La palabra
La palabra
«Esta tensión entre la palabra como imagen banal y básica que va directamente a las emociones de quienes las ven, las oyen o las leen a través de Instagram, Facebook, WhatsApp, tiK toK, y Twitter ahora X e incluso algunos medios periodísticos y la palabra como medio de pensamiento y de construcción de comunidad consciente y responsable de sus actuaciones políticas y sociales nos ha llevado a un lugar que algunos han llamado “posverdad” entendida como la mentira emotiva que implica la distorsión deliberada de la realidad en la que imperan las emociones y las creencias personales».
Toda crítica de lo existente implica una solución,
si es que uno puede proponer una solución
a un semejante, es decir, a una libertad.
Franst Fanon: Piel negra, máscaras blancas
Los acontecimientos actuales en el mundo nos obligan a pensar el valor que la palabra tiene en el presente en el territorio. Estos acontecimientos están cruzados por guerras, por incertidumbre económica, por crisis climática, por la tragedia de las migraciones sur norte y por el surgimiento de la inteligencia artificial —IA— que parece marcar un hito en la relación que a partir de su surgimiento tendremos con el conocimiento, con la educación y con muchos aspectos de nuestra vida cotidiana.
Algunos suponen que en nuestras sociedades la palabra se ha desgastado y ha ido perdiendo valor por su uso arbitrario y grosero y que hoy esta ha quedado reducida a formas emocionales propias o apropiadas para las redes sociales y que solo en algunos guetos académicos la palabra sigue siendo fundamental como ejercicio narrativo de lo que pensamos.
Esta tensión entre la palabra como imagen banal y básica que va directamente a las emociones de quienes las ven, las oyen o las leen a través de Instagram, Facebook, WhatsApp, tiK toK, y Twitter ahora X e incluso algunos medios periodísticos y la palabra como medio de pensamiento y de construcción de comunidad consciente y responsable de sus actuaciones políticas y sociales nos ha llevado a un lugar que algunos han llamado «posverdad» entendida como la mentira emotiva que implica la distorsión deliberada de la realidad en la que imperan las emociones y las creencias personales.
A mi modo de ver este uso de la palabra como «posverdad» no es más que una forma de la violencia simbólica que hoy recorre nuestras sociedades y que tiene manifestaciones de una violencia física de la que cada día somos testigos mudos. Precisamente es la violencia la que invalidad, la que desconoce, la que no deja acontecer la palabra como esa forma digamos política de la batalla.
Sin la palabra como ejercicio narrado de lo que somos, y de lo que estamos dejando de ser estamos condenados a vivir el instante de la información que vive del momento y del espectáculo de la novedad de los escándalos de todo tipo que cada día aparecen por todo ese sinnúmero de voceadores de la posverdad. «La información cobra su recompensa exclusivamente en el instante en que es nueva. Sólo vive en ese instante, debe entregarse totalmente a él, y en él manifestarse. No así la narración pues no se agota», —Benjamin, 1991, pág. 3—.
Mientras la información vive del instante lo narrado se hace memoria y se vuelve fuerza política por que no acude a la violencia y tampoco funda su valor en las emociones o en los imaginarios personales que en últimas son la condición de lo violento. la información se ha convertido hoy en una forma prepolítica que nos conmina al terror en todos los ordenes y en todos los niveles.
Existe una relación fundamental, entre la palabra como narración, la intención política y la construcción de memoria en los territorios. Esta relación nace de la posibilidad que produce lo narrado como aquello que dice algo y que es memoria cuando puede ser performado por todas las generaciones como un hilo que nos une en la intención política de no repetición de la barbarie. La narración se vuelve memoria cuando acontece políticamente, es decir, cuando se hace pública y es reconocida por todos como una posibilidad de transformación de las formas de inequidad, sometimiento o crueldad.
El problema de nuestras sociedades —entiéndase de nuestros territorios— estriba en que nos han quitado la palabra, la posibilidad de narrarnos y de decirnos y nos han convertido en testigos mudos del horror. En la cultura griega, ser político, vivir en la polis, significaba que todo se decía por medio de palabras y de persuasión y no con la fuerza y la violencia, —Arendt, 2021, pág. 186—. La palabra recuperada, la narración puesta en el territorio como condición de lo que significa habitarlo nos daría una alternativa para enfrentar lo que está aconteciendo como crueldad y produciría el real sentido de la política que es vivir en la ciudad, sobre todo en un momento en que la política no pasa de ser un circo de componendas electorales en la que en el instante más álgido del espectáculo, esto es, las elecciones, las ciudades se llenan de palabras vacías puestas al servicio de la «posverdad» que niega cualquier posibilidad de transformación real de la misma política y de la ciudad y los ciudadanos en tanto objeto de esta.
Aunque extraño el eclipse de las palabras ha generado en nuestras sociedades una explosión de la palabra misma como información, es decir, que, aunque tenemos mucha información tenemos poca narrativa de los acontecimientos que nos ponen en vilo y nos hacen pensar la posibilidad de enfrentarlos desde la palabra misma que salva, libera y construye memoria.
La práctica que mejor podría recoger la palabra y devolver al individuo la posibilidad de la narrar lo que acontece y como acontecemos es la educación. Esta es un modo importante de múltiples formas de narrar lo que sentimos y lo que vivimos, esto es, lo que aprendemos y ya no tiene que ser ese acto de conducción que somete a través del poder y objetiva a través del saber, sino que singulariza a través de narración.
Sí podemos contar nuestras historias a través del arte, la ciencia y la cultura, si hacemos de esas tres metáforas formas que se narran, que se cuentan, podríamos atravesar la cerca hacia otra manera de relacionarnos que no sea la violencia que se atrinchera en todos aquellos que la tienen y la usan para mentir y engañar —violencia simbólica y material— y para ponerse al servicio de los intereses mezquinos de unos cuantos.
E intentar así no darle la razón a Benjamín, cuando abrumado por la barbarie, anticipaba el horror que significa perder la experiencia y de esta manera no tener memoria y asomar nuestras vidas a la repetición, al nihilismo.
«Es cada vez más raro encontrar a alguien capaz de narrar algo con probidad. Con creciente frecuencia se asiste al embarazo extendiéndose por la tertulia cuando se deja oír el deseo de escuchar una historia. Diríase que una facultad que nos pareciera inalienable, la más segura entre las seguras, nos está siendo retirada: la facultad de intercambiar experiencias», —Benjamín, 1991, pág. 1—.
Referencias:
Arendt, H. (2021). La prularidad del mundo.
Benjamin, W. (1991). El narrador.
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