Comercio: el oxígeno de la civilización
Comercio: el oxígeno de la civilización
«La guerra comercial no deja cadáveres visibles, pero sí paraliza sistemas enteros, arruina sectores productivos y ahoga economías emergentes. En el siglo XXI, el arancel se ha convertido en la bala de guerra de los poderosos. El comerciante ha evolucionado en banquero, el trato se ha transformado en automatismo y el deseo, en deuda. La deuda ha reemplazado la conquista ya que endeudar —dominar— es más efectivo que invadir. La bolsa es un altar moderno, donde se sacrifican derechos sociales en busca de una aparente estabilidad».
Los primeros intercambios fueron primitivos, rudimentarios, orgánicos: alguien tenía dátiles, otro traía pieles, y con un gesto se cerraba el trato. Era más simple entonces, antes de que aparecieran las aduanas, los inspectores, los formularios en triplicado y los tratados de libre comercio que no liberan a nadie. Antes de que el comercio se volviera una jungla disfrazada de Excel.
Pero ahí estaba ya, agazapado entre las lianas de la historia, el verdadero motor del progreso: el deseo de obtener lo que el otro tenía sin tener que matarlo por ello. Civilización, lo llaman algunos. Los fenicios le pusieron nombre y ruta al intercambio, y los griegos, lo convirtieron en un arte. Luego vinieron los romanos con su obsesión por los caminos y las monedas, y Biblos, esa pequeña joya al borde del Mediterráneo, se convirtió en un nodo esencial: papiros, símbolos, contratos, y esa maravilla antropológica que es fiarse de alguien a quien no se conoce, siempre y cuando tenga un sello, un dios y una tasa razonable… sin malinchismos.
Los holandeses, claro, tomaron todo eso y le agregaron tulipanes y valores bursátiles. En Ámsterdam nació el truco maestro: vender sin tener, comprar lo intangible, especular con el viento. Se puede rastrear la globalización al momento exacto en que alguien apostó por el precio futuro de una tonelada de pimienta que aún no había sido cultivada. Ahí empezó la verdadera poesía del capital: abstracta, ubicua, cruel. Un arte mayor que la alquimia, porque en lugar de oro fabricaban poder.
Los españoles y los británicos hicieron lo suyo: los primeros con galeones cargados de plata y oro robados y los segundos con barcos llenos de textiles, opio y diplomacia de cañonera. Pero el punto no era el saqueo, era la instalación de un orden nuevo, uno donde lo que importaba no era el territorio sino lo que se podía extraer de él. De ahí al libre comercio bastaron unas cuantas masacres y unas firmas decorativas al pie de tratados que nadie respetaría.
Y en el fondo de todo, el comercio persistía como una forma de cortesía entre culturas. Un gesto de reconocimiento: tú existes, yo también, y hay algo de ustedes que deseo. Se intercambiaban no solo objetos, también sabores, enfermedades, dioses, acentos, gestos, supersticiones. Una lengua se mezclaba con otra, y en medio del regateo nacía el mestizaje. Era mejor eso que las cruzadas. La humanidad, cuando comercia, no se mata, solo intenta sacar ventaja.
Ahora, por supuesto, se bloquea ese impulso con aranceles. Porque la política contemporánea, tan amante de la hipocresía, ha descubierto que cerrar fronteras da más votos que abrir mercados. En lugar de entender el comercio como la respiración natural de los pueblos, se le trata como una concesión. Arancelar es asfixiar. Es como ponerle un torniquete al cuello a la civilización y luego preguntarse por qué se desmaya.
Pero el verdadero salto, el gran truco de prestidigitador, vino cuando dejamos de intercambiar cosas reales o futuras y empezamos a comerciar con ficciones, mentiras y estrés a la carta. La bolsa de valores es, en esencia, un teatro de sombras donde las inestables marionetas son promesas de beneficio y las sogas, contratos escritos en el lenguaje secreto de los dioses del capital. Los especuladores, esos nuevos chamanes de traje gris, incluido el emperador de turno, pueden hacer subir o caer naciones enteras con solo un rumor… un gesto de matoneo. El poder ya no está en los ejércitos sino en el índice Nasdaq.
