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				 Discurso del rector John Jairo Arboleda Céspedes
				
 				Discurso del rector John Jairo Arboleda Céspedes
			
			
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Discurso del rector John Jairo Arboleda Céspedes
Ser universitario, ser universidad
Día Clásico UdeA- 222 años (2025) / 
Discurso del rector / John Jairo Arboleda Céspedes
      Permítanme concentrar mi saludo en el alma y el corazón de esta conmemoración: ustedes, las y los estudiantes, profesores, egresados, empleados e investigadores que hoy reciben el justo reconocimiento de nuestra Alma Máter. En ustedes, quienes con su labor incesante en las aulas, en la extensión, en la investigación, en el servicio público universitario y como egresados portadores del legado de esta casa de estudios, han trazado trayectorias vitales que nos dignifican. Al escuchar sus historias, al testimoniar la fuerza de sus proyectos, emergen de nuevo, con una claridad inmensa, las dos esencias que hoy celebramos, las dos caras de una misma moneda de la transformación: ser universitario, ser universidad.
 Permítanme concentrar mi saludo en el alma y el corazón de esta conmemoración: ustedes, las y los estudiantes, profesores, egresados, empleados e investigadores que hoy reciben el justo reconocimiento de nuestra Alma Máter. En ustedes, quienes con su labor incesante en las aulas, en la extensión, en la investigación, en el servicio público universitario y como egresados portadores del legado de esta casa de estudios, han trazado trayectorias vitales que nos dignifican. Al escuchar sus historias, al testimoniar la fuerza de sus proyectos, emergen de nuevo, con una claridad inmensa, las dos esencias que hoy celebramos, las dos caras de una misma moneda de la transformación: ser universitario, ser universidad.
      ¿Qué significa, en este complejo y vertiginoso siglo veintiuno, ante esta retadora coyuntura reciente que enfrenta nuestra UdeA, ser universitario?
Ser universitario es, en esencia, encarnar una tradición de autonomía intelectual y de crítica, cuya génesis se remonta a los gremios de maestros y estudiantes de la Europa medieval. Como lo relatan los estudios de Verger, las primeras universidades nacieron no de un decreto estatal, sino de una autoorganización corporativa, luchando por la libertad y la protección de su saber. Obtener la «licentia ubique docendi» —expresión del latín que podemos asumir como «permiso para enseñar»— no fue solo un privilegio académico, sino un derecho que proclamaba la validez universal de un conocimiento que trascendía fronteras y poderes locales. Ser universitario, desde entonces, es situarse en una tensión constante entre el saber y el poder.
      A lo largo de los siglos, este rol ha mutado, pero su vocación de verdad permanece. Pasamos del clérigo menor y guardián de la escolástica, al erudito ilustrado. La gran ruptura llegó con el modelo humboldtiano, que redefinió al universitario como un servidor de la ciencia, cuya misión no era solo aprender, sino descubrir el conocimiento a través de la investigación original, estableciendo la potente máxima de la «unidad de la enseñanza y la investigación».
      Sin embargo, a los universitarios latinoamericanos, la gesta de Córdoba en 1918 nos dotó de una dimensión ineludible. El universitario se transformó en un actor político y la conciencia crítica de la nación, con la obligación moral de luchar por la democracia, la autonomía y la justicia social, un fuero que nuestra Alma Máter incorporó de manera notable en su médula y que, aun hoy, se mantiene como un rasgo protagónico. 
      Ahora, la tarea de ser universitario enfrenta amenazas más sutiles, pero igualmente corrosivas. Si en el pasado fue la coerción directa —la purga de profesores y la militarización de los campus—, hoy es la amenaza de la irrelevancia tecnológica y la deslegitimación política.
      La inteligencia artificial y las plataformas digitales nos interpelan a ser más que simples terminales de datos. Si la universidad no se adapta a esta velocidad, corremos el riesgo de ceder el terreno de la formación a corporaciones que solo buscan habilidades laborales inmediatas, sacrificando el pensamiento profundo. Pero la amenaza más insidiosa es la deslegitimación: burdas acusaciones que catalogan a las universidades como «nidos de ideologías», «entidades de derroche estatal», «cunas de anquilosados estudiantes y profesores». Con ello intentan, y en algunos casos lo logran, minar la confianza pública en el conocimiento científico.
