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Uranio bueno y Uranio malo: Pertenecer, o no

01/07/2025
Por: Luis Miguel Ramírez Aristeguieta. Profesor de la Facultad de Odontología de la UdeA*

«El uranio enriquecido no es sólo combustible de bombas. Es base de medicina nuclear, reactores de investigación, producción de isótopos. Argentina y Canadá son ejemplos de desarrollo pacífico: exportan tecnología médica. Pero cuando un país fuera del eje tradicional quiere hacer lo mismo, el discurso se enturbia. Aparecen las "preocupaciones de seguridad", se activan sanciones, se bloquea la tecnología. No importa el nivel técnico del enriquecimiento. Importa quién lo hace. Esa es la perversidad».

El átomo no tiene moral, pero el poder sí. El uranio —ese mineral denso que yace silencioso bajo la tierra— se ha convertido en uno de los símbolos más potentes de la hipocresía geopolítica contemporánea. Puede alimentar hospitales y reactores, o hacer estallar ciudades. La diferencia, nos dicen, depende de quién lo use. Y ahí comienza la trampa.

Como ha explicado Noam Chomsky, el poder no busca justicia, sino obediencia. Opera sobre un doble estándar estructural: los principios solo valen cuando benefician al hegemón y sus satélites. La energía nuclear es un laboratorio de esta lógica. Un mismo elemento puede sanar, iluminar o destruir, pero el juicio político no recae sobre su uso concreto, sino sobre la identidad del usuario. Si te llevas bien con Washington, puedes enriquecer lo que quieras. Si afirmas tu autonomía, entonces tu centrifugadora es una amenaza global. Y así funciona la perversidad.

Israel nunca firmó el Tratado de No Proliferación (TNP) —ese que exigen a todo país que enriquece uranio— y opera como un actor abiertamente perverso en el tablero geopolítico. Posee armas nucleares no declaradas, bloquea inspecciones y desaparece científicos iraníes. No reconoce acuerdos, ni tratados, ni pactos multilaterales. Actúa por encima de la historia, el derecho y la lógica. Mientras, Irán —en el TNP y el país más auditado del planeta— es satanizado como «amenaza existencial». 

La historia se repite con el mismo libreto. Irak fue acusado de tener armas de destrucción masiva, pese a que la ONU no halló programas activos. La invasión de 2003, basada en supuestos laboratorios móviles y compras de uranio en Níger, desintegró a un país. Afganistán cayó bajo una narrativa igual de precaria. Hoy ese guion se usa sobre Irán: informes ambiguos, titulares alarmistas y una amenaza inminente, que justifica sanciones, coerción y ahora «ataques». Ya en 1984 —antes de la Revolución Islámica— medios occidentales anunciaban que Irán estaba «a meses» de la bomba. Esa profecía lleva más de cuarenta años repitiéndose sin cumplirse. Pero sirve: para aislar, sabotear, bloquear... y ahora encender otro incordio geopolítico. Cuando ese conflicto amenaza con salirse de control, basta un teatro de misiles pactados —como el bombardeo «de utilería» de Trump— para simular orden y evitar el colapso. Los sionistas tienen por líder a su propia némesis. Netanyahu es un Ouroboros —la serpiente que se devora a sí misma— de guerra: traga su delirio y arrastra a su pueblo al abismo, mientras convierte hogares ajenos en escombros.

El uranio natural tiene solo 0.7 % de U-235. Para energía civil se necesita 3-5 %. Solo por encima del 20 % se considera altamente enriquecido (HEU), y a partir del 90%, grado armamentístico. En junio de 2025, el OIEA confirmó que Irán continúa enriqueciendo uranio hasta el 60 % y que posee centrifugadoras con capacidad técnica para alcanzar niveles de hasta el 83 %. Este hallazgo, aunque no implica que se esté produciendo material apto para armas, reavivó las tensiones internacionales por el posible avance de su programa nuclear hacia fines militares. Sin embargo, los medios occidentales amplificaron el dato como si fuera una condena bíblica. Lo que omitieron fue la filtración de documentos iraníes que exponían un sobornó a funcionarios clave del OIEA para manipular informes. Según cables internos, pagaron a inspectores para que clasificaran contaminación accidental (restos de centrifugadoras antiguas) como «enriquecimiento deliberado». Japón lo descubrió, tras auditar los métodos, y exigió crear un nuevo organismo de verificación, denunciando que «la neutralidad del OIEA ha sido secuestrada por agendas de inteligencia».