Y nadie parece escandalizarse. Nos hemos acostumbrado a vivir en un mundo donde un algoritmo bursátil puede hundir el precio del trigo y dejar sin pan a millones. Donde un fondo de inversión puede comprar agua y venderla como si no fuera una condición para la vida. La racionalidad ha sido reemplazada por la rentabilidad. El bien común, por el rendimiento trimestral.
Claro que hay quien se indigna, pero suele hacerlo desde un iPhone fabricado en Asia por manos invisibles. Y mientras tanto, los nuevos cruzados del proteccionismo prometen empleos de industrias que jamás volverán y culpan a los extranjeros de los pecados del sistema. El comercio, ese pacto tácito entre pueblos, ha sido convertido en rehén de las pasiones políticas. Nadie menciona que es la única forma conocida de acceder o de enriquecerse sin sangre. Que es un acuerdo silencioso de que somos distintos, pero tenemos algo que ofrecer. Que es la renuncia temporal a la barbarie. Pero eso, claro, no da «likes».
Los pueblos que comerciaban prosperaban gracias al trato justo. Las rutas comerciales eran redes culturales que conectaban a los pueblos a través de la confianza, un proceso que casi podría considerarse una tregua sagrada entre naciones. Bloquear el libre flujo de bienes y servicios no es solo una cuestión económica, sino una agresión simbólica.
La guerra comercial no deja cadáveres visibles, pero sí paraliza sistemas enteros, arruina sectores productivos y ahoga economías emergentes. En el siglo XXI, el arancel se ha convertido en la bala de guerra de los poderosos. El comerciante ha evolucionado en banquero, el trato se ha transformado en automatismo y el deseo, en deuda. La deuda ha reemplazado la conquista ya que endeudar —dominar— es más efectivo que invadir. La bolsa es un altar moderno, donde se sacrifican derechos sociales en busca de una aparente estabilidad. Las caídas en los mercados afectan economías y tumban gobiernos, pues los mercados tienen humor, y las democracias deben calmar su mal genio.
Es el reinado del símbolo: la desigualdad no se construye con muros, sino con clics, y la pobreza se perpetúa por omisión. Este nuevo feudalismo no necesita castillos, pero sí dividendos. Asfixiar el libre comercio con sanciones, encerrarlo con aranceles o manipularlo para beneficio propio y de unos cuantos amigos no solo ataca la economía; sino la base misma de la civilización. Golpear con trabas la reciprocidad primitiva y luminosa del comercio… del progreso, es impresentable.
Ahora vivimos en el casino. El planeta es una bolsa de apuestas, y cada noticia una ficha que se mueve en un tablero gobernado por la avaricia. Se negocian futuros climáticos, se capitalizan catástrofes, se venden seguros contra guerras que uno mismo provoca, se apuesta todo. La lógica es circular: lo importante no es evitar el desastre, sino lucrarse con él. Y como buen casino, siempre gana la casa. Siempre gana BlackRock, Goldman Sachs, Vanguard, Boeing. Mientras tú pierdes el empleo, ellos compran tus deudas. Mientras tú haces fila en la embajada, ellos invierten en drones asesinos.
Así que no, el comercio no es el problema. Lo es la versión corrompida, parasitaria y cínica que hemos dejado crecer como moho sobre sus bases. Un sistema que ha olvidado que el intercambio fue el primer acto de civilización. Que comerciar era una forma de decir «vivamos y dejemos vivir». Pero ahora el que no especula, no mama. Y el que no compra futuros de hambre, será pasto del presente.
Bienvenido al bazar de la modernidad, donde el valor ya no lo da el objeto, sino el miedo que proyecta. Donde las fronteras se abren solo para los capitales, y se cierran a todo lo demás. Donde la única libertad permitida es la del dinero.
Y en este circo global, aún hay quien se atreve a hablar de soberanía como si no la hubiera empeñado ya en el altar de la rentabilidad. Como si la bandera que flamea sobre el edificio del banco central no fuera, en realidad, la del último acreedor.
- * Investigador en ciencias de la salud y observador de asuntos globales.
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