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El peligro doméstico

01/11/2017
Por: Pedro Agudelo Rendón, docente de cátedra, Facultad de Comunicaciones, UdeA

"..."Fernando de Szyszlo y una escalera especular". El artista murió a causa de un escalón traicionero –o indiscreto– que lo hizo sucumbir al piso. ‘Muerte doméstica’, titularían los periódicos. Los colores de su vida se extinguieron el pasado lunes 9 de octubre a los 92 años de edad..."

A menudo el sepulcro encierra, sin saberlo,
dos corazones en un mismo ataúd.

Alphonse de Lamartine


Eres la tierra y la muerte.
Tu estación es la oscuridad
y el silencio.

Cesare Pavese

Hay muertes absurdas, así, sin más, como la de Roland Barthes, acaecida el 25 de marzo de 1980 después de que lo atropellara, un mes antes, una furgoneta de lavandería. Muertes absurdas y ridículas como la de Víctor Quintanar, el esposo de Ana Ozores, la protagonista de La Regenta, quien muriera en la más disparatada muestra de hombría en un duelo que tiene todo de caricaturesco. Muertes banales y algunos suicidios incomprensibles, o paradójicos y tristes como el del comediante Robin Williams, el actor que hizo reír a varias generaciones con sus actuaciones explosivas (basta recordar a Mrs. Doubtfire); suicidios como el de Marlen, la universitaria de aquel poema famoso en forma de ánfora, un epigrama que rinde culto a la soga y al cuello.

Muertes que delinquen por sus torpezas; o muertes fatales –toda muerte lo es–, que reivindican la certidumbre del azar; muertes que inscriben en la memoria los días que pasan en los hombre y mujeres y que se quedan solo en el eco de sus acciones, en aquello que escriben o pintan, en aquello que piensan y que transmiten a través de sus palabras. Muertes, en fin, absurdas, paradójicas, incomprensibles –e inexplicables, aún para un perito de Investigation Discovery–; muertes explosivas y minimalistas al mismo tiempo; muertes domésticas, fatales, ambiguas, azarosas y memorables; muertes que son todas las muertes al mismo tiempo, como la del artista peruano Fernando de Szyszlo y su esposa Lila Yábar.

El pintor atravesó casi todo el siglo XX. Conoció a André Breton, el padre del Surrealismo; a José María Arguedas, Pedro Salinas, Rafael Alberti, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Wilfredo Lam y Roberto Matta. Y sostuvo una amistad, quizá igual de abstracta y profunda que sus cuadros, con Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Fue amigo de Mario Vargas Llosa, con quien participó en la política y en la campaña que llevara al escritor a la candidatura a la presidencia en 1990, y que este último perdiera en la segunda vuelta con el entonces candidato –hoy preso por diversos delitos– Alberto Fujimori.

El nobel de literatura hasta incluyó una de sus pinturas en Elogio de la madrastra. En uno de los últimos capítulos de la novela, cuando la trama ya mostraba la calzada directa a una fatalidad, aparece la pintura de su amigo, Camino a Mendieta (1985), con la que el autor inscribe un juego narrativo que se vuelve tan abstracto como la obra pictórica.

El mismo Fernando de Szyszlo es un pintor ecfrástico, un pintor que hace ver a través de las palabras (además de ser un lector voraz, también escribía), y que hace pensar a través de sus imágenes. Este es el origen de la serie El innombrable, inspirada en un poema de Samuel Beckett; o las pinturas Apu Inca Atawallpaman, basadas en un poema quechua colonial.

El pintor murió en octubre, no a causa de los callos que le han dejado los pinceles en sus manos; no a causa de los años llevados a cuestas ni de la fatiga de tantos viajes por el mundo o las muchas exposiciones o los muchos amaneceres que vio partir. Murió a causa de un escalón traicionero –o indiscreto– que lo hizo sucumbir al piso. ‘Muerte doméstica’, titularían los periódicos. Los colores de su vida se extinguieron el pasado lunes 9 de octubre a los 92 años de edad. Viajó al otro mundo a través de una escalera exprés. No quería ser más viejo ni cumplir los 93 o llegar a los 100 años. No quería soportar más política incomprensible y, a lo mejor, no se quería despedir de nadie; tan solo quería pintar y desbaratar el mundo a través de sus pinturas. “Soy pintor”, solía decir.

Esas dos palabras definían su existencia, esas dos palabras y lo que ellas implican: color, explosión, abstracción. Muchos de sus amigos se quedaron atrás o se adelantaron para dejarlo solo de la mano de su esposa. Vivían en Lima, como los personajes –también una pareja profundamente enamorada– de la novela de Vargas Llosa; pero ni San Isidro, en su distrito, lo pudo salvar. Era su día, su hora y la escalera apropiada. Todo parece salido de la ficción. Todo parece salido de la realidad. Una muerte doméstica, sin peligros, sin escándalos. Discreta.

Ya la artista palestina Mona Hatoum había advertido en sus obras del peligro de los objetos cotidianos. A lo mejor, olvidó la escalera en su inventario, y por eso Fernando de Szyszlo y su esposa no advirtieron la felonía. O quizá se dejaron absorber por la abstracción y el surrealismo de la vida cotidiana, pues a pesar de Breton, el fotógrafo Chema Madoz reinventa lo surreal. Tal vez la pareja encontró una forma más poética de partir en una de sus imágenes.

En la fotografía de Chema, uno de los extremos de la escalera está puesta sobre un espejo creando una ilusión de gradilla en el objeto reflector. Cualquier espectador podría pensar que, al subir la escalera, se puede atravesar el espejo y descender por los peldaños del otro lado. A lo mejor, no lo sabemos, Fernando de Szyszlo decidió atravesar el abismo de las ilusiones, cruzar la realidad a través de una de sus pinturas, como Wang-Fô, y descubrir las fantasías y abstracciones que creó en sus propias obras. O, simplemente, se apresuró a cruzar la escalera que, en medio de una torpeza artística, Chema Madoz puso delante de un espejo, y como el pintor peruano temía viajar solo por el mundo especular, llevó a su esposa consigo.


Nota

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