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Opinión

¿Quiénes son nuestros estudiantes?

06/03/2020
Por: Juan Guillermo Gómez García, profesor Facultad de Comunicaciones UdeA

«...nuestros estudiantes llegan a la universidad con una base política débil, con una educación pública precaria y, sobre todo, con los modelos de la vida estatal y sus dirigentes perversos. No creo que crean ni en las instituciones –en el Estado liberal de derecho–, ni en las personas, ni en los modelos políticos –en los partidos constituidos e ideologías imperantes–, sino más bien en sus redes sociales...»

Como profesores ya no nos preguntamos: ¿y quiénes son nuestros estudiantes?, pregunta que puede guiar una discusión con el movimiento estudiantil del país. Para dar una respuesta a los estudiantes de nuestra Universidad, desearía hacerme otra pregunta: ¿quiénes son, pues, nuestros estudiantes o estudiantas de la Universidad de Antioquia?[1]

Fácilmente podríamos pensar que son jóvenes entre 17 y 23 años que ingresaron a esta institución educativa superior con grandes ilusiones y con el deseo de poder cursar una carrera universitaria que les abriera un futuro promisorio.

Son jóvenes, o así lo imagino –pues carezco de las entrevistas y encuestas adecuadas–, que se asomaron a la primera edad consciente, es decir, a su primera impresión del mundo público, en los años de transición entre el gobierno de Álvaro Uribe Vélez y Juan Manuel Santos.[2]

Esta primera impresión solo pudo llegar bajo el signo de la abierta confrontación, del rechazo de uno contra el otro, en un clima de sectarismo político –por demás estéril– que no ha cejado, ni parece posible que llegue a ningún lado.

Quienes crecieron en familias uribistas, se formaron la idea de lo político al calor de un líder deificado, solo par en su devoción con la figura infaltable del Sagrado Corazón de Jesús; quienes crecieron en familias santistas –que deben ser una minoría mínima en Medellín o Antioquia– tuvieron una experiencia extraña, difícil de asimilar o defender fuera de casa.

Si además pudiéramos tener a mano una herramienta más elaborada, sabríamos algo más de sus años de escuela, de sus imágenes de la autoridad paternal-maternal, del régimen disciplinario de sus maestros de colegio, de sus frustraciones o logros en esos años.

Es difícil que en esos años pudieran tener la oportunidad de debatir y construir un lenguaje propio y una adecuada conciencia política, en sus barrios populares, al amparo de organizaciones sociales, sindicales, barriales o incluso de reductos milicianos –aunque estos fueron eliminados oficialmente por la Operación Orión y Estrella VI, como lo ha documentado Juan Pablo Patiño recientemente–.

Así que casi podríamos adivinar o suponer que nuestros estudiantes tuvieron una adolescencia, previo a su ingreso a la universidad, bajo el influjo de las creencias familiares patriarcales y religiosas más tradicionales –celebran con puntualidad ida a misa, semana santa, día de la madre, navidades, entre otros ritos de la comunidad familiar– y, al mismo tiempo, muchas veces bajo el temor de la autoridad de los combos delincuencias del barrio.

También se debe suponer que a muchos de ellos el ícono de Pablo Escobar los acompañó, como el Ángel de la Guarda, en sus días de desasosiego y en sus noches de desvelo. Las fronteras invisibles fueron su experiencia metafísica real, que supone siempre que las cosas que no se ven también existen –y fulminan–.

En estas condiciones tan abruptas ¿se logró reconciliar en la conciencia lo irreconciliable, a saber, la tradicional experiencia sagrado-mariana con las prácticas de brutalidad enajenadora del capital mafioso-paraestatal? ¿Pero cómo realmente fue? Tratar de responder a ello, a estas preguntas básicas, sería un principio de diálogo intergeneracional. Son preguntas de las que quizá no tengamos estudios autorizados en nuestra universidad, pero mis colegas podrían orientarme en este misterio.

Así que creo que, en general, nuestros estudiantes llegan a la universidad con una base política débil, con una educación pública precaria y, sobre todo, con los modelos de la vida estatal y sus dirigentes perversos. No creo que crean ni en las instituciones –en el Estado liberal de derecho–, ni en las personas, ni en los modelos políticos –en los partidos constituidos e ideologías imperantes–, sino más bien en sus redes sociales.

