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"Lo que nos duele", texto escrito por la doctora Edna Martínez

Medellín, 09 de julio de 2021

Por: Coordinación de Relaciones y Comunicaciones

Compartimos con toda la comunidad el texto escrito por la doctora Edna Martínez, invitada a la Clase abierta "Hablemos de lo que nos duele: Colombia hoy". Este contenido que muy amablemente ella nos permitió difundir, fue el punto de partida para dar inicio al espacio desarrollado en la mañana del día de ayer y el cual contó también con la participación de nuestro profesor Heiner Castañeda, como moderador.

Finalmente, compartimos la grabación del encuentro para las personas que no pudieron conectarse.

A continuación les compartimos el texto escrito por la Doctora Edna Martínez:

Lo que nos duele

Les vengo a contar mis dolores, esos que me habitan hace tanto tiempo; es más, algunos de ellos me habitan desde más allá de mi memoria racional y se instalaron en mi memoria genética. Sé que ustedes comparten estas penurias, porque sobre el dolor de millones es que se ha construido este país.

Los dolores que recuerdo empiezan con mi madre, una mujer negra campesina, hija de la tierra, del trabajo duro y de la vida dura. Ella dejó sus tierras para probar suerte en la ciudad, para evitar correr la suerte de las mujeres de su región: juntarse con un hombre que tuviera alguna mejor condición, parirle muchas crías, quienes serían la mano de obra que labrarían la tierra, abrirían las minas, tumbarían el monte; que vivirían al día, al azar del destino, sin mayores horizontes a la vez que casarse y tener hijos para que trabajaran, así hasta el fin de los días.  “Yo solo hice la primaria”, cuenta mi mamá, “y eso gracias a mi padre que se empecinó en que yo fuera a la escuela. En el Chocó, en esa época no había como estudiar, o nos decían que darles estudio a las mujeres era una pérdida de tiempo”.

Siendo apenas una adolescente mi madre abandonó su casa familiar para trabajar de sirvienta en las casas de personas con un poco más de dinero en Bogotá. No sé si ustedes saben cómo es ser sirvienta en Colombia, y en particular cuando se es negra.  Se es una propiedad más de la casa, con disponibilidad 24 horas para atender las necesidades de la familia, no se tiene derecho a seguridad social, y por lo general el salario es menos del mínimo, porque se les descuenta la alimentación y la vivienda. Todas las mujeres de mi familia han sido sirvientas, aunque con experiencias diferentes, a algunas las han echado del trabajo acusándolas de ladronas o de roba maridos, a otras les hacen creer que son de la familia, aunque tengan que comer en la cocina y no se puedan bañar en la piscina.   

Mi madre se negó rotundamente a que yo repitiera la historia familiar, y trabajó con todas las fuerzas y energías que tuvo para que a mi hermano y a mi no nos faltara techo, comida y estudio. “Estudie mamita que es lo único que yo le puedo dar” me decía desde el primer día que me llevó a la escuela.  Ella trabajaba más de 16 horas al día, limpiaba casas en la mañana y edificios en la noche. Casi nunca le quedaba tiempo ni mucho menos dinero para ir al parque, al cine o a una fiesta. Muchas veces la vi casi desmayarse del dolor, pero como no teníamos seguro médico no podía ir  al hospital. Luego, cuando hubo seguridad social el temor de perder el empleo la hacía ir a trabajar. Tal vez por eso de niña yo pensaba que mi mamá era inmortal. 

Pero a pesar de todo lo que esa vaga madre mía trabajaba en casa siempre había angustia y miedo. Muchas veces nos sacaron con la policía como si fuéramos criminales, porque en sus trabajos se atrasaban con el pago y no podíamos pagar el arriendo. Otras veces veía a mi mamá suplicando al señor de la tienda para que le fiara una libra de arroz y poder darnos de comer, porque lo que ganaba escasamente alcanzaba para pagar arriendo y servicios. Si tal vez en vez de dormir mi madre hubiera trabajado más o iniciado algún emprendimiento seguramente nuestra suerte hubiera sido otra. 
Hay pobres que se quedan siempre en un lugar, y otros pobres que siempre tienen que irse. Nosotros somos de los pobres que siempre tenían que irse. Empacar, desempacar, empacar de nuevo. No teníamos nada bonito porque siempre en los trasteos algo se quebraba o rayaba, o nos tocaba dejarlo como parte de pago por los arriendos atrasados. 

