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Opinión

Miopía social

28/09/2018
Por: Juan Fernando Gallego, estudiante Universidad de Antioquia

"...Habilitar a la masa para que escoja al más cualificado es dejar que las serpientes escojan al mejor encantador, mientras se pierden en la ambigüedad retórica que faculta al criminal para convertir el Estado en su alcancía personal..."

En los tiempos de la dictadura de lo “políticamente correcto”, se ha impuesto violentamente la ideología de la extrema tolerancia y el régimen de una ambigua igualdad. Será este último aspecto uno de los más problemáticos a la hora de pensar en la democracia y su consideración del pueblo como ente con capacidad de decisión racional madura.

En ella se ha soportado en gran medida la enceguecida turba de moralistas, defensores de una inexistente igualdad y dueños de una verdad desfigurada y rebajada al mero relato subjetivo. Aunque les parezca “fascista” o “retrógrado”, vale decir que nadie es igual a nadie. Considerarnos así es un burdo biologismo, pues ni en cuestiones raciales, ni sociales, ni culturales, somos iguales. Surge entonces una pregunta que no se discute por parecer obvia su respuesta aunque no lo sea: Si somos en realidad una masa no uniforme, ¿somos todos aptos para el ejercicio del voto?

Por pertenecer a una misma especie, sin ir a especificidades raciales, cabe la posibilidad de llamarnos “iguales” y, con ello, reconocer una serie de derechos fundamentales, como la vida o la libertad. Sin embargo, se ignora que, con la aparición de la cultura, surgen sociedades y lenguajes complejos, en los cuales, la división de los trabajos y la conservación y transmisión de conocimientos fueron fundamentales para nuestra evolución. Se puede deducir entonces una relación entre la profesión y el conocimiento, que hace que el zapatero sea zapatero y el rey sea rey.

Ahora, se hace inadmisible pensar que el zapatero, desde su conocimiento sobre la confección y reparación de calzado, sea el más apto para gobernar una población, con todo el carácter y todos los retos que ello implica. Igualmente, un soberano no sería el más apropiado para el ejercicio de la zapatería, pues su práctica no reside allí sino en el ejercicio de la política. Se hace claro entonces que ambos personajes resultan igual de ignorantes ante el ejercicio profesional del otro. Cabe preguntar entonces ¿por qué dejarle el trabajo del rey al zapatero? ¿No es acaso mejor dejarle el ejercicio de la política a los más aptos para ello?

En este punto más de uno se podría estar rasgando las vestiduras, vociferando  que el rey oprime y subestima al pueblo o, incluso, que es un problema educativo de índole curricular en pro del mantenimiento del status quo. Digamos que se acepta este reclamo y se establece una democracia como la colombiana, pero la estrategia sigue siendo igual de absurda e inútil.

Habilitar a la masa para que escoja al más cualificado es dejar que las serpientes escojan al mejor encantador, mientras se pierden en la ambigüedad retórica que faculta al criminal para convertir el Estado en su alcancía personal. El éxito de este tipo de discursos “a prueba de idiotas” podría atribuírsele a la tan conocida “minoría de edad” kantiana. Y es que, aunque el zapatero pueda detenerse a cuestionar la retórica de los candidatos, simplemente no le importa, pues su verdadero interés reside en la satisfacción de su egolatría pueril. Mientras reciba su tamal y le digan que todo va a estar bien, no habrá de qué preocuparse.

Resulta hasta este punto inconcebible pensar que, sólo por ser humanos, se tenga el poder de decidir en asuntos que rebasan el mero interés personal. Por lo tanto, se puede decir que el voto, más que un derecho innato, debe ser un privilegio adquirido y logrado por la educación. Ya lo decía Platón en la República: “a tales hombres, perfeccionados por la educación y por la experiencia, y SOLO a ellos deberás confiar el gobierno del Estado”.


Nota

Este es el espacio de opinión del Portal Universitario, destinado a columnistas que voluntariamente expresan sus posturas sobre temáticas elegidas por ellos mismos. Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de la Universidad de Antioquia.

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