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Del “sí se pudo” al “volver trizas ese maldito papel”

10/06/2020
Por: Álvaro Rodríguez Pastrana, asesor Unidad Especial de Paz, profesor de cátedra, Facultad de Comunicaciones UdeA

«... En la práctica, asesinar, es la estrategia para instalar el miedo en la conciencia de todas y todos los que le apuestan a la construcción de la paz, para que, presos de las emociones y sentimientos que este despierta, sucumban a la inacción como única forma de supervivencia...»

¡Sí se pudo! Esta fue la arenga que con entusiasmo y esperanza –y, por qué no, también con ingenuidad– se escuchó primero en Cartagena y luego en el Colón en Bogotá, en el marco de los dos eventos de firma del acuerdo de paz. Los frustrantes resultados plebiscitarios sobre la primera versión del acuerdo ya habían puesto en evidencia las dificultades a las que se enfrentaba su sola ratificación y, ni qué decir, su implementación.

El Acuerdo Final fue y, a pesar de todo, sigue siendo un acto de fe colectiva. Él le permite al país pensar en cerrar un largo y sangriento ciclo de violencia que además de representar una profunda crisis humanitaria (responsable de la victimización del más amplio espectro de la sociedad), alimenta la estructura desigual del sistema político, económico y social, a través del cual se instituye nuestro proyecto nacional –si tal cosa existe–.

Sin embargo, esa incipiente posibilidad se nos escapa como el agua entre los dedos, volviéndose una mera ilusión. Y se nos escapa con cada mujer y hombre que es asesinado por creer en ese acto de fe colectiva como la última opción para redimir su existencia por una en donde sea posible ejercerla de forma digna. Que no es otra cosa que en paz.

No hace falta recordar las cifras de victimización del conflicto (del pasado más inmediato y de ahora) para poner en evidencia que dicha posibilidad se hace agua. Las cifras abundan (informes de instituciones y organizaciones nacionales y organismos internacionales, están a la orden del día) y proporcionalmente la indiferencia y la insensibilidad de la sociedad, ratificando la tesis de que esta sociedad ha naturalizado el caos y se ha acostumbrado a la muerte, al horror.

Con todo, hay que persistir en la denuncia y visibilización (como una forma –al menos– de honrar su memoria, su vida, su valentía y su legado) de las cifras más recientes de líderes y lideresas sociales, defensores y defensoras de derechos humanos, líderes y lideresas de procesos de reclamación de tierras despojadas, de sustitución de cultivos, de organización comunitaria de comunidades campesinas, indígenas, afrodescendientes y excombatientes en proceso de reincorporación y sus familias.

Solamente en lo corrido de este año el Observatorio de conflictividades de INDEPAZ da cuenta del asesinato de 121 líderes sociales y defensores de derechos humanos, ocho familiares o relacionados con líderes sociales o defensores de derechos humanos y 25 firmantes del acuerdo de paz (cifras actualizadas al 3 de junio de 2020). Un total de 154 hombres y mujeres que le apostaban a la transformación de sus territorios y por extensión de la vida de sus comunidades; históricamente abandonadas por la desidia de la institucionalidad, en complicidad con una sociedad ensimismada en las ciudades. 

Por la fecha de actualización de este macabro listado, no se incluyen los asesinatos de apenas hace unos días de Camilo Suserquía, Carlos Barrera (de 15 y 17 años respectivamente) y William Pérez, en Ituango (Antioquia). Camilo era hijo de una excombatiente de las FARC en proceso de reincorporación en el ETCR de ese municipio, que vale la pena recordar, permanece bajo asedio –como el municipio y la región en general–, de los grupos armados. Todos, en cualquier caso, víctimas de la misma indolencia.

Este listado, que se amplia permanentemente, es la evidencia de una guerra que no cesa y que por el contrario se degrada y prolonga. Ni siquiera una pandemia ha sido capaz de darle una tregua a la vida.

