los Milei, los Trump, los Putin, los Zelenski y los Netanyahu y sus clones hormonales pasen por el bisturí moral de la historia: uno que no corta carne, sino soberbia, uno que evita repetir tarambanas
autoproclamándose «líderes». Que los aparatos de poder aprendan a ronronear sin dominar,a convivir sin marcar, a dormir sin poseer.

Mi gato, sin testículos, sigue siendo gato: curioso, libre, vital, tierno... y más pacífico que nunca. Sus compañeros lo agradecen y elogian como nuevo líder ponderado y sereno de la manada. El mundo, en cambio, con tanto macho entero en traje o uniforme, sigue siendo una jaula con olor a pólvora y a relatos de narrativa apestosa. Quizá la salida no sea cortar,sino enfriar… atenuar o diluir: dejar que la testosterona haga su trabajo en el cuerpo, pero no en la historia ni en los derechos de la gente. Que el impulso de marcar se vuelva capacidad de pensar, y que la energía de dominar se use, al menos una vez, para no joder al diferente. Y si eso no alcanza, que al menos aprendan de mi Sphinx: que se puede ganar poder sin perder la dignidad… y seguir durmiendo la siesta como un rey con trono, pero en paz.

Porque quizá el problema del mundo no es la hormona, ni siquiera la violencia, sino la ilusión de superioridad. Creímos que tener conciencia nos hacía distintos, y solo nos volvió más eficaces en el daño. Los animales no carecen de conciencia, sino de cinismo. Ellos sienten y actúan; nosotros sabemos y, aun así, destruimos. Los demás marcan por instinto;nosotros, con deliberación, con discursos, con leyes y con himnos. Ellos no arrasan su
entorno sabiendo que lo hacen. Nosotros sí, y seguimos llamando a eso civilización. Tal vez la sabiduría no esté en dominar el impulso, sino en reconciliarlo con la vida: entender que compartimos la misma charca, el mismo temblor, el mismo deseo de existir sin miedo. Y que no hay trono que valga si, al sentarnos en él, dejamos al mundo sin aire.

Plus: El balance postquirúrgico fue claro: un testículo pleno y otro atrofiado. Si ambos hubiesen rugido, no estaríamos hablando de un gato, sino de un león… y cambiando todos los muebles. Pensándolo bien, hay líderes en el planeta que rugen con ambos, y lo único que dejan son ruinas.

• * Investigador en ciencias de la salud y observador de asuntos globales

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