De modo que también nosotros los profesores podemos parecer para nuestros estudiantes como parte de una institucionalidad degradada, y hasta algunos de entre ellos nos podrán señalar como sus enemigos de la era del jurásico temprano. Siempre tendrán la razón.

Esta imagen de la vida pública, de los referentes de autoridad, de las instituciones y, como resultado, de la institución universitaria en conjunto, todo sumado tan negativamente, puede llevar a extremos políticos. Del desencanto a la desilusión y de la desilusión a una lucha frontal violenta y ciega, hay algunos pasos, pero siempre posibles de cruzar sin zancos. También podría ocurrir justo al revés, en otra porción de la población estudiantil.

Podríamos ser los profesores modelos de resistencia intelectual, de autoridad moral. Pueden variar estas experiencias de carrera a carrera, de los primíparos a los que están en fase final de entrega de tesis. ¿Quién sabe esto? ¿Por qué se deciden a tirar piedra nuestros estudiantes, quienes también se sientan a escuchar nuestras clases e incluso a someterse a nuestros absurdos métodos evaluativos, por qué se rebelan contra todo y contra todos?

Pues porque los estudiantes no llegan como una tabula rasa, ni actúan por reacción pavloviana; crean: se organizan muchos de ellos, forman grupos, sociabilidades dinámicas, contestatarias, fluidas y altamente artísticas. Se politizan, en una palabra; se radicalizan, en otra. Son parte del movimiento estudiantil, participan en asambleas y en marchas, muchas de ellas multitudinarias, protestan en la Plazoleta Barrientos, hacen pintas, tiran piedra y algunos de ellos se ponen “capucha”, no para ocultar una identidad de agentes de disturbios per se, sino como respuesta del escalamiento de un conflicto feroz que culminó criminalizando la protesta pública. Hay también observadores pasivos, infiltrados y ¿qué más?

Los estudiantes hacen de su existencia presente como universitarios, más que recibir clases y escribir exámenes; por supuesto, hacen mucho más, como hace muy poco lo escribió, con alegre lirismo fuerte, el profesor de filosofía de la Universidad de Antioquia Andrés E. Saldarriaga, en “Tombos en la U”:

¿No conoce los fanzines, los murales, las peñas, las chocolatadas, las asambleas, los convites, las ocupaciones, el trabajo comunitario, la militancia de género, los encuentros de poesía, las bandas de punk y de hard core, las de hip hop y de metal, los que fuman y ven caer la tarde desde el aero mientras leen cosas raras y muy inteligentes, la gente que escribe en hojas sueltas y regala lo que escribe, los que hacen comida ancestral como política, los que cuidan y aman los animales, los que saben de plantas y de caminos en los bosques, los que hablan con las gentes de los pueblos y lloran con las historias campesinas, los grupos de lectura que sueñan con refundar la teoría y de paso la realidad, los que aprenden lenguas vivas y pequeñas que los políticos desprecian, los que hacen trueque y así llegan a conocer libros inconseguibles de anarquistas olvidados, los que quisieran quedarse toda la vida en la universidad sencillamente porque la u es una chimba, los que no quieren ser políticos porque de verdad quieren hacer algo? ¿Conoce usted todas las formas de acción de las estudiantes y los estudiantes, la estudiantada alegre y valerosa? ¿o solo ha visto un tropel y piensa que eso es todo?[3]

Hay de todo, no como en la viña del Señor, sino como en la lúgubre vendimia de un pueblo en la periferia del capitalismo globalizado.

Los estudiantes no solo se politizan, están también politizados y más que por la inmediata influencia de sus padres y redes sociales; en ellos –y esto también demanda otra indagación detenida– gravitan recuerdos y remembranzas que vienen de sus mismos orígenes, generalmente plebeyos, así que pueden identificarse con las luchas que en un pasado anterior, dos o tres generaciones antes, tuvieron abuelos o bisabuelos, sojuzgados por el mundo laboral como artesanos, obreros, taxistas, oficinistas, desplazados o desempleados sin rumbo.

Esto les hace potencialmente rebeldes, rodeados de un resentimiento social explicable, de una chispa de revolucionarios, que si no se ha llegado a prender es porque todavía no ha aparecido la ocasión. Tienen marcado en su gen social el signo de la utopía.

Hoy los estudiantes se ven impelidos a denunciar a los capuchos, a confrontarse con los capuchos, a desencapuchar a los capuchos, por la simple razón de que ahora los medios presentan a los capuchos no solo como los responsables de violencias callejeras y disturbios en favor de las protestas, sino también como los agentes anti-protestas.

