Opinión

La academia como espacio concreto y expresivo de la universalidad del conocimiento, está llamada a reevaluar la visión pedagógica. Nos encontramos frente al dilema moral de qué es más valioso, si la vida o el dinero.

De manera firme atendiendo a nuestros preceptos morales, la respuesta no estaría enmarcada en la vacilación o en la discordia. La vida, gritarían con voz enardecida reafirmado lo insensata que resulta la duda sobre la razón. Pero, del otro lado del “matadero” Esteban Echeverría echaría la culpa “de aquella calamidad a los unitarios” (Chavarría, 2003).

La educación está en estos momentos, en el pico más alto de la abstracción, y no solo como concepto, sino como práctica. Martha Nussbaum alude que nos encontramos fortaleciendo “generaciones enteras de máquinas utilitarias” pero alejándonos de la “importancia de los logros y sufrimientos ajenos” (Nussbaum, M, 2010, p. 20).

Nos hemos centrado en una esfera academicista, donde la competencia es la virtud a que están llamados nuestros educandos. Diariamente se compite en Cálculo, en Aritmética, en Geometría, en Geografía, en Ortografía, en Química, en Física, y se evalúa desde los componentes curriculares propuestos. ¿Serán están las competencias más apremiantes que grita la sociedad? ¿Acaso Hiroshima y Nagasaki no sucumbieron antes las mentes brillantes académicamente e indiferentes a lo humano? o peor aún, ¿las cifras de homicidios no encabezan la lista de necesidades urgentes de nuestro país?

Los diversos sistemas sociales y diseños curriculares están apuntando a la formación de humanoides carentes de las más sensibles fibras de compasión, donde la justicia está a la mesa de quienes comprendieron que lo humano no está más allá de la teoría.

Un supuesto que se le atribuye a esta dinámica inestable de la educación es la escasa o nula atención curricular a las artes y humanidades, ya que son vistas de manera poco funcional dentro del campo de producción y rentabilidad, no obstante, son el sustento de las buenas normas de convivencia.

Resulta trivial las políticas educativas de: “educar en la resolución de problemas”, si esos problemas no superan la sustancia de la materia y se ubican en el plano de las humanidades.

Por ejemplo, es poco significativo si el problema a resolver trasciende solo de contexto, pero no de fondo, es decir, quien comprende y aplica el concepto de “justo e injusto” (tomado de Platón-La República), debería estar en la capacidad de asumir una postura práctica como tal, pero muy pocas veces es así.

La resolución de problemas académicos solo resuelve problemas académicos en su gran mayoría, así estos estén extrapolados a la realidad.

Posiblemente, si impregnamos estos conceptos con la bondad y la practicidad que poseen las artes y las humanidades, y demos a estas el valor existencial de que están permeadas, alcancemos un valor agregado a los principios educativos, brindando una posible solución al declive social que va más allá del tecnicismo académico.

Las artes y las humanidades deben volver a las aulas. Existen en la “teoría del papel” que, reafirma procesos y minimizan prácticas, pero no en el acto en sí. Estamos llamados a formar sujetos como Leonardo y Gertrudis en palabras de Pestalozzi, donde educar sea un fin y no un simple medio hegemónico de cumplir con el deber constitucional, donde sistema y actores conversen con la realidad, con la necesidad inmediata.

Esto desemboca y de manera tajante, en procesos de evaluación que hasta el momento adelanta Colombia para ratificar un prestigio ante la OCDE, donde evaluadores y evaluados asumen con prestigio resultados subjetivos que emancipan a unos pocos y oprimen a la gran mayoría.

Las artes y las humanidades deben traspasar el umbral de la retórica comercial y no deben ceñirse a la exclusión en algunos casos, o a la significación peyorativa sobre el ejercicio, sino que, por el contrario, sustentar propuestas pedagógicas que reivindiquen algunos resultados académicos infructuosos en cuanto a las dificultades apremiantes de la sociedad.

Esto conlleva, revisar la espiral en orden ascendente, es decir, desde la praxis hasta el fin que sustenta el tecnicismo:  el sistema de evaluación colombiano (ICFES), donde artes y humanidades quedan relegadas a la mera historia simbólica, y asienta su escasa presencia en la formación humana.  

Una posible ejemplificación del descontento lo expresa Augusto Monterroso, en su microcuento la Oveja Negra: 

“En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra. Fue fusilada.

Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.

Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura”.

El rebaño del sistema educativo colombiano se especializa en formar ovejas negras, sirviendo de instrumento de perfección de generaciones venideras que nos precisamente las descendientes de ovejas comunes y corrientes, si no que, provienen de rebaños más selectos que tampoco son formados en las artes y las humanidades.

Se enseña, se aprende, se evalúa, con el ánimo de vivir en una sociedad armónica pero la armonía, la paz, la justicia, la bondad, la compasión no está al servicio práctico de la humanidad porque no es claro, hablando metafóricamente, si nuestra humanidad aun persiste o tan solo tenemos unas características físicas de la especie.
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Biografía

Nussbaum, M. (2010). Sin fines de lucro: por qué la democracia necesita de las humanidades. Primera edición 2010, Katz editores.

Pestalozzi, J. (2009). Leonardo y Gertrudis. Promociones y publicaciones universitarias.

Patricio Azcárate, Obras completas de Platón, tomo 7, Medina y Navarro, Madrid 1872, págs. 1-60. 1.-LAhttps://biblioteca.org.ar/libros/70300.pdf

Webgrafía

https://ciudadseva.com/texto/la-oveja-negra/

https://biblioteca.org.ar/libros/70300.pdf

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