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Los líderes asesinados

22/07/2019
Por: Adrián Restrepo Parra, profesor Instituto de Estudios Políticos, UdeA

« ...  La situación ha conducido a toda una paradoja: los defensores de derechos han tenido que organizarse como víctimas porque les han violado los derechos justamente por defender los derechos humanos. Que los defensores de derechos humanos figuren también como víctimas es un pésimo indicador del respeto por los derechos y la democracia participativa en el país ... »

El asesinato de líderes sociales y políticos locales no es nuevo en el país, esos asesinatos han sido recurrentes, han hecho parte del conflicto. Hoy lo relativamente nuevo es la preocupación de un sector importante de la sociedad colombiana por la vida de esos líderes.

Que en la agenda pública aparezca dicha preocupación, al punto que distintos sectores están convocando a una marcha nacional el próximo 26 de julio por los líderes asesinados, puede entenderse como uno de los logros de la firma del Acuerdo Final de Paz.

El Acuerdo Final busca sentar las bases de una paz estable y duradera. El Acuerdo no decreta la paz, establece acciones para lograrla, especialmente cuando plantea desactivar las causas del conflicto. Igualmente advierte que la construcción de paz en el país demanda continuar con la desmovilización de distintos grupos armados con presencia en territorios históricamente afectados por distintas violencias.

La práctica histórica de eliminar al opositor está en la raíz del asesinato de los líderes. Colombia cuenta con una Constitución garantista de derechos, pero persiste una realidad autoritaria que elimina a quienes ponen en cuestión ciertos poderes.

La democratización de la sociedad colombiana implica la ampliación de la esfera pública de forma que los plurales, tradicionalmente excluidos, puedan participar expresando y defendiendo sus mundos.     

En un país donde élites ideológicamente conservadoras todavía mantienen fuerte influencia, el surgimiento de los liderazgos, y con ellos la ampliación de la democracia, es percibido por éstas como un riesgo para sus intereses. Para estos poderes todo nuevo liderazgo es una potencial amenaza en contra de sus emporios de poder y los privilegios obtenidos. Su idea de democracia es restrictiva, deciden solo quienes tienen abolengo, dinero y armas. O quien es amigo de quienes las ostentan.

Sobre este telón de fondo discurren los asesinatos de los líderes después de la firma del Acuerdo Final. Por ello, no es gratuito que las víctimas de esta violencia sean quienes tienen un lenguaje de los derechos, esos derechos establecidos en la Constitución política. Desde finales de 2016, los líderes asesinados han sido los ambientalistas, por reclamar el derecho a la naturaleza y a un entorno saludables.

Los líderes de restitución de tierras, quienes reclaman el derecho a una vida digna, con acceso a un bien primordial para campesinos, indígenas y afrodescendientes: la tierra, la cual perdieron al fragor de la guerra. Los líderes promotores de la sustitución de cultivos de uso ilícitos quienes reclaman el derecho de las familias campesinas a una economía legal que les permita un buen vivir.

Entre los líderes asesinados están también los defensores de derechos humanos en general. Colombia figura a nivel mundial como uno de los pocos países en donde los defensores de los derechos humanos también son víctimas de los asesinos que denuncian.

La situación ha conducido a toda una paradoja: los defensores de derechos han tenido que organizarse como víctimas porque les han violado los derechos justamente por defender los derechos humanos. Que los defensores de derechos humanos figuren también como víctimas es un pésimo indicador del respeto por los derechos y la democracia participativa en el país.

La situación se agrava más porque ante los hechos victimizantes hacia los promotores de derechos, el Estado, en cabeza del gobierno nacional, resulta poco efectivo a la hora de sancionar y prevenir. Los altos niveles de impunidad que abrigan a los autores y los actores de este tipo de violencia no sólo operan como un incentivo perverso para seguir perpetrándolos, sino que, además, la práctica recurrente de las intimidaciones y muertes violentas es una forma de gobierno que algunos sectores sociales y políticos están interesados en mantener.  
 
Esos mismos poderes han entorpecido la implementación del Acuerdo Final porque una implementación exitosa significa una nueva agenda política para el país. Una agenda en la cual más que aparecer nuevos problemas, cambiarían las prioridades, la guerra pasaría a la historia y asuntos como la corrupción, los liderazgos sociales y políticos en las localidades, el empleo, entre otros, estarían al orden del día.

Para que ese nuevo país vea la luz, la construcción de paz exige seguir con el desmonte de las distintas expresiones violentas en los territorios.

El Acuerdo Final es una pieza importante para avanzar en ese horizonte. Sin embargo, la labor mayúscula, el fortalecimiento de la democracia, va más allá de éste y exige el compromiso de los colombianos en resolver los conflictos por medios diferentes a la tradicional violencia.

Por supuesto, defender la vida de los defensores de derechos y sancionar efectivamente a los perpetradores de la violencia contra ellos es un paso importante en ese camino.
 


Nota

Este es el espacio de opinión del Portal Universitario, destinado a columnistas que voluntariamente expresan sus posturas sobre temáticas elegidas por ellos mismos. Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de la Universidad de Antioquia.

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