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Crítica animal

28/07/2025
Por: Juan Carlos Orrego Arismendi. Profesor del Departamento de Antropología de la UdeA.

«El animalismo, la inclusión social y otras causas que hoy palpitan en Occidente están tan llenas de argumentos razonables como de culpa. Y la culpa nunca está libre del exceso, de la manifestación patológica. En el caso que nos ocupa, el horror de sabernos verdugos crónicos de los animales trae aparejado el despropósito de querer corregirle la plana a Dostoievski (...) Nada más absurdo que pretender pagar las deudas sociales falseando la historia de los hechos literarios».

Mi yerno —un oportunista que finge amar la literatura nada más que para ganar mi favor— me compartió, no hace mucho, una historia de Tik Tok relacionada con Crimen y castigo. Se trataba de una jovencita que, con los ojos ribeteados de lágrimas, se quejaba por las «muchas hojas» en las que el narrador se solaza con el maltrato animal. La buena niña esgrimía, indignada, un ejemplar de la novela que, por grasoso, no debía ser suyo, sino de algún tío voraz, vulgar devorador de carne (ella, mientras tanto, parecía que hubiera retocado con rubor sus pálidas mejillas de vegana). Como yo leí ese libro de Dostoievski hace más de veinte años, solo me acordaba del hachazo de Raskolnikov sobre la cabeza de Aliona Ivanovna, y por eso mi yerno —el muy maldito— se relamió recordándome que el estudiante, cierta noche opresiva, tiene un sueño en el que unos hombres matan un caballo a latigazos.

¡Entiendo la congoja de la joven lectora! Habiendo asimilado el cruento asesinato de la vieja usurera y de su hermana Lisaveta —un par de viejas, al fin y al cabo—, lo del cuitado caballejo era, por supuesto, inaceptable. Afortunadamente, los pocos años de edad de la comentarista vienen a ser su propia salvación. Doy por sentado que la vida no le ha alcanzado para echar un ojo sobre Verdes colinas de África, esa frenética crónica de cacería de Ernest Hemingway en la que los animales no solo son abatidos sin pudor, sino insultados de manera gratuita: «Me cargaré a ese hijo de puta», llega a decir el narrador, enfadado porque un rinoceronte, acorralado y muerto de miedo, ha ido a esconderse tras un matorral. Nuestra niña, posiblemente, tampoco ha tenido tiempo para asomarse a Don Quijote, esa historia sobre un caballo viejo y escuálido a quien su amo lunático obliga a ir y venir por las secas tierras de Castilla, más o menos como si se tratara de un triste caballo cochero de Cartagena de Indias. ¿Y la ejecución del buen perro Esopo en Pan, la novelita de Knut Hamsun? Lo de Raskolnikov es, gracias a Dios, un mal sueño y nada más.

Me opongo al maltrato animal. Como antropólogo, tiendo a desear la conservación de las costumbres, pero ni siquiera así encuentro justificable el martirio que se inflige a los toros en las corridas. Y, como muchos, también celebré la sentencia que en días pasados cayó sobre un hombre que, por rabia y despecho, mató a un perro mientras reñía con su pareja. Es verdad que, por obra de mi incoherencia —me conformo con admitirla—, no he renunciado a comer carne animal, pero, de todos modos, algo me alivia saber que en los mataderos oficiales se trata de mitigar, todo lo posible, el sufrimiento de los animales que habrán de parar a nuestra mesa. Sin embargo, esa no es la cuestión en discusión. En estos párrafos no pretendo juzgar a la joven de Tik Tok por conmoverse ante el dolor animal, sino llamar la atención sobre su incauta tesis a propósito de lo que deben hacer los escritores. Dice aquel ángel crítico, con su deliciosa voz paraguaya: «Alguien que me explique cuál es la necesidad de algunos autores de poner maltrato animal en los libros». Después, enfadada, advierte a los escritores que, si les place hacer ciertas «metáforas», deben hacerlas con objetos y no con «animales en situación de maltrato».

El animalismo, la inclusión social y otras causas que hoy palpitan en Occidente están tan llenas de argumentos razonables como de culpa. Y la culpa nunca está libre del exceso, de la manifestación patológica. En el caso que nos ocupa, el horror de sabernos verdugos crónicos de los animales trae aparejado el despropósito de querer corregirle la plana a Dostoievski. Agobiados por otros remordimientos, los editores contemporáneos de los libros de Roald Dahl sacaron los «enanos» y los reemplazaron por «gente pequeña», además de otros eufemismos hipócritas que jamás pasaron por la cabeza del escritor galés. Nada más absurdo que pretender pagar las deudas sociales falseando la historia de los hechos literarios. El caballo debe sufrir para siempre en Crimen y castigo, y los enanos han de corretear por la fábrica de chocolate sin que nadie se arrogue el derecho de atajarlos o —peor— de ponerles zancos. Franz Kafka —quien, dicho sea de paso, se burló de una cucaracha en su libro más famoso— dijo alguna vez que la crítica literaria nacía del hecho contundente de que la obra literaria ya estaba acabada y que, para bien o para mal, no podía ser cambiada. Ya es suficientemente grave que, para ser leída por lectores de otros confines del mundo, una obra tenga que ser traducida, como para tener que someterla, ahora, a los pliegos de exigencias de todas las correcciones políticas.

La mejor definición de novela con la que me he topado es una de Milan Kundera, para quien ese género se concreta en ser, sobre todo, una investigación sobre la condición humana. Entre otras cosas, esto significa que la novela debe saber disponer, en su mesa de laboratorio, los rasgos que definen las sociedades de cada lugar y época, de acuerdo con la ambición de cada libro. Por eso los arrieros maltratadores de caballos deben aparecer —o, más exactamente, no puede impedirse que aparezcan— en las novelas rusas del siglo XIX, así como los toros estoqueados en las del XX y los humanos descuartizados y metidos en costales en las del XXI. Todo lo que haga parte de lo humano, abominable o luminoso, será, por siempre, la única materia de la literatura; y, precisamente por eso, a la novela de nuestros días se le debe permitir que, si así lo quiere, omita el sufrimiento animal, glorifique a los árboles o convierta las atrocidades en edificantes alegorías en las que la sangre no es sangre. Yo, sin embargo, tengo la sospecha de que la mejor literatura no está hecha, precisamente, con buenas causas.


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