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Narrativa bélica vs. manufactura: la gran derrota de EE. UU.

30/07/2025
Por: Luis Miguel Ramírez Aristeguieta. Profesor de la Facultad de Odontología de la UdeA*

«Pero el dólar tampoco es eterno. El mundo ya comienza a mirar a otras monedas, a otros polos, a otras alianzas. El día que China decida vender sus bonos del Tesoro y el mundo deje de financiar la deuda de EE. UU., el Pentágono tendrá muchas armas… pero pocos hospitales para curarse del colapso. Y ningún obrero que le construya un futuro».

Hubo una época en la que Estados Unidos construía trenes, no tanques. En la que la palabra «progreso» no rimaba con «misil». En la que Detroit era sinónimo de motores, no de ruinas. Hoy, esa nación que alguna vez produjo automóviles y refrigeradores, hace guerras: el residuo tóxico de una economía que dejó de fabricar bienestar.

La paradoja no puede ser más grotesca: el hegemón más armado del planeta no puede fabricar ni un par de zapatos decentes sin tercerizar el proceso. El país que más invierte en «defensa» es, al mismo tiempo, el que más ha erosionado su base productiva. Su complejo militar-industrial, en palabras de Chalmers Johnson, se volvió no solo un Estado dentro del Estado, sino el cáncer que devora su médula industrial.

Y lo más delirante: esta decadencia es celebrada como virtud. Se celebra como modelo y se exporta a Europa. En Alemania, Volkswagen hoy fabrica armas para la Otan, mientras aplaude cada bombardeo «por la democracia».

¿Resultado? Una economía que gira en torno a matar, y que se asfixia cuando le toca crear. Un sistema que ya no se alimenta del trabajo sino del miedo. Un imperio que, como advirtió Wallerstein, está en su fase terminal: ya no expande su influencia, solo su deuda.

Todo empezó con una misa negra disfrazada de política económica. Su biblia: «La libertad del mercado». Su profeta: Milton Friedman, ese sacerdote neoliberal que convenció al mundo de que el Estado era el problema y la privatización, la salvación. Thatcher y Reagan oficiaron la ceremonia con puño de hierro y sonrisa falsa. «No hay alternativa», repetía la Dama de Hierro.

Pero sí había alternativa. Lo que no había era voluntad de seguir produciendo cosas útiles. ¿Para qué hacer acero, si se puede vender miedo? ¿Para qué sostener sindicatos, si se puede sostener la Otan? Se cambiaron fábricas por think-tanks, obreros por consultores. El keynesianismo industrial fue reemplazado por el darwinismo financiero —Hayek—: sálvese quien pueda y el Pentágono salvará a los elegidos.
A los países periféricos se les ordenó lo mismo. «Privaticen, abran mercados, recorten el gasto», mientras se los inundaba con armas y doctrinas de seguridad nacional. Así, la narrativa bélica se volvió modelo económico. El capital fluía hacia la guerra, el gasto público hacia la represión y el bienestar hacia los paraísos fiscales.

Lo militar, decía Reagan, «era una inversión en libertad». Pero lo único que creció fue el gasto, el déficit, la desigualdad… y las funerarias. Porque cuando se invierte más en soldados que en maestros, más en tanques que en trenes, más en bases que en hospitales. El resultado: un Estado fallido con excusa patriótica.

El capital productivo fue canjeado por capital ficticio. El trabajador de Detroit fue sustituido por un algoritmo financiero en Wall Street. La manufactura, que alguna vez sostuvo el orgullo estadounidense, fue empacada y enviada a Shanghái. Pero el imperio no quiso ver. Creyó que podía vivir de venderle armas al mundo mientras importaba todo lo demás. Que la hegemonía militar bastaba para sostener el dólar como moneda de reserva, aunque ya no hubiese respaldo ni en oro ni en acero ni en prestigio moral.

Michael Hudson lo advirtió: una economía basada en la deuda y no en la producción es una economía en cuenta regresiva. Producir menos y endeudarse más lleva al abismo. La paradoja es grotesca: el país con el mayor presupuesto militar del planeta ya no puede sostener su infraestructura básica sin endeudarse con sus rivales.

