Sobre estupidez y necedad en la política
Sobre estupidez y necedad en la política
«... la estupidez y la necedad en la política dibujan el horizonte de una sociedad donde la irracionalidad se impone. Como en los tiempos del plebiscito por la paz, nos enfrentamos a dos opciones y una de ellas parece materializar eso que el psicoanálisis denomina la pulsión de muerte, ese impulso que inconscientemente nos lleva por la senda de la autodestrucción...»
El escritor norteamericano Jhon Kenndy Toole escribió una novela a la que tituló “La conjura de los necios”. En ella relata las desventuras del patético Ignatius Reilly. El protagonista de la historia (un hombre de cierta cultura, al menos con edudación universitaria), es un hombre de más de treinta años, vive con su madre y padece una terrible frustración: la de saberse portador de la verdad, pero saber que ésta no era reconocida por el resto de los mortales. Les llama necios porque no saben lo que deberían saber.
Ignatius emprende todo tipo de aventuras para mostrarle al mundo la magnitud de su necedad, pero siempre fracasa. Es una especie de Don Quijote y la necedad del mundo son los molinos de viento que enfrenta, “la mayoría de los necios no entienden mi visión del mundo en absoluto”, se lamentaba Ignatius. Ahora, mientras Don Quijote encarnaba el heroismo del caballero errante, el personaje de la novela de Toole encarna un tipo de docta ignorancia de quien cree que sabe, pero desconoce manera como funciona el mundo. En realidad el necio no era el mundo, sino Ignatius.
Si bien la necedad se podría confundir con la estupidez, ésta última se refiere a una torpeza notoria para comprender las cosas. El gobierno que está próximo a concluir retrata muy bien lo que implica la estupidez al mando. Esto no quiere decir que la estupidez exculpe el mal gobierno o justifique la desconfianza de la gente en las instituciones, tan solo muestra que cuando las que rigen son las lógicas de la estupidez, nos encontramos, principalmente, con gobiernos mediocres e incapaces.
La necedad, en cambio, evoca la imagen de alguien que desconoce las cosas que debería saber, y además se jacta de su ignorancia. Hasta estos días creía que un estúpido ejerciendo poder político representaba los mayores peligros para la democracia y las formas del Estado de Derecho (porque en medio de su estupidez se daña incluso a sí mismo y a los sectores que representa), pero hoy noto que puede ser mucho más peligroso un necio en el gobierno. El estúpido no es capaz de gobernar o más bien gobierna mal porque es torpe y mediocre hasta el límite, pero el necio, en cambio, desprecia deliberadamente el conocimiento y cree que basta una retórica vacía para gobernar.
El necio según la definición de la RAE es alguien “ignorante y que no sabe lo que debía o podía saber”, “falto de inteligencia o de razón”, “terco y porfiado en lo que hace o dice”.
Si bien el estúpido y el necio tienen la capacidad para lanzarnos a un abismo, el necio lo hace con una sonrisa y confiado en que lo hace por nuestro bien.
Menciono el argumento de la novela de Jhon Kennedy Toole porque creo que ilustra con cierta claridad lo que pasa en la actual coyuntura electoral. Tenemos en la contienda a dos candidatos: el primero, con una agenda liberal, localizable para algunos en el de centro izquierda del espectro político y que pretende incluir a sectores históricamente excluidos, y el segundo, corresponde a lo que hoy llaman un outsider, un candidato “antisistema”, que a partir de discursos como la lucha anticorrupción pretende constituir un gran sentido de unidad.
El primer candidato, genera algunos miedos para un importante sector de la sociedad: que se perpetuará en el poder, que pondrá en riesgo la libre empresa, que afectará la confianza para invertir, entre otros. Según Corey Robin, podríamos decir que se trata de miedos políticos, es decir, temores “de la gente a que su bienestar colectivo resulte perjudicado –miedo al terrorismo, pánico ante el crimen, ansiedad sobre la descomposición moral-, o bien la intimidación de hombres y mujeres por el gobierno o algunos grupos.”
Podríamos discutir sobre qué tan razonables son algunos de esos miedos, sobre todo los concernientes a los asuntos económicos, pero en su gran mayoría, carecen de base fáctica. El programa de gobierno y en general su discurso, muestran con elocuencia que muchos de esos miedos, en realidad, están alimentados por creencias y prejuicios y no por evidencias.
El otro candidato, por su parte, no entraña un peligro hipotético. Sus declaraciones permiten imaginar riesgos inminentes al Estado de Derecho y a las más elementales formas de la democracia. Es preocupante su desconocimiento sobre el funcionamiento del Estado. Decir, por ejemplo, que “no se necesita el Congreso” y que basta que “el pueblo esté enterado”, revela su profunda ignorancia sobre el sentido y rol de una institución como el Congreso, que no sólo permite representar las visiones políticas de una sociedad, sino que además cumple funciones de control político al jefe del Estado.
Se trata, como sugería, de un entendimiento de la política en la que vemos algo más que estupidez o torpeza. Se trata de algo más grave, lo que vemos es una teatralización de la necedad en cada aparición, del desdén por las formas, de la incapacidad parar comunicar algo distinto a que se debe acabar con la corrupción, aunque tenga serios señalamientos por actos de corrupción.
Cuando creíamos que no podíamos sentir más vergüenza al escuchar a quien se supone que nos representa, aparece el outsider y nos muestra que las cosas pueden ser mucho peores.
Pero la necedad no sólo es imputable al outsider. Son igualmente necios quienes creen que ese candidato genera mejores condiciones para sus negocios o quienes confían en una vacía idea de lucha contra la corrupción dejando de ofrecer café en el Congreso o retirando vehículos de dotación a los funcionarios. La idea del Estado austero puesto en esos términos, se choca de frente con dos situaciones: en primer lugar, que el Estado no es más eficaz porque se reduzca su tamaño (recordemos el absurdo de fusionar el Ministerio de Justicia con el del Interior hace algunos años); y, en segundo lugar, que proveer bienes públicos (educación, salud, seguridad) cuesta, y, por lo tanto, el problema no son los costos en la provisión de esos bienes, sino la manera como se usan los recursos públicos.
En conclusión, la estupidez y la necedad en la política dibujan el horizonte de una sociedad donde la irracionalidad se impone. Como en los tiempos del plebiscito por la paz, nos enfrentamos a dos opciones y una de ellas parece materializar eso que el psicoanálisis denomina la pulsión de muerte, ese impulso que inconscientemente nos lleva por la senda de la autodestrucción. A lo mejor, es tiempo de ser un poco más responsables y entender que amenazando la democracia y el Estado de Derecho, el cambio que se produzca nos dejaría peor de lo que estamos.