      La respuesta a este desafío, apreciados universitarios y universitarias distinguidos, no está en el miedo, sino en el ejemplo que ustedes nos dan: el universitario de hoy debe ser un ciudadano global reflexivo, situado en las complejidades de nuestros territorios —de esa Colombia profunda— pero también capaz de trascender lo nacional, de generar valor económico, sí, pero siempre con una agenda orientada a la sostenibilidad, la equidad y la solución de los desafíos colectivos.
      Todos quienes hoy son reconocidos con medallas, placas, estatuillas o el significativo escudo de su Alma Máter, llegan aquí porque son la prueba irrefutable de que ser universitario es un verbo activo que se conjuga en la praxis:  en el aula que moldea con criterio los datos para convertirlo en pensamiento crítico, como lo han hecho los distinguidos profesores eméritos Juan Carlos, Victoria Eugenia o Luis Fernando… en el laboratorio que innova y llega a las empresas, como lo ha demostrado ese reconocido trabajo de transferencia tecnológica de Andrés Amell… en esa grandiosa acción de extensión universitaria que sana el tejido social con servicios como el del Programa de Atención a Personas con Discapacidad…  o en el liderazgo empresarial de un egresado destacado como lo es Juan Manuel del Corral. Los menciono a ustedes, como ilustración concreta, pero por supuesto extensiva a todas y todos estos “seres universitarios” que hoy también distinguimos.  
      Ser universitario se ancla y se colectiviza en la roca fundacional de ser universidad. El rasgo central de ser universidad pública en América Latina es, fundamentalmente, una distinción de misión y responsabilidad social. La universidad pública, como la nuestra, opera bajo el principio innegociable del bien público, del acceso equitativo a la educación superior como un derecho, lo que la convierte en la principal posibilidad de ascenso social. Para vastos sectores de la sociedad, la universidad pública es la única vía viable para acceder a una formación de alta calidad y, por ende, para la movilidad social ascendente que dignifica familias y comunidades.
      Nuestra región, al heredar los principios del Grito de Córdoba, estableció un modelo inédito en el mundo: la posibilidad de establecer esquemas de gobierno universitario, la libertad de cátedra y la extensión universitaria como función misional. Ser universidad, en América Latina y en Colombia, significa ser un bastión de la democracia y una voz contra la desigualdad estructural en nuestras sociedades. Aunque nuestro desarrollo estuvo históricamente condicionado por la tutela eclesiástica, y sigue estando sometida a una relación históricamente conflictiva con el Estado en materia fiscal —que hoy, lo saben, estamos sintiendo con agudeza—, la universidad pública siempre ha asumido la carga más pesada y menos rentable en términos de flujo de dinero: la investigación fundamental —aquella que no es inmediatamente comercializable— y la intervención social activa en contextos de conflicto y marginalidad. La extensión ha trascendido la mera difusión cultural para convertirse en un compromiso directo con la construcción de paz y el desarrollo territorial y humano.
      Y cuando digo «carga pesada» no la planteo como sacrificio, sino como compromiso de futuro. Por ese futuro es que en este preciso momento seguimos insistiendo en convocar la unidad colectiva para custodiar y oxigenar ese legado que significa «ser universidad» «ser pública». Sí, esa unidad que nos exige hoy «habitar la escasez sin rendirse» como hace poco escribía uno de nuestros profesores, a actuar y hacer con conciencia de la crisis. Por ello, seguimos haciendo esfuerzos para cerrar el año atendiendo plenamente nuestros compromisos; el Consejo Superior Universitario autorizó recientemente un nuevo crédito hasta por 54.000 millones. Seguimos gestionando la venta de bienes que no tienen uso misional. Seguimos haciendo gestiones para que el Distrito de Medellín realice aportes de base presupuestal, además de los aportes de la estampilla y su interés para revisar exenciones de predial y servicios públicos. Y, por supuesto, seguimos aportando a la conversación y esperanzados en el trámite que muy pronto tendrá en la Cámara de Representantes el proyecto de ley que modifica los artículos 86 y 87, modificación que, como lo hemos insistido desde hace años, traerá un cambio significativo en los aportes del Estado a las universidades públicas.
