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El animal político: el más rentable de los negocios

08/11/2024
Por: Luis Miguel Ramírez Aristeguieta. Profesor de la Facultad de Odontología de la UdeA.

«En sí misma, la política funciona como una empresa privada que trafica con recursos públicos. Cada promesa, cada alianza, se convierte en una transacción calculada para maximizar beneficios personales, en un modelo de negocio donde invertir en campañas o ideologías garantiza retornos astronómicos: poder, dinero, fama. Es aquí donde los costosos asesores de imagen, encarnaciones contemporáneas de Maquiavelo, son contratados por grandes capitales —la banca, los medios corporativos, los empresarios, y hasta el narcotráfico—, que ven en ese político un nicho de inversión por un tácito quid pro quo».

Hace unos años, observé a una líder estudiantil en una protesta que captó mi atención: tenía la habilidad de expresar las ideas de manera elocuente y carismática, logrando un magnetismo inusual. También había otro joven activista que, con el tiempo, desapareció de las cámaras, mientras ella, paso a paso, se abría camino hasta llegar al Congreso, al autoproclamarse líder estudiantil. Al lograr este primer peldaño —quizás fríamente calculado—, se despojó de su máscara para revelar sus verdaderas intenciones, aprovechándose del malestar popular con un timing preciso. Este breve recuento no es más que otro episodio del fenómeno que llamamos transfuguismo: ser lo que no se es, mientras se llega.

Vale la pena preguntarse sobre las motivaciones y aspiraciones de estos ciudadanos comunes, quienes, al insertarse en el estamento político, abandonan sus raíces, olvidan su oficio original, y comienzan a vaciarse de ideales. Me cuestiono sobre su capacidad para irse exanguinando moralmente, dejando atrás el bien común y las actitudes empáticas con las que empezaron por una deshumanización progresiva. Se vuelven figuras que reemplazan la sangre por cinismo, frialdad, y corrupción, una especie de vampirismo ético donde la sed es de poder. Con el tiempo, se convierten en animales políticos, astutos en el engaño, creídos de una superioridad autoconstruida que los eleva a una casta intocable. Olvidan sus raíces humildes y, en cambio, se otorgan privilegios, subvencionados, por supuesto, con el dinero del fisco —nuestro patrimonio—.

Qué los hace creer en la ilusión de la representación: se supone que estos individuos sirven al pueblo, pero solo mientras los necesitan, después se burlan de ellos. En el proceso, la habilidad para narrar historias les permite construir una fachada de empatía, solo que esta vez el engaño es deliberado. Con sangre fría, logran moldearse hasta ser irreconocibles respecto a sus orígenes. En ese camino, aprenden que el ascenso solo se logra con alianzas estratégicas, uniéndose con otros de similar perfil: verborrágicos sofistas de discurso y pragmatismo frío, que manipulan la narrativa para ganar aliados y evadir a los críticos. La política se convierte entonces en el negocio más rentable, donde cada discurso es una «inversión» y el beneficio final es, siempre, propio.

En sí misma, la política funciona como una empresa privada que trafica con recursos públicos. Cada promesa, cada alianza, se convierte en una transacción calculada para maximizar beneficios personales, en un modelo de negocio donde invertir en campañas o ideologías garantiza retornos astronómicos: poder, dinero, fama. Es aquí donde los costosos asesores de imagen, encarnaciones contemporáneas de Maquiavelo, son contratados por grandes capitales —la banca, los medios corporativos, los empresarios, y hasta el narcotráfico—, que ven en ese político un nicho de inversión por un tácito quid pro quo.

El precio de esta frialdad es la erosión de la confianza pública —voto abstencionista del 60 % de los habilitados—. La maquinaria de intereses corrompe el ideal democrático, y, sin embargo, el pueblo acepta esta realidad con una resignación silenciosa, incluso cínica, como si fuera una verdad incuestionable. Contradictoriamente, parece que la sociedad necesita a estos políticos desalmados tanto como los políticos necesitan a sus votantes complacientes. Al final, la política es el negocio más seguro porque vive de la complicidad colectiva, de un pacto en el que todos —de una manera u otra— somos, al menos, compradores de la ilusión.

