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¿Qué significa ser cazador en Colombia?

07/09/2016
Por: Iván Darío Soto Calderón - Profesor del Instituto de Biología

Hasta hace poco, la preocupación de los investigadores había sido poder demostrar ante entes financiadores y comités de bioética la pertinencia y viabilidad de los métodos de estudio, pero su inclusión en la categoría de “cazador” ha traído otras preocupaciones.

Cuando se menciona la palabra “cazador” usualmente vienen a la mente imágenes de alguien dotado con un rifle, lanza, red, cauchera o alguna otra herramienta dispuesto a matar o capturar algún animal en su medio natural. De hecho eso no está muy lejos de la definición castiza del verbo “cazar”. Sin embargo, el Decreto 2811 de 1974 (Artículo 250) define “caza” como “… todo acto dirigido a la captura de animales silvestres ya sea dándoles muerte, mutilándolos o atrapándolos vivos, y a la recolección de sus productos”.

En principio, la percepción general de “caza” y la definición que el Estado le da parecen encajar y ser coherentes la una con la otra. De hecho para muchos científicos que trabajan con fauna, la definición de “caza” dada en el decreto de hace ya 42 años pareció no trascender más allá de la definición. Pero la definición de “caza” siguió evolucionando y se utilizó como referente para normas subsiguientes como el Decreto 1076 de 2015, el cual señala que “Se comprende bajo la acción genérica de cazar todo medio de buscar, perseguir, acosar, aprehender o matar individuos o especímenes de la fauna silvestre o recolectar sus productos. … Son actividades de caza o relacionadas con ella, la cría o captura de individuos, especímenes de la fauna silvestre y la recolección, transformación, procesamiento, transporte, almacenamiento y comercialización de los mismos o de sus productos”.

No obstante, existen profundas implicaciones de la definición estatal de “caza” para quienes se dedican a hacer investigación de la biodiversidad colombiana en las universidades y centros de investigación. Volviendo a la definición original de “caza”, se encuentra que la recolección de productos derivados de animales silvestres también es considerada como “actividad de caza”. Ello significa entonces que si alguien como parte de su investigación toma muestras de materia fecal, cáscaras de huevo, pelo, cráneos o cadáveres encontrados en campo es considerado para el Estado un “cazador”, incluso si no se genera estrés sobre el animal objeto de estudio.

Caza vs investigación

Hasta hace poco, la preocupación de los investigadores había sido poder demostrar ante entes financiadores y comités de bioética la pertinencia y viabilidad de los métodos de estudio, pero su inclusión en la categoría de “cazador” ha traído otras preocupaciones.

Apoyado en la definición de “caza” y “actividades de caza”, recientemente fue emitido el Decreto 1272 de 2016, en el cual se establecen las tarifas de pagos que deben hacerse por “caza científica”. El mismo decreto establece que los recaudos que se hagan por cacería serán destinados a la implementación de programas de conservación y uso sostenible de los recursos faunísticos del Estado.

Nuevamente, suena sensato que si alguien se aprovecha de un recurso que la Constitución Nacional define como patrimonio del Estado, en este caso la fauna silvestre, entonces deba pagar una compensación por ello. Al considerar que quien investiga la fauna silvestre es “cazador”, se asume también que éste está causando un deterioro o detrimento del recurso estudiado, además de estar sacando provecho de él, tal como lo asume la Ley 99 de 1993 (Artículo 42) y la Ley 1450 de 2011 (Artículo 211), y por tanto el investigador debe pagar por estudiar la biodiversidad.

Por un lado, esto incrementa aún más los altos costos y trámites burocráticos que los investigadores colombianos tenemos que encarar a diario en nuestros esfuerzos de estudiar y conocer la biodiversidad de nuestro país. No basta con que nuestro quehacer se denomine cacería, ni con que los investigadores tengamos que sufrir el cada vez más recortado presupuesto para investigación en ciencia básica, sino que además tenemos que pagar al Estado por investigar los recursos biológicos que éste mismo nos ha encomendado estudiar.

La investigación científica es el pilar fundamental para conocer y dar un uso apropiado y racional de la fauna. Por ende las universidades y sus investigadores personificamos los “ojos” y los “pies” del Estado al darle a conocer a éste el grado de conservación y perspectivas de uso que se le pueda dar a la fauna silvestre. De hecho, el Artículo 69 de la Constitución Nacional defiende esta labor al establecer que “El Estado fortalecerá la investigación científica en las universidades oficiales y privadas y ofrecerá las condiciones especiales para su desarrollo”.

Con este argumento no se procura la exención de una tasa compensatoria a todo aquel que investigue la fauna, ya que pueden existir casos con ánimo de lucro como aquellos que buscan el diseño de vacunas y obtención de patentes. Pero irónicamente el Decreto 1272 de 2016 que pretende recoger recursos para investigación y conservación obliga a pagar justamente a aquellos que dedican sus vidas a esta labor, considerándolos usuarios antes que aliados del Estado. En este sentido, la Política nacional en gestión de la biodiversidad plantea la necesidad de incluir en la gestión de los recursos biológicos “la interacción entre sistemas de preservación, restauración, uso sostenible y construcción de conocimientos e información”, es decir, la interacción y el trabajo mancomunado entre los diferentes órganos del Estado.

No siendo poco, las tarifas de cobros establecidas en el Decreto 1272 de 2016 son las más altas para especies carismáticas y altamente traficadas, críticamente amenazadas, en hábitats pobremente conservados, con altos niveles de tráfico ilegal y en altos niveles tróficos (animales omnívoros o depredadores), como es el caso de primates (monos) y felinos. Aunque la norma supuestamente busca proteger las especies en riesgo de conservación, en la práctica lo que logra es desestimular su investigación.

En tiempos en que se promueve la innovación y la aplicación comercial de productos derivados de proyectos de investigación, aquellos que investigan especies con las condiciones mencionadas están condenados a desistir. Me pregunto entonces, ¿cómo se espera proponer estrategias de conservación, restauración y uso racional de la fauna silvestre ajustadas a criterios racionales y científicos si se entorpece la investigación de las especies que más lo requieren? ¿No sería conveniente comenzar por construir un lenguaje común y elaborar las normas entre aquellos que legislan sobre nuestros recursos biológicos y los que día a día se dedican a estudiarlos?

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