El insolente hábito de defender lo indefendible
El insolente hábito de defender lo indefendible
«... las víctimas merecen por lo menos una mínima demostración de conmiseración por tales pérdidas; merecen, sobre todo, una solicitud de perdón...»
La discusión que generó la denuncia de la muerte de menores en el bombardeo del 2 de marzo deja en evidencia que, en este país, además de tener que digerir con amargura que tu hijo murió, debes enfrentar el hecho de que algunas personas se refieran a él como una amenaza o, más concretamente, como una “máquina de guerra”. Luego del escándalo, el ministro de defensa hizo una ciega apología de lo ocurrido, haciendo alardes de cobijarse sobre un derecho que, según su interpretación, les permite matar niños bajo ciertas circunstancias. Lo primero, es afirmar que su interpretación puede estar errada y de ello dan cuenta varios análisis, como el que presenta Rodrigo Uprimny. Lo segundo, es que, más allá de lo que la ley consiente, está el asesinato de un ser humano que pagó con su propia vida, una serie de delitos de los que, sencillamente, no es culpable. O ¿qué responsabilidad le podríamos adjudicar a una niña de 16 años que fue raptada por un grupo armado? Ninguno. El punto central no es si privar a un niño de su vida es legal, sino el dolor que deben asumir las personas para quienes, la muerte de la niña es una verdadera desdicha.
El arsenal de palabras que generó el asesinato de los niños demuestra que la violencia en Colombia va más allá del lanzamiento de bombas desde los cielos. Tal discusión deja en evidencia que algunos mandatarios son incapaces de reconocer un mínimo de conmiseración con quienes pagan las consecuencias de sus decisiones y, por su parte, prefieren ensimismarse en no reconocer que hubo un error profundo y perverso al asesinar a un menor. Ni el primer mandatario se ha dignado a un dirigir una voz de aliento para quienes deben asumir que sus familiares están ahora en una tumba.
Quienes entierran a sus hijos merecen por lo menos una demostración de consideración y no una justificación de la tragedia. Los familiares no tendrían que escuchar, de la mano de un ministro, las razones punzantes por las cuales se dispararon bombas sobre el cuerpo de su niño. Ningún padre tendría por qué escuchar los fríos argumentos de quienes intentan sostener que la muerte de quien tanto aman se justifica. Ninguna madre tendría que escuchar los argumentos de acero que intentan demostrar que la muerte de su hijo se hizo según la ley y, dado la anterior, no hay nada que lamentar. Argumentar a favor de semejante desventura nos reconcilia con la muerte y la violencia, al tiempo que construye un refugio de ideas para defender lo que, en últimas, es indefendible: la muerte de un niño.
Finalmente, creo que la respuesta debería ser más considerada con quienes hoy lloran las consecuencias de la guerra. Creo, también, que las víctimas merecen por lo menos una mínima demostración de conmiseración por tales pérdidas; merecen, sobre todo, una solicitud de perdón. Y, como quienes dan las ordenes de arrojar o no las bombas parecen ensimismarse con la justicia de sus decisiones y no parecen demostrar un mínimo de vergüenza ante lo que ocurrió, es mi deber, en calidad de ciudadano, dejar en evidencia mi compasión por el dolor que, de seguro, ahora los está demoliendo, así como la vergüenza que me provoca que sus hijos hayan tenido que morir en nombre de una guerra que heredaron, gracias a la ausencia de un gobierno que no garantizó su bienestar. Yo, que sé que sus hijos no eran “máquinas de guerra”, con vergüenza y tristeza, les pido perdón.
Este texto fue publicado en el periódico El Heraldo el martes 30 de marzo de 2021
Notas:
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