Z7_89C21A40L06460A6P4572G3304
Clic aquí para ir a la página gov.co
Emisora UdeA
Z7_89C21A40L06460A6P4572G3305

Opinión

Z7_89C21A40L06460A6P4572G3307
UdeA Noticias
Z7_89C21A40L06460A6P4572G3386
Opinión

Votamos por los peores, porque no hay mejores…

14/07/2025
Por: Luis Miguel Ramírez Aristeguieta. Profesor de la Facultad de Odontología de la UdeA*

«Hay quienes votan por odio. No por amor a un proyecto o esperanza en un programa, sino por rabia contra "el otro". Se vota con tal de que no gane la oposición. Como castigo. Como revancha. Como burla. Lo dicen sin tapujos: voto por este para que arda el otro. Ese voto visceral no piensa en el país ni en el mañana, solo en el enemigo y la venganza. Pero un voto por odio tiene consecuencias. Se transforma en leyes, impuestos y pérdida de derechos. Termina siendo un disparo al futuro».

Nos piden votar con esperanza, como si fuera un deber capaz de cambiar el rumbo del país. Pero ¿de qué sirve tener la palabra si solo podemos pronunciar los nombres que otros eligieron por nosotros?

La verdad incómoda es esta: votamos por los peores, no porque nos guste sufrir, sino porque no hay mejores. El sistema no está diseñado para producir líderes capaces, sino para administrar al ciudadano. Y muchas veces, para engañarlo.

Hemos convertido el voto en un acto automático, un hábito sin alma. Como fichar en una fábrica o ir a misa. Nos dan una lista de opciones y llaman a eso democracia. Que elegir entre corruptos encorbatados, gritones con diplomas y redentores de TikTok, es ejercer el poder cuando es solo una jaula pintada de libertad.
Cada ciclo electoral es un déjà vu: los mismos de siempre con nuevas caretas, presentándose como «cambio» tras cinco cargos, tres partidos y varios escándalos. Personajes financiados por sombras o mesías que prometen salvarnos... disfrazados de héroes o de matones.

¿Por qué los seguimos eligiendo? Tal vez porque no soportamos el vacío. Porque la idea de un país sin rumbo nos aterra, y preferimos cualquier piloto, aunque grite ebrio desde la cabina. Votamos por culpa, por miedo a no cumplir el deber. Porque aún creemos que esta vez será distinto.

Pero hay algo más profundo, más humano: la necesidad de creer en un líder. No en uno capaz, sabio o decente. Solo en uno que parezca fuerte. Que nos represente simbólicamente. Que prometa orden, identidad, pertenencia. Por eso elegimos al que vocifera, insulta y se vende como redentor. Seguimos buscando un tótem, aunque sea de barro. Cuando nos traiciona, lo justificamos, lo defendemos, lo santificamos. La política se volvió religión: se castiga la duda, se persigue al hereje y se glorifica al líder aunque mienta, robe o destruya.

En ese trance colectivo, se nos olvida algo elemental: que el voto no tiene magia. Que no purifica al candidato, ni redime al corrupto, ni convierte en demócrata al autoritario. Un voto no vuelve competente al ignorante. Ni vuelve justa a una estructura podrida. Sin embargo, seguimos votando. A veces por no quedar fuera del «momento histórico». Por resignación.

El oxígeno del animal político es la plata pública. No hay cambios de gobierno, solo turnos para saquear. Ya ni disimulan ni se esconden. Roban como si el Estado fuera herencia. Posan para la foto mientras desangran al país... y si los descubren, no se excusan: se lanzan a la reelección, sin vergüenza, sin culpa, como mercenarios que creen que la deshonra dejó de existir.

Claro que hay quienes se abstienen. En muchos países es falta. En otros, votar en blanco es un gesto poético que nadie oye. Y en muchas regiones, especialmente donde manda la violencia o el clientelismo, se vota como se reza: por miedo, por conveniencia o porque no queda otra.

¿Qué nos queda, entonces? La indignación. Pero incluso la indignación está secuestrada. Nos pelean por colores, por banderas, por ideologías muertas. Nos enfrentan pobres y víctimas entre sí. El poder verdadero —ese que no se presenta a elecciones— sigue intacto, mirando desde arriba nuestra división. Una sociedad dividida es una sociedad fácil de controlar. Nos hacen creer que el enemigo es el vecino, no el sistema que devora a ambos. Nos distraen mientras los de siempre deciden por nosotros. Y así seguimos votando, por impulso.

Pero lo más doloroso es que, aun cuando nos damos cuenta, seguimos participando. Nos enseñaron que votar es un deber cívico y que abstenerse es rendirse. Y en parte es cierto. Pero también es cierto que una sociedad unida y movilizada más allá de las urnas tiene un poder que desconoce. Un pueblo que deja de aceptar lo inaceptable puede cambiar las reglas del juego. El problema es que eso requiere lo que más escasea: cohesión y candidatos verdaderos.