Wallerstein fue aún más claro: los imperios no colapsan por invasión, sino por implosión. Cuando su centro ya no puede dominar los procesos productivos y necesita depender de la periferia —no para extraer materias primas, sino para importar hasta los tornillos—, el fin se vuelve inevitable. El «excepcionalismo estadounidense» ya no se sostiene ni en Hollywood.

Y lo más trágico: ese modelo fue exportado a Europa. Alemania, que alguna vez fue el músculo industrial del continente, hoy, sus fábricas se apagan por los altos costos del gas —que despreció de Rusia—, mientras sus tanques oxidados son enviados al este, como ofrendas inútiles al altar de la Otan.

Pero el dólar tampoco es eterno. El mundo ya comienza a mirar a otras monedas, a otros polos, a otras alianzas. El día que China decida vender sus bonos del Tesoro y el mundo deje de financiar la deuda de EE. UU., el Pentágono tendrá muchas armas… pero pocos hospitales para curarse del colapso. Y ningún obrero que le construya un futuro.

Porque lo grotesco no es solo que Estados Unidos desindustrializó su economía para inflar Wall Street y glorificar portaaviones. Lo grotesco es que la industria militar que aún conserva depende de materia prima y componentes electrónicos… exportados por China. Sí, el «enemigo comunista», el dragón rojo, el proveedor indispensable del Tío Sam.

Lo más irónico es que cuando Trump, el meme bravucón que confunde geopolítica con negocios inmobiliarios, quiso castigar a China con aranceles, no hizo más que encarecerle los misiles al Pentágono. ¡Bravo, campeón! Mordió la mano que le da de comer uranio, tierras raras y microchips. Le puso un impuesto a su propio juguete bélico. La escena sería digna de Chaplin si no costara miles de millones de dólares y algunas guerras «preventivas».

Lo que Johnson llamó el «síndrome del imperio» no era una metáfora: es un cuadro clínico. Una enfermedad autoinmune en la que el imperio ataca a su propio cuerpo productivo, desangrándose en conflictos que no puede ganar y fabricando enemigos que no puede destruir. Porque, claro, destruir a China significaría quedarse sin las piezas para seguir jugando a la guerra.

Y mientras tanto, la deuda estadounidense se infla, el Tesoro emite bonos como si fueran papel higiénico y la Reserva Federal imprime billetes sin respaldo como si fueran volantes de una secta apocalíptica. El gasto militar se come el 40 % del presupuesto federal mientras las escuelas se caen a pedazos y los obreros de Ohio hacen fila en comedores comunitarios. Pero tranquilos, aquí la cosa también rima… mientras cae el estado de bienestar, en Colombia se busca renovar la flota de cazas Kfir.

Insistir en fortalecer la industria militar es como ganarse una amante despilfarradora: consume todo, no devuelve nada y, al final, te deja en bancarrota emocional… y fiscal. Pero Estados Unidos sigue echando dólares al horno del complejo industrial-militar esperando que le devuelvan crecimiento.
La paradoja es que cuanto más invierte en guerra, menos puede sostener su tejido económico real. Los arsenales no generan empleo local cuando la mitad de sus piezas son hechas en el extranjero. Esa lógica delirante ha vaciado a Detroit, ha corroído el contrato social y ha dejado a millones sin esperanza.

Si lo que se busca es «fortalecer la economía nacional», no hay que mirar al Pentágono, sino al taller de barrio. La soberanía económica empieza en el tornillo, no en un misil.

Plus 1: La industria militar de EE. UU. mueve cerca de 900 000 millones de dólares al año, pero depende casi por completo del gasto público y genera menos empleos por dólar invertido que cualquier otro sector. En contraste, la manufactura —la que abandonaron— llegó a aportar más del 25 % del PIB en su época dorada —hoy 28 % en China— frente al actual y raquítico 10 % en EE. UU. Apostar por armas no genera riqueza: solo deuda, dependencia estatal y destrucción.

Plus 2: La deuda externa de EE. UU. está en torno al 123 % del PIB: 34 trillones de dólares. Clara moraleja: La economía. eal se construye con herramientas, no con misiles.

• * Investigador en ciencias de la salud y observador de asuntos globales

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Notas:

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