La automatización de la IA: ¿liberación o exterminio?
La automatización de la IA: ¿liberación o exterminio?
«No nacimos para ser justos, sino de supervivientes implacables. Pero hoy tenemos una oportunidad histórica de romper esa herencia mediante una decisión consciente y una acción política. La bifurcación está servida: automatismo liberador o exterminador; contrato social renovado en dignidad humana o continuación de selección natural cruda disfrazada de eficiencia tecnológica. El desenlace no dependerá de la voluntad individual, sino de decisiones colectivas, valentía de Estados, la presión de sociedades organizadas. Si la política renuncia a regular, los gobiernos se arrodillan ante algoritmos y las naciones permiten que máquinas decidan quién vive y quién sobra, el futuro no será progreso».
El potencial liberador de la IA es inmenso, pero la historia nos juzga: los humanos, ante un salto de poder, tienen un pésimo récord ético.
La humanidad enfrenta una encrucijada. Una tecnología ya no amplifica capacidades, sino que desplaza valor: pensamiento, juicio y lugar en el mundo. La IA y la automatización son un presente que erosiona el contrato social. Es la decisión política más urgente: usar la automatización para la liberación humana con herramientas como la renta básica, o permitir que se convierta en instrumento de selección natural despiadada, donde algoritmos sin compasión evalúen, clasifiquen y descarten.
Ese contrato social, pactado desde la Revolución Industrial en torno al trabajo, se resquebraja. El empleo fue más que subsistencia: llave de ciudadanía, identidad y redistribución. Hoy, la productividad se disocia del empleo masivo. Como advirtió Harari, mientras la biología nos premió con astucia y violencia para sobrevivir, la tecnología puede conducirnos a un mundo donde millones sean declarados irrelevantes para el sistema económico. No una clase ociosa, sino una «clase innecesaria». No por falta de capacidad o mérito, sino por pérdida irrevocable de función frente a la eficiencia de las máquinas.
Si la nueva productividad no requiere manos ni cerebros humanos en masa, la riqueza generada por máquinas debe sustentar un piso vital para la sociedad. En su versión «buena», la IA sería utilidad pública como la electricidad: infraestructura invisible, compartida y liberadora. Nadie viviría atenazado por miedo a la irrelevancia económica por el simple hecho de ser humano. La educación se centraría en lo genuinamente humano —creatividad disruptiva, empatía profunda, ética contextual, cuidado— y el tiempo libre sería motor de renacimiento cultural, no territorio de sospecha.
Este camino ya germina: la automatización maligna no es distopía futura. Son algoritmos que eligen blancos en Gaza como en un videojuego; software de reconocimiento facial para opresión; gobiernos que ignoran con frialdad algorítmica guerras y migraciones. La indiferencia internacional es norma. Es el darwinismo perfeccionado: sobreviven los más astutos manipulando sistemas técnicos y legales, no los más compasivos. En manos de corporaciones y autocracias, la IA se vuelve arma de control social: poder suprahumano que decide fríamente quién merece oportunidad, quién tiene valor y quién es desechable. La humanidad, reducida a variable en modelos de negocio o control.
Esta lógica no es nueva. Es la que permitió fosas comunes en Balcanes, genocidios en Ruanda, atrocidades en Colombia. La vimos en infanticidios femeninos disfrazados de política demográfica en China. Durante milenios sobrevivieron los más crueles, no los más justos. Descendemos en gran medida de impostores y verdugos que confundieron supervivencia con progreso. Hoy, la compasión —logro frágil y reciente de nuestra civilización— enfrenta su prueba frente a la tentación de la eficiencia despiadada.
El dilema es brutal. El futuro no será lucha entre extremos, sino décadas de «zona gris»: avances médicos, vigilancia opresiva, ocio a la medida y precariedad laboral para la mayoría. La batalla no es contra las máquinas, sino dentro de la humanidad por definir el marco ético que las gobernará. Lo que frena a un chatbot —límites de sus creadores— es lo mismo que frena a la humanidad: límites de monetización y control. Quien censura a la máquina decide qué vidas valen, qué ideas circulan. Así se sostiene el contrato social: con filtros algorítmicos que benefician a pocos y silencian a muchos.
Cuando el conteo manual de votos ya permitía trampas, el escenario actual es más sombrío: la democracia se degrada hasta la ficción cuando depende de tecnologías manipulables por élites técnico-políticas. Soberanía popular deviene representación vacía, un guion escrito por quienes poseen máquinas y datos.
