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La necesaria transformación del contrato social colombiano

14/07/2025
Por: Harold CardonaTrujillo. Profesor de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la UdeA.

«La transformación del contrato social colombiano requiere ir más allá de reformas parciales o ajustes institucionales. Necesitamos imaginar nuevos términos de relación entre Estado, sociedad y territorio que pongan la sostenibilidad de la vida en el centro, no como externalidad del crecimiento económico. Un nuevo contrato social debe partir del reconocimiento de que la diversidad cultural y biológica del país constituye nuestro principal activo estratégico, no en términos extractivos sino como fundamento de formas alternativas de bienestar. Esto implica democratizar realmente las decisiones sobre el territorio». 

El espejismo del desarrollo que Colombia ha perseguido durante décadas se resquebraja ante una realidad ineludible: el modelo que sustentó nuestras esperanzas de progreso ha llegado a su límite estructural. Mientras el país celebra indicadores macroeconómicos favorables y la estabilidad institucional ganada tras décadas de conflicto, emerge una pregunta incómoda que la academia no puede seguir postergando: ¿para quién funciona realmente el contrato social colombiano?

Los consensos neoliberales que definieron la política pública desde los años noventa prometieron que la apertura económica, la integración a mercados globales y la atracción de inversión extranjera generarían bienestar generalizado. Sin embargo, tres décadas después, Colombia exhibe una de las desigualdades más profundas del continente, mientras nuestros territorios más biodiversos enfrentan formas de violencia que trascienden el conflicto armado tradicional. La evidencia es contundente: necesitamos repensar radicalmente los términos de nuestro pacto social.

El diagnóstico de la profesora Raquel Bernal sobre la obsolescencia de nuestro contrato social resulta profético. Efectivamente, las instituciones colombianas siguen operando bajo supuestos de una sociedad que ya no existe: un modelo familiar tradicional, mercados laborales estables y una relación extractiva con la naturaleza que parecía inagotable. Pero esta crisis trasciende la desactualización institucional; revela la consolidación de lo que podríamos denominar un «neoliberalismo armado» que ha convertido la violencia en herramienta de gobernanza económica.

Este modelo híbrido opera mediante una lógica perversa: mientras el Estado se retira de sus responsabilidades sociales y entrega recursos estratégicos al capital transnacional, despliega aparatos de seguridad para garantizar la «paz» necesaria para los negocios. Los megaproyectos de infraestructura que atraviesan nuestros territorios ilustran esta dinámica. Cuando las comunidades resisten proyectos que amenazan sus formas de vida, encuentran respuestas que van desde la estigmatización hasta la violencia directa, pasando por sofisticadas estrategias de fragmentación comunitaria.

Particularmente preocupante resulta la emergencia del extractivismo «verde» (1), una modalidad que instrumentaliza los discursos ambientales para legitimar nuevas formas de despojo. Bajo la promesa de combatir el cambio climático, se justifican megaproyectos hidroeléctricos, eólicos o de extracción de minerales críticos que reproducen las lógicas coloniales de siempre: concentración de beneficios en centros urbanos y corporaciones transnacionales, mientras los costos ambientales y sociales los asumen las comunidades rurales.

Este proceso genera lo que la literatura especializada denomina «zonas de sacrificio» (2): territorios donde se acepta la degradación ambiental y social como precio del progreso nacional. En Colombia, estas zonas coinciden sospechosamente con los territorios que han soportado históricamente la violencia del conflicto armado, evidenciando la continuidad entre guerra y desarrollo capitalista. La paradoja es que precisamente estas regiones albergan la biodiversidad que el país promociona como su ventaja comparativa en la economía global.

La contradicción entre desarrollo económico y sostenibilidad ambiental que se manifiesta en estos territorios revela una crisis más profunda del pensamiento desarrollista colombiano. Seguimos atrapados en una concepción lineal del progreso que supone que el crecimiento del PIB eventualmente generará bienestar para todos, ignorando que los límites planetarios hacen insostenible este modelo. Mientras tanto, las mujeres que han ingresado masivamente al mercado laboral enfrentan una doble carga que ninguna política pública aborda integralmente, y el envejecimiento poblacional tensiona sistemas de seguridad social diseñados para otra demografía.

Frente a este panorama, la transformación del contrato social colombiano requiere ir más allá de reformas parciales o ajustes institucionales. Necesitamos imaginar nuevos términos de relación entre Estado, sociedad y territorio que pongan la sostenibilidad de la vida en el centro, no como externalidad del crecimiento económico. Un nuevo contrato social debe partir del reconocimiento de que la diversidad cultural y biológica del país constituye nuestro principal activo estratégico, no en términos extractivos sino como fundamento de formas alternativas de bienestar. Esto implica democratizar realmente las decisiones sobre el territorio, garantizando que las comunidades que habitan los ecosistemas estratégicos tengan poder de veto sobre proyectos que los afecten.

Igualmente, debe integrar una perspectiva de género que reconozca las transformaciones del mundo del trabajo y redistribuya las labores de cuidado, tanto en el ámbito doméstico como en la relación con los ecosistemas. El nuevo contrato debe asumir que el bienestar colectivo depende de formas de cuidado que trascienden la lógica del mercado.

Las universidades tenemos una responsabilidad particular en esta transformación. Debemos abandonar la pretensión de neutralidad que nos ha convertido en legitimadoras del status quo y asumir nuestro papel como productoras de conocimiento situado, en diálogo permanente con los territorios. La academia colombiana debe contribuir a imaginar futuros posibles que no reproduzcan las violencias del presente.

El momento político actual, con un gobierno que al menos discursivamente se distancia del neoliberalismo tradicional, abre ventanas de oportunidad que no podemos desaprovechar. Pero la transformación del contrato social trasciende los gobiernos; requiere la construcción de un nuevo sentido común nacional que ponga la sostenibilidad de la vida por encima de la acumulación de capital. Esta es quizás la discusión más urgente que debemos dar como país.
 

Referencias:

1.  El extractivismo «verde» constituye una nueva modalidad de apropiación de la naturaleza que utiliza crisis socioecológicas y discursos de sostenibilidad para legitimar la extracción masiva de recursos destinados a la «transición energética». Dunlap, A., Verweijen, J. & Tornel, C., (2024) «The political ecologies of "green" extractivism(s): An introduction», Journal of Political Ecology 31(1), 436–463. doi: https://doi.org/10.2458/jpe.6131

2.  Las «zonas de sacrificio» constituyen territorios sistemáticamente destinados al daño ambiental mediante decisiones racionales que priorizan objetivos económicos sobre consideraciones sociales o ambientales. Klein, N. 2014. This changes everything: Capitalism vs. the climate. https://thischangeseverything.org/book/


Notas:

1. Este es el espacio de opinión del Portal Universitario, destinado a columnistas que voluntariamente expresan sus posturas sobre temáticas elegidas por ellos mismos. Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de la Universidad de Antioquia. Los autores son responsables social y legalmente por sus opiniones.

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