Como no alcanzaba el dinero para enviarnos a una guardería, mamá nos dejaba horas encerrados en una habitación en el inquilinato donde vivíamos. Mi hermano y yo nos divertíamos mucho jugando con la ropa y con la comida que ella dejaba preparada. La inocencia de la infancia algunas veces te protege del dolor y de la pena. En el inquilinato, esas casas grandes donde se arriendan habitaciones para que vivan familias enteras, muchos niños y niñas compartíamos la misma suerte, papás y mamás que se iban muy temprano a trabajar y llegaban en la noche para preparar los alimentos y dormir.  Fue ahí, en esas casas grandes de Bogotá que empecé a tener contacto con eso que en el mundo académico llaman la Colombia profunda. 
Un día mi madre escuchaba la radio, el locutor decía que mataron a Pizarro. Yo no sabía quién era Pizarro, sólo vi a mi mami llorar, y me preguntaba de dónde conocía mi mamá a ese señor para estar tan triste por su muerte. Serían los años noventa, yo tendría 9 o 10 años.  Al barrio empiezan a llegar familias enteras con ropas “raras” y hablar “extraño”. Alguna vez, al inquilinato donde vivíamos llegó una familia de 10 personas y una gallina, todos vivían en una pieza. Yo estaba fascinada porque era la primera vez que venía uno de esos animalitos. La familia hablaba como si cantara, y los niños siempre vestían camisetas, también en la noche, aunque hacía mucho frío. Me dijeron que eran de Los Montes de María. Algunas veces mientras jugábamos en la calle y pasaba una camioneta negra con vidrios polarizados, alguien gritaba, “ahí vienen los Rayas”, y nosotros nos escondíamos. A mi me parecía divertido hasta que supe que los rayas iban a barrios pobres a matar gente en la noche.  La infancia transcurrió entre juegos de calles, apagones y noticias de muertos, bombas, y narcotraficantes. 

Otras aristas de dolor vienen de la adolescencia. Recuerdo pasar horas y horas frente a un espejo preguntando por qué Dios me odiaba y me había hecho negra. Qué le había hecho yo a Dios para que mi pelo fuera enredado y no liso como en la televisión. Pasé muchos años odiando mi existencia al ser víctima de burlas y racismo en el colegio. Y luego, como si el odio que sentía Dios hacia mi se hubiera profundizado, a mi barrio llegaron varias familias de gente negra. Era la gente más negra que yo nunca había visto. Llegaron con sus bailes, con sus comidas, con su bulla, con su recocha. Llegaron y se tomaron el barrio vendiendo frutas, cocadas, obleas, chontaduros. Y yo, quien intentaba por todos los medios parecer lo menos negra posible, terminé refundida en ese mar de gente oriunda del pacífico Colombiano, quienes huyendo de “esa gente” se tomaron mi barrio; años después entendí de qué gente hablaban.

Ahora que lo pienso, hasta los dieciocho años el mundo era una especie de juego para mi, y aunque no había tenido una infancia o adolescencia fácil, sentía que lo que pasara en el exterior no podría afectarme realmente, que el mundo era mío, que nadie ni nada podría detenerme. Incluso la idea de operarme los pechos y ser la mujer de un tipo con mucha plata, ojalá traqueto, me parecían opciones factibles y deseables. Pero el llanto de mi hijo me sacó abruptamente de esas fantasías. Mi hijo lloraba porque no teníamos para darle de comer ese día. Yo había terminado recién el colegio, no tenía trabajo, tenía un bebé de dos años, y sentía que el mundo se me caía encima. Entonces, a pesar del esfuerzo de mi madre, parecía que la historia se repetía; yo era madre sola y la única opción de empleo inmediata y posible era como sirvienta. 

Mientras mi bebé lloraba pidiendo comida, en las noticias se informaba que canecas de leche eran botadas, porque por culpa de los tratados de libre comercio a los productores colombianos les salía mejor tirarla que venderla o incluso regalarla. Si una pudiera hablar de un momento que lo hace a una convertirse en adulta, yo podría decir que fue ese. Cómo es posible que se deseche comida cuando hay gente como yo y mi hijo que la están necesitando. Esa fue la primera pregunta de carácter político que me hice, y es una pregunta que me acompaña hasta el día de hoy. 
La necesidad de responder esa pregunta me impulsó a estudiar sociología, quería entender por qué, aunque mi madre trabajaba más horas de lo humanamente posible en casa siempre había escasez, por qué vivíamos hacinados en una pieza en un inquilinato en un barrio peligroso, si no éramos malas personas, ni delincuentes.  Por qué por más que nos esforzáramos el miedo y la incertidumbre eran nuestras únicas certezas todos los días.
 
Pero obviamente, como ocurre en el contexto colombiano estudiar no fue un camino fácil. Primero había que convencer a mi mamá de que yo podía ir a la universidad, esa fue la parte sencilla. Luego todos los obstáculos financieros y las deficiencias que tenía del bachillerato en un colegio público. Ingresar a la universidad fue en parte el producto del trabajo colectivo, mi madre que cuidaba a mi hijo, las mujeres negras de mi barrio que me enseñaron a vender en la calle, la junta de acción comunal del barrio que me permitía vender en la plaza sin cobrarme el puesto. Incluso de los policías que me quitaban la mercancía con la que trabaja en las calles, sin ellos difícilmente podría entender la rabia que mucha gente les tiene.
En la Universidad conceptos como Los Montes de María, y “esa gente”,  empezaron a tener sentido y contexto para mi. Entendí que los dolores de mis vecinos de inquilinato estaban relacionados con los míos, que la pobreza de mi casa y de la gente de mi barrio no era el producto de la pereza y falta de perseverancia, sino el resultado de un sistema económico y político que se sostiene negándole derechos a la gente. Aprendí que no era casualidad ni destino que las mujeres mayores de mi familia hayan sido todas sirvientas, tampoco era Dios responsable del desprecio que yo tenía hacia mi color de piel. Entendí que el racismo se usa para justificar la explotación, y que lo que conocemos como Colombia es la expresión de múltiples formas de violencia y opresión.  En este país a millones les han robado los medios de vida, se les empuja a vivir en la pobreza, al margen, en la sombra y en la zozobra, y luego, cuando los pobres se hartan de tener el pie en el cuello e intentan ponerse de pie se les acusa de bandoleros, guerrilleros, terroristas o vándalos.

