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Gallinazos, indolentes, sangre y lágrimas

07/10/2016
Por: John Fredy Bedoya Marulanda, docente investigador Instituto de Estudios Políticos UdeA

"... A través del cristal vi como crecía y crecía el tumulto de indolentes que jamás pensaron en salir a tomar partido, en levantar su voz (por medio del voto) frente a este flagelo, tal vez, porque como pasa en un periodo electoral recurrente de allí no podrían sacar provecho de algún programa del gobierno porque los 50 o 100 mil pesitos no llegaron a sus bolsillos..."

Tuve el infortunio de crecer durante la época más violenta de un barrio llamado Santander de la ciudad de Medellín. Allí mi familia, como muchas otras, sufría el flagelo de ver a sus hijos corriendo para esquivar el sonido de los relámpagos de los revólveres y las tempestades de balas. Como testigo, muchas veces vi mis hermanas llegar a casa de su colegio en medio de esas tormentas y a mi madre recibirlas en medio de un centenar de padre nuestros y desvistiéndolas casi desde la entrada para asegurarse de que no estaban heridas.

A los 6 o 7 años también fui testigo de muchas muertes; desde la ventana, entretenido con las figuritas que coleccionaba de los paquetes de Yupis, más de una vez observé como detonaron revólveres sobre la juventud de algunos conocidos, pero más allá de la impresión de ver la vida dejar un cuerpo, estos espantosos hechos me enseñaron a tipificar a quienes fuimos testigos.

Después de las detonaciones y cuando la luz del fuego dejaba de iluminar el cuarto, un desesperante silencio y una penosa calle solitaria se extendía alrededor del cuerpo agonizante. Acto seguido y aún sin enfriarse la sangre, llegaban como gallinazos conocedores de la hora exacta de la muerte, algunos chiquillos casi de mí misma edad y, como si no fuese mayor la humillación que la de yacer muerto a tiros en cualquier lado, arrancaban del cuerpo las pocas pertenencias del individuo: su billetera, la gorra y los tenis ensangrentados.

La partida de estas aves negras era la señal para que, como lo dictan nuestras “hermosas” costumbres, se formara el tumulto donde hacían eco los murmullos que individualizaban su muerte, abstrayendo su humanidad del flagelo común de la violencia. Algunos lo conocían, otros solo proferían aquella frase mancomunada del “algo habrá hecho” e incluso una de tantas veces de este infatigable ritual, vi a un hombre de larga edad y brusquedad en su rostro sonreír sobre un chiquillo muerto antes de sus 15 años.

Los últimos en llegar eran los dolientes, abriéndose paso desesperadamente entre los morbosos espectadores, terminaban tendidos en llanto al descubrir ciertas sus sospechas. La escena podría durar al menos una hora mientras llegaban los asustadizos policías y con ello, como nueva señal, los espectadores se esparcía para no verse involucrados pisoteando con indolencia la sangre y las lágrimas (que lavarían con mayor indolencia en la tranquilidad de sus casas), trinando la despectiva frase de “no vi nada”; dejando atrás los familiares y un puñado de osados que no temían las tardías preguntas de la policía.
***

Aun cuando el origen de los crueles hechos que acabo de compartir (y los cuales tardé mucho tiempo en afrontar para superar algunos de mis miedos) yace exclusivamente en la encarnación del narcotráfico sobre la ciudad en los 80 e inicios de los 90 a título propio de Pablo Escobar; después de cuatro horas de seguir atónito en la televisión el conteo de los votos del plebiscito, no podía evitar que estas imágenes llegaran a mi cabeza.

Son conflictos diferentes dirán algunos (aunque dudo mucho poder separar las distintas guerras y violencias que han azotado este país desde todos los bandos), pero la recurrencia de los hechos me hicieron asemejar el cristal del televisor con la falsa seguridad de la ventana de mi cuarto, no solo por ver las lágrimas de decepción de los dolientes de este proceso, sino por las lágrimas que se derramaron sobre los miles de cuerpos que hasta ahora se contabilizan en la periferia ante la mirada indolente que les da el centro del país con un NO rotundo sobre las víctimas, que para ellos seguramente habrán “hecho algo”.

También a través de ese cristal de la televisión, con la que crecí, fui testigo de cómo los “gallinazos” de este país aprovecharon esa misma sangre para tomar lo suyo y, aunque me tilden de mamerto, hay que decir que la guerra vista desde la comodidad de este centro indolente no fue nada diferente a las fantásticas películas de Steven Seagal  o Jean-Claude Van Damme que presentaron repetidamente los domingos y a las cuales le sacaron el mismo provecho comercial que a la guerra de este país; esos mismos medios que se jactaron a modo de campaña de mostrar el dolor ajeno (como hacen con nuestros hermanos venezolanos) y que algunos con orgullo el domingo pasado mostraron que aún la guerra no acaba.

Finalmente, para terminar con este desahogo o catarsis, algo que me dejó más impresionado fue ver la muchedumbre que tan solo en murmullos dejaron al azar esta decisión. A través del cristal vi como crecía y crecía el tumulto de indolentes que jamás pensaron en salir a tomar partido, en levantar su voz (por medio del voto) frente a este flagelo, tal vez, porque como pasa en un periodo electoral recurrente de allí no podrían sacar provecho de algún programa del gobierno o porque los 50 o 100 mil pesitos no llegaron a sus bolsillos y, espero equivocarme, porque indolentemente se retiraron a sus casas a lavar de sus zapatos la sangre y las lágrimas sobre las que han caminado.


Nota

Este es el espacio de opinión del Portal Universitario, destinado a columnistas que voluntariamente expresan sus posturas sobre temáticas elegidas por ellos mismos.  Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de la Universidad de Antioquia.

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