Miremos cómo funciona esta concomitancia con un pequeño ejemplo que no es el primero ni va a ser el último. Tras el huracán, lo que debía ser una reconstrucción para San Andrés se transformó en un burdo enriquecimiento de cinismo y desvergüenza. Los recursos de ayuda fluyeron sin transparencia; el dinero destinado a la recuperación pasó a manos privadas con total impunidad, burlando la UNGRD, desviando millones de dólares hacia clientelistas afines al gobierno, favoreciendo empresas y familiares de aliados políticos, muchos sin ninguna experiencia ni preparación para asumir un proceso de esta magnitud: proverbiales incompetentes y pusilánimes con total incapacidad para sonrojarse o sentir vergüenza. 

El primer nivel de abuso ocurrió con la selección de los encargados de la reconstrucción, elegidos a dedo, que «coordinaron» las ayudas. Estos se enriquecieron a costa de los fondos de emergencia, contratando empresas fantasmas para «reconstruir». Empresas de papel, que ignoraron los materiales locales y desfiguraron la arquitectura nativa —identidad cultural—. En el siguiente nivel de esta cadena se encuentran los políticos locales que ante esta corrupción y negligencia, optaron por mirar hacia otro lado. Su silencio y «olvido» cómplice permitió el saqueo, manteniendo relaciones con el poder y protegiendo sus intereses. El último eslabón se manifestó entre algunas víctimas, quienes, lejos de reclamar, sacaron provecho usando sus influencias locales para obtener beneficios. Un «sálvese quien pueda» que perpetuó el círculo de corrupción. Este «negociaso» ignoro las necesidades. Frente a un liderazgo auténtico y honesto de seguro los locales no hubiesen sacado lo peor… por imitación: ese lado agazapado, utilitario y calculador de probabilidades. Ninguna ayuda sobrevive al utilitarismo egoísta y cruel, que de arriba hacia abajo, transformó la tragedia en una oportunidad para servirse. En cada nivel, se perpetuó una cadena de intereses privados y corrupción, demostrando que el verdadero desastre fue la indiferencia de todos los que tienen el poder de cambiar las cosas y eligen no hacerlo, porque para robar hasta las ideologías están al servicio del mejor postor: carrotanques en la guajira.

El político es una figura que, en su psicología, se caracteriza por una notable flexibilidad moral y una capacidad excepcional para justificar sus actos y propios intereses como si fueran beneficios colectivos. Presenta un pragmatismo desprovisto de empatía, donde sus valores se acomodan a las circunstancias, moldeándose siempre en favor de sus ambiciones. En el plano patológico, esta adaptabilidad raya en el trastorno narcisista, ya que este individuo se ve a sí mismo como indispensable e infalible, una percepción que le permite actuar sin escrúpulos. Estos síndromes de Hubris tienen un ego desmedido y una visión exagerada de las propias capacidades, pero no son otra cosa que un trastorno psiquiátrico más. Carecen de culpa o remordimiento, en cambio, experimentan satisfacción por su habilidad para manipular y torcer. Esta mentalidad camaleónica se convierte en un rasgo que permite a estas figuras perdurar y prosperar en sistemas corruptos, porque estos comportamientos terminan siendo recompensados.

Sociológicamente, prosperan en sociedades que premian la supervivencia del más astuto, transformándose e integrándose en cualquier ideología o partido que les brinde poder —habilidad calculada que perpetua sus dinámicas—. Crean narrativas convincentes para adoptar la fachada que la ocasión demande. Para cerrar, hay que entender algo fundamental: estos no sirven al pueblo, sino que se sirven de el. El animal político es un reflejo de las patologías políticas colectivas: la complacencia ciudadana y la fascinación por figuras fuertes, a costa de la ética. Eligen la comodidad de ser gobernados sobre la confrontación, en un espejo de contradicciones y debilidades. Cuando toque votar tenemos la responsabilidad ciudadana de aleccionarlos.

Plus: 
1- Fernando Sabater en Política para Amador: «La política no es más que el conjunto de las razones para obedecer y de las razones para sublevarse».
2- Un político nunca les hablará del contrato social ni de ética ni de demografía, superpoblación o sostenibilidad, esos sí serán los primeros en aumentar impuestos y los primeros en eliminar las prerrogativas ganadas en las luchas sociales; y ni hablar de cohonestar con la corrupción.
 


Notas:

1. Este es el espacio de opinión del Portal Universitario, destinado a columnistas que voluntariamente expresan sus posturas sobre temáticas elegidas por ellos mismos. Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de la Universidad de Antioquia. Los autores son responsables social y legalmente por sus opiniones.

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