En su conjunto, esta tragedia que se ha sobrevenido con la firma del Acuerdo Final, es la forma práctica del que, según pronunció con total autoridad y respaldo el mesiánico y energúmeno Fernando Londoño en convención nacional del partido Centro Democrático (en donde, dicho sea de paso, también reconoció con toda la furia que ni de centro ni democrático) en el 2017, sería el primer desafío del partido: “volver trizas ese maldito papel que llaman el acuerdo final con las FARC”. Dicha sentencia solo delata que el Acuerdo pone en riesgo los intereses, aquende y allende de los limites de la legalidad, de dicha clase política, tanto en sus niveles centrales como periféricos. 

¿Qué es hacer trizas ese maldito papel?, ¿cuál es el dispositivo para llevar a cabo ese macabro objetivo? Las versiones locales de este espectro político –dicho con todas las letras: la derecha violenta–, con las cuales su matriz nacional transa el ejercicio del poder territorial, la participación en toda clase de economías ilegales (incluida, naturalmente, la corrupción) y por supuesto de sus excedentes; en defensa de dichas posiciones se decide a matar.

Como en cumplimiento de un mandato divino, las estructuras ilegales de los grupos y clanes, que por supuesto también (y necesariamente) se mueven en la legalidad, de ese poder local y de su complejo entramado de relaciones con todo tipo de economías ilegales; están llamados a minar el camino a cualquier proyecto –por más incipiente que sea– que pretenda transformar la realidad de esos territorios. Transformación que no incluye sus intereses en el futuro político, económico y social de dichos contextos. Eso es lo que está en juego y el Acuerdo Final lo pone en riesgo.

Así, hacer trizas ese maldito papel es cerrarle el camino a un Acuerdo que pone en riesgo sus intereses, a cualquier costo, incluido el de la vida de quienes han creído que es posible el futuro diferente que este les ofrecía. Las evidencias de esa compleja trama de intereses y prácticas miserables saltan a la vista.

Solo por poner un ejemplo de ese complejo entramado de intereses y transacciones entre los niveles nacional y territorial, en el que funda el ejercicio del poder ese espectro de la clase política y económica del país: el nauseabundo –pero eso sí de modesta exposición mediática– caso de la “ñeñe política” que el fiscal general se empeña en perfumar. En todo caso, que se podía esperar de un fiscal que se autodenomina el mejor de la historia y que comparte una amistad de décadas con el acusado y el merito de egresar de una universidad cuyo nombre le hace honor a un esclavista decimonónico.

La masacre a la que asistimos es la evidencia de una sociedad que decide matar como la forma de asumir dicho mensaje, que les permite mantener activo el flujo de sus intereses y los excedentes económicos, políticos y sociales de estos.

En la práctica, asesinar, es la estrategia para instalar el miedo en la conciencia de todas y todos los que le apuestan a la construcción de la paz, para que, presos de las emociones y sentimientos que este despierta, sucumban a la inacción como única forma de supervivencia. Así, el nuevo ciclo de violencia al que asistimos, como todos, le apunta a hostigar la esperanza y a consolidar la desconfianza en el otro, en el futuro colectivo.

Tiene como objetivo profundizar el individualismo, la paranoia colectiva, la zozobra, la ansiedad, la inseguridad, el silencio, el aislamiento, el odio, la rabia, la nostalgia, la elección del uso de la fuerza por encima de la razón, el desconocimiento del diálogo, la anulación del sujeto. Todo un marco de sentir, pensar y actuar como sociedad, que la fragmenta y pone en duda la confiabilidad de las relaciones sociales, la identidad colectiva y los vínculos solidarios. En su conjunto, es una estrategia que inhibe y suprime toda posibilidad de acción y transformación.

En cualquier caso, la violencia que se empecinan en reciclar las elites violentas, con el único propósito de mantener el régimen de privilegios del cual se benefician, solamente prolonga la estela de sangre, dolor y desesperanza que padecen nuestras comunidades más apartadas y dispersas. Las mismas que, de no detener el proyecto de “hacer trizas ese maldito papel”, tendrán que conformarse con la mera ilusión de una remota y ajena posibilidad de ejercer de forma digna el elemental derecho a la vida. 


Nota

Este es el espacio de opinión del Portal Universitario, destinado a columnistas que voluntariamente expresan sus posturas sobre temáticas elegidas por ellos mismos. Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de la Universidad de Antioquia.

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