      Porque para ser universidad, tiene que haber universidad, pero universidad de calidad y proyección. Si no hay un compromiso real del Estado con la financiación, será solo retórica vacía y populista aquella promesa política de que la universidad pública y su autonomía constituyen una garantía de democracia y equidad social. Como lo hemos resaltado en la frase que inspira este evento, desde hace 222 años, la UdeA se ha venido configurando como la que «abre el futuro», un faro de conocimiento cuya chispa inicial fue el Colegio Mayor y que con el porvenir se ha constituido en la tenaz institución que, a pesar de las crisis y la subfinanciación crónica que compromete nuestra calidad, ha cumplido su compromiso fundacional: ser, por vocación y mandato, una Universidad de Antioquia y del país.
      Hoy su valor histórico y su vigencia se empoderan en el haber descentralizado de las clases privilegiadas la educación superior de alta calidad, y en llevarla luego a las regiones a través de sus campus. Justo en las próximas semanas, en Turbo, conmemoraremos los 30 años de nuestro modelo de regionalización, una gran contribución a las posibilidades de los jóvenes que no habitan en Medellín o su área metropolitana, o que residen en las fronteras de las subregiones, de convertirse en profesionales y a que la capacidad del conocimiento y la crítica social florezca donde antes llegaban intereses foráneos, o había olvido y la cruda realidad del conflicto. En tres décadas hemos llegado a 18.000 egresados en regiones y, allí mismo, hoy tenemos 8000 estudiantes matriculados. 
      Ante los saldos en rojo que tanto nos angustian y que hoy son titulares, valga advertirlo, estas cifras de la regionalización representan para algunos un costo cuestionable. ¿Qué precio le pondrían ustedes al espíritu más noble de ese «ser universidad»? Es decir, ¿cuánto pagarían ustedes por convertir a las personas —y a sus familias— en agentes de cambio forjados en el rigor y la pluralidad? Más allá de la presencia regional, nuestra Universidad sigue demostrando su capacidad de autogestión y su inquebrantable vocación social. 
      Entre 2002 y 2021, asumimos la gratuidad para estudiantes de estratos 1 y 2, un esfuerzo que se mantuvo por dos décadas sin la debida compensación económica del Estado, pero a un impacto social hoy incalculable. Esta universidad que sabe moverse a pesar de la estrechez económica, también siguió invirtiendo en la excelencia del capital humano: en los últimos 15 años, creamos 292 plazas nuevas de profesores. Hoy, de nuestros 1.418 profesores regulares, el 65% ostenta título de doctorado, lo que ha implicado un compromiso económico continuo para garantizar la calidad y la estabilidad laboral. Este cuerpo profesoral de altísimo nivel garantiza que nuestra producción académica e investigativa sea de gran relevancia con, por ejemplo, un promedio en los últimos cinco años de 1.800 publicaciones anuales en reconocidas bases de datos como Scopus. 
Podría ampliarme en ejemplos y datos, pero quiero recalcar estos porque expresan someramente el carácter de eso que nosotros hemos entendido como ser Universidad: la capacidad de mantenernos a la vanguardia de la calidad académica y la ciencia global, mientras abrimos las puertas de la equidad social. La UdeA no es solo una institución de enseñanza; es una potencia investigativa y un motor de desarrollo humano.
      Estos hechos, que demuestran la monumental labor de ser Universidad durante 222 años, nos convocan hoy más que nunca a refrendar el valor de aquello que es ser universitario. Este patrimonio público, forjado con la lucha por la autonomía, la excelencia académica y la extensión transformadora, debe ser abrazado y protegido por cada miembro de nuestra comunidad, pero también por la sociedad que de una u otra manera se ha encontrado y beneficiado de la existencia de la Alma Máter. Solo manteniendo vivo ese espíritu crítico, plural y resiliente podremos asegurar que la Universidad de Antioquia continúe con el espíritu de nuestra conmemoración: abriendo caminos hacia el futuro, los muchos posibles futuros, de los muchos que pasarán por aquí.
      De nuevo, felicitaciones a ustedes por el justo reconocimiento que hoy reciben y muchas gracias a la sociedad por permitirnos el gran orgullo de ser universitarios, ser universidad.
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