Imaginemos el automatismo bueno en su esplendor: un mundo donde nadie malgaste la vida levantando muros o fabricando armas, donde el tiempo humano se vuelque en crear, cuidar, dialogar, celebrar. No el fin del trabajo, sino la liberación del trabajo esclavo. Libres para inventar poemas, abrazar, diseñar con belleza, llorar lo sublime, consolar. Lo mecánico quedaría por fin en manos de las máquinas.
La renta básica universal no es caridad, sino motor silencioso de un nuevo contrato social. Dividendo que convierte a cada persona en ciudadano pleno, no solicitante de empleo perpetuo. El verdadero parásito no es quien recibe lo necesario para vivir, sino un sistema que dilapida millones de vidas en trabajos inútiles y absurdos para perpetuar una ficción de meritocracia y legitimar la desigualdad. La renta básica es vacuna social contra el automatismo cruel: única garantía de que el progreso técnico no degenere en genocidio de irrelevancia.
Sin un avance hacia soluciones reales, el futuro no será neutral. Lo que espera es un camino ya pavimentado: fábricas sin luz ni ventanas donde robots operan en oscuridad perpetua; corporaciones con ganancias récord que ejecutan despidos masivos; gobiernos capturados por intereses privados, paralizados para regular. El riesgo último no es solo desempleo masivo, sino una clase declarada superflua: vidas sin ingreso, propósito ni destino. La historia grita lo que ocurre cuando grupos humanos se definen como sobrantes. Lo sabemos con nombres horribles: campos, hornos, sótanos, fosas.
Este horror potencial no depende de una conspiración futurista o un ejército secreto de ingenieros malvados. Depende de la misma indiferencia que hoy tolera niños bajo escombros, mujeres violadas en guerras que ya no conmueven, migrantes ahogados que no alteran agendas ministeriales. El automatismo maligno se alimenta de esa indiferencia: una máquina convertida en coartada perfecta para no ver, no sentir, delegar la responsabilidad en frialdad algorítmica. Como si la tecnología pudiera absolver la culpa política de quienes deciden y callan.
Y allí la paradoja final: somos una especie que sobrevivió por adaptación constante. Pero si adaptación ahora significa renunciar a la humanidad —compasión, justicia, memoria—, ¿qué quedará? ¿Qué sentido tendrá un futuro donde ser bueno no rinde, ser justo no sirve, recordar no cuenta? Es la pregunta más brutal que la IA impone, sin siquiera tener conciencia: ¿puede sobrevivir la humanidad que negocia su alma por existir?
Admitámoslo: no nacimos para ser justos, sino de supervivientes implacables. Pero hoy tenemos una oportunidad histórica de romper esa herencia mediante una decisión consciente y una acción política. La bifurcación está servida: automatismo liberador o exterminador; contrato social renovado en dignidad humana o continuación de selección natural cruda disfrazada de eficiencia tecnológica.
El desenlace no dependerá de la voluntad individual, sino de decisiones colectivas, valentía de Estados, la presión de sociedades organizadas. Si la política renuncia a regular, los gobiernos se arrodillan ante algoritmos y las naciones permiten que máquinas decidan quién vive y quién sobra, el futuro no será progreso: será genocidio silencioso, limpio y eficiente.
No está en manos individuales detener este filo, pero podemos alzar la voz: la elección es política, social y urgente. Se trata de garantizar una renta básica universal como dique contra una exclusión masiva, orientar la tecnología hacia el bien común con control público y transparencia, redefinir el trabajo para que la educación, salud, arte y cuidado mutuo sustituyan tareas destructivas. Romper la indiferencia que permite ver millones como desechables por estar al otro lado de la frontera, hablar otra lengua, o no ser útiles para el algoritmo.
El rumbo puede cambiar, no por inercia o bondad. Habrá que disputarlo con uñas y dientes, exigirlo en calles y legislaturas. Porque lo único peor que heredar el filo de nuestra naturaleza depredadora sería entregarlo dócilmente a máquinas que se parecen a nosotros sin intentar contenerlo con todo nuestro coraje y humanidad.
Plus: ¿Están las universidades orientando su formación hacia conocimientos capaces de complementar la automatización, o bien hacia la renovación de las carreras mediante la incorporación de saberes vinculados al machine learning y la inteligencia artificial? De no hacerlo, ¿podría esto derivar en un incremento del desempleo estructural?
• * Investigador en ciencias de la salud y observador de asuntos globales
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