No hay cohesión sin confianza. No hay confianza en un país donde la educación pública se desmorona, donde la historia se enseña sin contexto, las instituciones están podridas y los medios fabrican trincheras. Nos despojaron del lenguaje y el pensamiento crítico. Y en esa orfandad mental, lo más fácil es votar como lanzar una moneda al pozo.

No creo en abstenerse por sistema, ni en idealizar el voto en blanco como si fuera una salida moral. Tampoco creo que la política esté condenada. Pero sí creo que el primer paso es dejar de actuar como si esto fuera normal. Como si cada elección fuera un renacer. Como si cada candidato vociferante fuera un salvador. Hay que dejar de fingir y romantizar el voto cuando las opciones son pobres, recicladas o impuestas.

Tal vez no haya una solución. Pero no por eso debemos callar. Sacudir es a veces más útil que convencer. Es el primer paso para dejar de mentirnos. Votamos mal no por gusto, sino porque el sistema se asegura de que los mejores ni siquiera se asomen.

También hay quienes votan por odio. No por amor a un proyecto o esperanza en un programa, sino por rabia contra «el otro». Se vota con tal de que no gane la oposición. Como castigo. Como revancha. Como burla. Lo dicen sin tapujos: voto por este para que arda el otro. Ese voto visceral no piensa en el país ni en el mañana, solo en el enemigo y la venganza.

Pero un voto por odio tiene consecuencias. Se transforma en leyes, impuestos y pérdida de derechos. Termina siendo un disparo al futuro. Porque ese candidato que se elige «para molestar» llega al poder con privilegios para firmar tratados, legalizar abusos o declarar guerras impunes. Y quienes terminan pagando no son los odiados, sino toda la población: con recortes, inflación, represión o sangre.

Hay también un tipo de reacción cada vez más radical: no votar. Pero no por apatía, sino por decisión consciente. Como acto político de ruptura. Como decir «no legitimo este juego». Pero lograr eso de manera masiva es casi imposible porque exige unidad. Y ahí está la trampa más vieja del poder: la división. La célebre frase «divide y vencerás», sigue vigente. Nos fragmentan por idioma, historia, tribu digital. Si no coincidimos en qué está roto, no sabremos cómo arreglarlo.

¿Existen países con cohesión social suficiente como para desmarcarse del caos? Tal vez. Rusia y China, con matices autoritarios, sostienen un proyecto nacional que impone disciplina colectiva. No hay elecciones plurales al estilo occidental, pero sí una unidad social —forzada— que genera continuidad política. ¿Es mejor un pueblo sometido pero cohesionado, o uno libre pero dividido al punto de la inacción?

En las democracias formales, esa cohesión es casi un espejismo. Los partidos no construyen comunidad: compran fidelidad. El periodismo ya no informa: milita. La educación no enseña a pensar en colectivo, sino a competir sin pensar. ¿Cómo elegir bien si ni siquiera sabemos quiénes somos como sociedad?

Decir que todos deben votar sin importar qué, es peligroso. Porque votan sin entender y el resultado es lo que vemos: ruinas. Si alguna salida existe, no vendrá de un candidato. Vendrá de una sociedad que, al menos, se atreva a hablar claro. Que no maquille la rabia con eufemismos. Que no glorifique a delincuentes con cultismos. Que no aplauda guerras como ficción. Que no consagre a burócratas como padres fundadores. Y que, sobre todo, no confunda el voto con la democracia misma.

Plus 1: ¿Llegará el día en que aparezca alguien sin partido ni ambición, hablándole al pueblo para decirle que el verdadero acto de rebeldía es negarse a legitimar la farsa?

Plus 2: Y como Diógenes, seguimos con su lámpara buscando a un solo hombre honesto.

• * Investigador en ciencias de la salud y observador de asuntos globales

• Para compartir esta columna, le sugerimos usar este enlace corto: https://acortar.link/rdiLJd

 


Notas:

1. Este es el espacio de opinión del Portal Universitario, destinado a columnistas que voluntariamente expresan sus posturas sobre temáticas elegidas por ellos mismos. Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de la Universidad de Antioquia. Los autores son responsables social y legalmente por sus opiniones.

2. Si desea participar en este espacio, envíe sus opiniones y/o reflexiones sobre cualquier tema de actualidad al correo columnasdeopinion@udea.edu.co. Revise previamente los Lineamientos para la postulación de columnas de opinión.

Z7_89C21A40L06460A6P4572G3385
Z7_89C21A40L06460A6P4572G3387
Z7_89C21A40L06460A6P4572G33O4
Z7_89C21A40L06460A6P4572G33O6
Lo más popular
Z7_89C21A40L06460A6P4572G3340