Hacen de ellos, papa bomba en mano, el nuevo hereje, el nuevo enemigo de todos. Los capuchos son los nuevos enemigos públicos de Estado, del ESMAD, de la Universidad, de las Protestas. Esta caracterización etérea pero eficaz del capucho aúna a los energúmenos defensores del orden con los promotores más decisivos del paro, al menos de cara al chantaje mediático de rechazar todos a una al enmascarado de lana.

El que no está contra el capucho está contra la democracia, contra la justicia; el que no se expresa contra el capucho es capucho, cómplice del capucho; en la fanática lógica evangélica, “el que no está conmigo está contra mí”.[4] Estamos en plena era de Canuto Restrepo, nuestro más denodado defensor de la fe de carbonero que predicaba, con piedad ejemplar, no propiamente que “matar liberales es pecado”, sino que “no matar liberales es pecado”.

Aunque hayamos llegado demasiado tarde –pues así lo estimo personalmente–, debemos contribuir como profesores a tejer el vínculo roto con el mundo estudiantil, con nuestros estudiantes que, al fin y al cabo, son la razón del ser profesoral.

Por eso creo que la comunicación por emprender –en un país que transita por la difícil senda de la implementación de los Acuerdos de Paz– debe ser una comunicación múltiple en que se llame a compartir las mismas inquietudes, una en que se parta por el estudiante real: aquel en medio de la desgarrada sociedad colombiana y sus poco recomendables instituciones públicas, instituciones que deben ser sometidas a un escrutinio a fondo.

Sin reconocer esta crisis de la nación, de una nación que hace aguas por todo el casco del barco –disculpen este símil tan manido–, no habrá punto de encuentro fecundo; pues como profesores estamos llamados a compartir con nuestros estudiantes, con decidida vehemencia y con el mayor valor civil y compromiso ciudadano; estamos llamados a sentarnos al diálogo franco y, sobre todo, a un diálogo urgente.

Sigo convencido, por razones de formación filosófica y treinta años de pasión docente, que la Universidad es el Alma Mater de la nación; que la comunidad base de esta Alma Mater son los profesores y los estudiantes; que la inteligencia universitaria que surge de esta comunidad –la más indispensable de las comunidades sociales hoy– está en la responsabilidad de luchar por las libertades más inverosímiles, la justicia y la concordia social y política; que compartimos una larga historia latinoamericana, que engrandece y dignifica la tarea modesta y discreta del trabajo docente, del dictar clase que, para mí, personalmente, constituye el momento más sagrado e indeclinable de mi existencia.

 

[1] Los siguientes párrafos me fueron inspirados, tras la lectura del artículo de Juan Camilo Portela “Contienda política estudiantil. Apuntes desde la Universidad de Antioquia” publicado en Universidad y conflicto. Memorias por Wilmer Martínez Márquez y Adriana González Gil. Universidad de Antioquia. Medellín, 2015.

[2] El final del siglo XX y principios del siglo XIX fueron particularmente violentos para el campus universitario, con asesinatos de estudiantes como Diego Arcila y Gustavo Marulanda y profesores como Hernán Henao, directas acusaciones públicas de infiltraciones de las FARC, por medio de becas y subsidio a estudiantes, y presencia paramilitar. Cfr. Universidades bajo S.O.S.pecha de Miguel Ángel Beltrán, María Ruiz Aranguren y Jorge Enrique Freytter-Florián. Universidad Nacional de Colombia. Bogotá, 2019. Págs. 68-77.

[3] Hoy el colega Andrés Saldarriaga se encuentra amenazado de muerte a causa de unas exultantes páginas cuya valentía no se leía hace tiempo.

[4] Este fue el tono violento con que, el pasado 25 de febrero, increpó la alcaldesa de Bogotá Claudia López al representante estudiantil de la Universidad Distrital, instándole a que denunciara a los capuchos, pues de lo contrario era cómplice de sus acciones vandálicas. La alcaldesa confundió la representación estudiantil con una agencia de delación al servicio de su política de criminalización de la protesta social.


Nota

Este es el espacio de opinión del Portal Universitario, destinado a columnistas que voluntariamente expresan sus posturas sobre temáticas elegidas por ellos mismos. Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de la Universidad de Antioquia.

 

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