Hace diez años vivo en el extranjero. Salí de Colombia porque quería estudiar sin endeudarme de por vida. Quería ver otros mundos, aprender otras lenguas, ver otras maneras de vivir. Vivir en el exterior me ha servido para desentrañar muchas de las violencias aprendidas y naturalizadas en el país. Acá, por ejemplo, las personas que limpian casas viajan en el mismo sistema de transporte que lo hacen médicas, profesoras, ingenieras, decanas, incluso alguna vez me encontré a una senadora viajando en el metro. En la ciudad donde vivo, hay muchos problemas, y de eso hablaré en otra ocasión, pero lo que no hay son barrios para ricos y barrios para pobres, no hay estratos sociales. No se sabe quién es quién según el barrio en el que se vive, y lo normal es que niños y niñas, sin importar la ocupación de sus familias vayan a la misma escuela, jueguen en los mismos parques y se unten con la misma tierra.

Pero vivir acá me ayudó a entender la dimensión global de los problemas de Colombia. Alemania es un comprador asiduo de bananos, de palma de aceite, de oro, de café, de carbón, de cocaína. Entonces, el metro que cómodamente me lleva a mi casa, la calefacción que me protege del frío en invierno y el horno en el que se prepara el rico y saludable pan alemán funcionan con carbón, y mucho de ese carbón viene de la Guajira. Todas sabemos lo que ocurre en la Guajira, ahí las poblaciones indígenas y negras mueren de hambre y sed porque las mineras, con el apoyo de los gobiernos se han apropiado de la tierra y del agua.  Pero Alemania es también un vendedor asiduo de armas, de tanques, de bombas aturdidoras. Vemos esas armas en acción en manos de policías, militares y paramilitares. Vemos esas armas accionadas en contra de la gente cuando protesta por el despojo, o contra la destrucción de los ríos y las selvas. Las vemos activas contra el estudiantado cuando reclama educación pública y de calidad, contra los excombatientes asesinados desde la firma del acuerdo de paz.  Seguramente muchas de esas armas les arrebataron la vida a algunos de los seis mil jóvenes asesinados por los militares y presentados como guerrilleros. También las vimos en las manos de “la gente de bien” que disparaba a la Minga indígena en Cali. 

A veces quisiera que el gobierno alemán condenara la violencia del gobierno colombiano, luego recuerdo que para Alemania los negocios y capital son más importantes que la vida de los pobres de mi país. 
La gente que está en la calle protestando, que hacen parte de la primera línea son gente como yo, gente que vive en la periferia, al margen, cansados de vivir en la sombra, hartos de ser los objetos de la política del miedo; del miedo al hambre, a que te echen de la casa, a no poder pagar la luz, el agua, a no tener seguro médico. Miedo a no poder estudiar, a que te desaparezcan, desplacen, violen o asesinen. Estamos hartas del culto al paramilitar, al mafioso, al criminal, al tramposo. Las calles están llenas de personas que no soportamos más la política de la muerte, del gris, de la banalidad, no aguantamos más las formas de ser de la “gente de bien”, metidos en las iglesias los domingos y disparando a manifestantes entre semana.  

Colombia ha sido desde el inicio un territorio, una idea, un sueño en disputa, y hoy somos nosotros y nosotras las protagonistas. Unos, amarrados desde siglos al poder,  llenan de sangre y terror los campos y las calles, empecinados en que todo siga igual. Ellos son dueños del capital, de las tierras, de los bancos, de las empresas y pocas industrias, y han hecho un pacto desde el cual refundan constantemente la patria, mantienen sus privilegios de élite, garantizando la disponibilidad de recursos naturales a bajos costos para el mercado internacional, sin importar la estela de cadáveres y destrucción que eso signifique.  
Los otros, nosotros, desde el baile, las asambleas populares, la ollas y bibliotecas comunitarias, las Mingas, somos necias y queremos construir otro país. Uno que no sea sinónimo de narcotráfico, racismo, guerra, desaparición forzada, explotación, paramilitarismo, cirugías plásticas y artistas de medio pelo. Las calles gritan, y gracias a las redes esos gritos llegan hasta los últimos confines de la tierra. Hoy en día, el mundo sabe que Colombia está llena de dolores, y esos dolores no los acallan los goles de Falcao, los bailes de Shakira ni los cantos de Maluma.

Y a ustedes, cuándo empezó a dolerles Colombia?
 

Si te perdiste la Clase abierta "Hablemos de lo que nos duele: Colombia hoy", aquí la puedes visualizar:

 

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