Este no es un caso aislado. En 2009, Wikileaks reveló que la CIA usó al OIEA para espiar el programa nuclear iraní bajo la operación «Clepsydra». En 2020, el ex inspector Robert Kelley admitió que informes sobre Siria se basaron en fotos falsificadas por el Mossad. Hoy, la OIEA ya no es un árbitro técnico: es un teatro donde la ciencia se escribe con tinta invisible. Sus informes se redactan en Viena, pero los guiones vienen de Langley y Tel Aviv. Cuando la verificación depende de quienes necesitan fabricar amenazas, la objetividad es el primer isótopo que desaparece. Este organismo hoy opera como un «Sello de Goma Tecnocrático»: valida lo que el poder necesita que sea «verdad». Sus informes son a la no proliferación lo que Colin Powell ante la ONU fue a Irak: un montaje con diploma de legitimidad. 

Eso es justamente lo que se busca: sembrar miedo para derrocar al régimen e instalar al hijo del sha, aunque lo nieguen una y otra vez. El ataque ya no requiere pruebas, solo narrativas. La percepción reemplaza a la evidencia. Se trata de fabricar consentimiento, no de proteger a nadie. La necro política, como la definió Achille Mbembe, es el arte de decidir quién muere y por qué. Y Netanyahu lo sabe. Mantener el conflicto abierto le garantiza poder. Gaza es su excusa, Irán es su próxima escala. Cada nuevo enemigo asegura la permanencia en el cargo, justifica el autoritarismo interno y fortalece la alianza con Washington. La guerra ya no es una estrategia de seguridad, sino una doctrina de supervivencia personal.

Mientras tanto, el TNP prometía que todos los firmantes tendrían derecho al desarrollo nuclear pacífico. Pero ese derecho solo se concede a quienes no desafían el orden. Francia, Estados Unidos, India o incluso Israel pueden enriquecer y exportar tecnología sin freno. Brasil, Irán, Libia o Argelia enfrentan presiones, bloqueos y sabotajes. La tecnología ya no es un derecho, sino un privilegio geopolítico.

Más aún: el colonialismo nuclear sigue vivo. Níger, Kazajistán o Namibia extraen y exportan uranio, pero no deciden nada sobre su uso. La cadena de valor —enriquecimiento, aplicación y desarrollo— se decide en París, Londres, Washington o Tel Aviv. Una nueva forma de colonialismo.

El uranio enriquecido no es sólo combustible de bombas. Es base de medicina nuclear, reactores de investigación, producción de isótopos. Argentina y Canadá son ejemplos de desarrollo pacífico: exportan tecnología médica. Pero cuando un país fuera del eje tradicional quiere hacer lo mismo, el discurso se enturbia. Aparecen las «preocupaciones de seguridad», se activan sanciones, se bloquea la tecnología. No importa el nivel técnico del enriquecimiento. Importa quién lo hace. Esa es la perversidad.

La moral atómica ha sido secuestrada. No se trata de negar los riesgos del armamento nuclear, sino de exigir coherencia. El derecho a la ciencia, la energía y la autodeterminación no puede depender del alineamiento geopolítico. Convertir a unos en «guardianes responsables del átomo» y a otros en «delirantes apocalípticos» sin pruebas, es la esencia misma de la perversidad imperial. El uranio no tiene patria, pero sí doble moral: si eres aliado, enriqueces; si no, tu reactor es un «arma». Fin del cuento.

Es muy duro ver cómo millones de personas inocentes —en Gaza, en Israel, en Irán— están atrapadas por decisiones de líderes que juegan con fuego desde sus búnkeres. La gente común no eligió esto, pero lo paga con miedo, con sangre o con silencio. En un segundo pierden ese lugar de calma y afecto que es el hogar, porque un tercero los involucró sin pedirles permiso. Es desgarrador.

Plus: Ese colegio en recreo: ONU, OTAN, OIEA, OEA... cada uno es un grupito escolar en el patio del mundo. La ONU reparte reglas que nadie respeta. La OTAN juega al matón del sitio. El OIEA el lamebotas, esperando que no se burlen en el descanso. Y los demás… solo intentamos no ser pateados al hablar de soberanía.

 

• * Investigador en ciencias de la salud y observador de asuntos globales

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