Homo digitalis: vida más allá de la pantalla
Homo digitalis: vida más allá de la pantalla
«.. ya vivimos tiempos del amor impulsado por los post y los tuits, impulsado por la trampa del narcisismo moderno, mediado por las selfies y las redes sociales virtuales. Amar al otro en esta sociedad del cansancio es símbolo de negatividad y por ello, un desafío digital impulsado por las redes sociales virtuales donde los amores son efímeros, llenos de incertidumbres y mercantiles en su mayoría...»
David Henry Thoreau, uno de los pensadores más influyentes del siglo XIX, escribiría que el precio de cualquier cosa es la cantidad de vida que ofreces a cambio; y tal parece que, bajo el contexto de esta sociedad digital, con las dinámicas que esta opera y con la ola de cambios tecnológicos ha surgido un modo de manipulación y de influencia en las formas de vivir y ser-estar en lo que Joan-Carles Mèlich y Van Manen llaman “el mundo de la vida”, que no es más que el mundo de la vida cotidiano pero como región de la realidad en la que los seres humanos al tener la capacidad de intervenir pueden transformar. Ese mundo de la vida expuesto a la entrega de lo íntimo y lo privado, de lo disciplinario; a la apuesta por el narcisismo (como patología o como egoísmo), a la selfie, al chat, y en últimas, a la construcción de un homo digitalis.
Y es que la muestra tácita del nacimiento de ese homo digitalis está en que hoy llevamos el smartphone a todas partes y en él se encuentran nuestras percepciones, sentires, miedos, angustias y hasta deseos. En el aparato forjamos una realidad que solo existe a través de esa pantalla. Los ojos digitales convierten ese mundo de la vida cotidiana en una realidad llena de información que luego registramos, quedando como producto del daño colateral, pues a parte de generar locos y delincuentes, esta sociedad digital produce depresivos y fracasados, cansados, hiperactivos y ansiosos bajo esa lógica de la “red”, donde al no haber contacto con las cosas se les priva de su presencia, y así no percibimos los latidos materiales de la realidad y ese smartphone irrealiza el mundo en el que habitamos por gracia de la tiranía de los algoritmos, de Tik Tok, Facebook, Instagram y todo el panóptico digital.
En este enjambre digital tampoco hay lugar para la demora, no hay espera, no hay tiempo propio; ahora cuando alguien envía un mensaje o mail, o publicación, el afecto está instantáneamente y desde ese lugar se responde, sin que haya una mediatización que permita modular el afecto. Los rituales para la espera ya no contienen el mundo de la vida, pues aquí el alma está totalmente absorta, incluso vaciada, en formas digitales de habitar que generan la vivencia de aceleración en lugar del tiempo atomizado; no puedo demorarme incluso porque producimos es para consumir de inmediato y por eso, el homo digitalis erigió una sociedad narcisista.
La idea mercantilista también se construye en que cada individuo (homo digitalis) busca venderse de a poquito; porque cuando se publica algo en las redes sociales virtuales, es porque esperamos algo a cambio (likes, comentarios…), siendo esta finalmente, una actitud transaccional. Canjear intimidad por dinero, mercantilizar lo privado y sin los peligros del contacto físico acaba siendo una idea de realización en cuanto con ello se lucra de un salario donde además se puede ser “su propio jefe”. Con esto, el ímpetu de la sociedad se está cimentando en la monetización de su vida. Sin saber que hoy en día el ser humano se explota a sí mismo y cree que está realizándose.
También el amor se transformó en un problema indescifrable para el homo digitalis y su sociedad de la ciber-culturalización. Porque ya vivimos tiempos del amor impulsado por los post y los tuits, impulsado por la trampa del narcisismo moderno, mediado por las selfies y las redes sociales virtuales. Amar al otro en esta sociedad del cansancio es símbolo de negatividad y por ello, un desafío digital impulsado por las redes sociales virtuales donde los amores son efímeros, llenos de incertidumbres y mercantiles en su mayoría.
Y es que el enemigo conoce bien el sistema, su trabajo es engañar a nuestro cerebro a través de los sentidos, para que crea que nos estamos desarrollando a través de la cantidad de información que producimos y consumimos en la red. Es como si consiguiesen hacernos comer cosas que no nos alimentan, y sobre todo mucha más cantidad de la que nos conviene. Parecen padres preocupados por el bienestar de sus hijos y nos dan una oferta que resulta irresistible. No lo podemos evitar. Por eso, cuando cayeron varias de las redes sociales virtuales más usadas por este homo digitalis, esos buenos padres empezaron a trabajar fuertemente por restablecer el funcionamiento de los juguetes de sus hijos. Empezaron a gestionar la escasez. Como si no hubiese vida más allá de la pantalla. Como si se anduviese cercado por la tecnología que se encuentra o se ha instalado en los teléfonos móviles. Esa que solo existe con un objetivo muy específico: mantenerte pegado a la pantalla durante el mayor tiempo posible, sin que alcances nunca el punto de saturación.
Porque lo importante, como ha mencionado la periodista Marta Peirano, es que sigas leyendo titulares, pinchando enlaces, añadiendo favoritos, comentando post, retuiteando artículos, buscando el GIF perfecto para contestar a un hater, buscando el restaurante ideal para una primera cita o escribiendo el hashtag que define exactamente la puesta del sol en la playa con tres daikiris de fresa y cucharas verdes en forma de palmera que estás a punto de compartir. No creas que hay una intención por tenerte actualizado, ni conectado con tu abuela desde El Cairo hasta Curazao, ni que descubras a tu alma gemela ni enseñarte a hacer yoga. El objetivo claro y que quedó en evidencia con esta última caída masiva de WhatsApp, Facebook e Instagram, es hacerte parte de esa industria de la atención digital, sin que desees transformar ese mundo de la vida porque ya está diseñado. ¡Qué catástrofe! Sin embargo, a ese homo digitalis lo salva quien se posa a su lado sin la prisa y el espectáculo, haciéndole sentir (aunque no sea cierto o tan solo por un microsegundo), que nadie está del todo solo en este mundo.
Notas:
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