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Terror

12/09/2025
Por: Juan Diego Lopera Echavarría Profesor de Psicología de la UdeA.

«Muchos en la Universidad no celebran. O entran en pánico. O no están de acuerdo. O salen corriendo y dejan todo en sus oficinas, terminan las clases antes de tiempo y se esfuman ocultando su desazón. Ni siquiera las ceremonias de grados han estado a salvo. Familias humildes que vienen a la graduación de sus hijos han tenido que abandonar apresuradamente el Camilo Torres y la Universidad. Desorientadas vagan de un lugar a otro buscando por donde salir, sin saber qué pasa, horrorizadas, pero con alivio de que sus hijos hayan sobrevivido a ese desafuero y que, por fin, han finalizado su estadía en la Alma Mater».

Mi sobrina tenía ocho años en ese entonces. Como tantas otras veces, la llevé a la Universidad de Antioquia en donde ya era profesor. Visitar la biblioteca, el museo, la fuente, era el programa concebido. Pasábamos por la Plazoleta Fernando Barrientos cuando una explosión nos paralizó. Ella entró en pánico y, antes de que pudiera calmarla, otra detonación, y otra, y otra más. La abracé mientras corríamos a un lugar seguro, por el pasillo de la extinta cafetería Guayaquilito.

Desde el refugio de una columna vimos unas figuras amorfas: encapuchados, con los cuerpos deformes por los trapos debajo de sus overoles. Gritaban enardecidos y repartían volantes. «Los más feroces rugían sin razón alguna», me dije haciendo eco de las palabras de Yourcenar. Mi sobrina presenciaba todo con sus ojos desorbitados, como si fuese una alucinación de la que no podía despertar. Siguieron más explosiones y luego el bloqueo de la calle Barranquilla, justo por donde teníamos pensado salir. Curtido —¿acostumbrado? ¿resignado? ¿indolente? ¿cómplice?— ante esas tropelías, sabía que la parte de atrás de la Universidad, por la cafetería de Deportes o por la salida del Ferrocarril, estaría en calma. Los bloques cercanos seguirían con sus clases; en los pasillos y jardines continuarían las conversaciones casuales, los eventos y las demás actividades propias del día a día universitario. Por allá salimos, mientras el tropel se extendía más de lo pensado y los gases lacrimógenos llegaban desde los antimotines.

Mi sobrina es ahora una mujer adulta y profesional. Nunca más volvió a la Universidad de Antioquia ni mucho menos quiso estudiar en ella. Mis ruegos fueron infructuosos, mis razones sin peso: «Es la mejor universidad»; «Hay un ambiente cultural inigualable». Nada valió. El motivo: terror. Un trauma, una experiencia no asimilada, una angustia indescriptible ante las explosiones y ante esas figuras contrahechas, sin rostro e informes, monstruos en la mente de una niña que no entendió por qué tenían tanta irritación.

Para ella, un terror, para otros una fiesta: recuerdo que con cada detonación aplaudían eufóricamente, entraban en un arrobamiento casi orgásmico. Ahora no puedo dejar de ver algo similar en aquellos que se enardecen con los fuegos artificiales de la mal llamada ‘alborada’, inventada, según dicen los versados, por los paracos; celebración rediviva cada 30 de noviembre.

También lo veo en los hinchas fanáticos, que furibundos celebran con explosiones y juegos pirotécnicos, en las afueras del Atanasio Girardot, la derrota o el triunfo de su equipo. Una fiesta. Pero terror para los pájaros, los animales domésticos y para muchas personas. Terror también para muchos en la Universidad de Antioquia con las detonaciones aturdidoras de los petardos. Más terrible todavía para aquellos que entran en crisis ante ruidos cuyos decibeles superan su propio nivel (como suele ocurrir en personas con autismo).

Muchos en la Universidad no celebran. O entran en pánico. O no están de acuerdo. O salen corriendo y dejan todo en sus oficinas, terminan las clases antes de tiempo y se esfuman ocultando su desazón. Ni siquiera las ceremonias de grados han estado a salvo. Familias humildes que vienen a la graduación de sus hijos han tenido que abandonar apresuradamente el Teatro Universitario Camilo Torres y la Universidad. Desorientadas vagan de un lugar a otro buscando por donde salir, sin saber qué pasa, horrorizadas, pero con alivio de que sus hijos hayan sobrevivido a ese desafuero y que, por fin, han finalizado su estadía en la Alma Mater.

Muchos años después de aquella desafortunada experiencia con mi sobrina, la Universidad sigue igual. Cada tanto vive un terror que no es sin consecuencias, porque la existencia es una sucesión ininterrumpida de acontecimientos en los que cada acto desencadena múltiples reacciones, que a su vez provocan otras más y otras y... Por eso, un sujeto ético busca, no solo tomar consciencia de sus valores, preconcepciones y principios, sino también analizar las consecuencias de sus acciones y comprender su cuota de participación en el destino singular —propio— y general —otros, cultura, humanidad—.

Sembrar y cultivar un bello jardín es una invitación para las mariposas, las abejas, los pájaros; para la reproducción del maravilloso ciclo de la polinización y la dispersión de las semillas; para más flores y más árboles y, ¿por qué no?, una invocación a la lluvia. De igual manera la violencia es una provocación a más violencia. Una invitación a la respuesta airada y desproporcionada de las fuerzas policivas, de los gases, de las balas de goma, de las granadas, de los disparos, del allanamiento, de la destrucción, de la muerte. Hay corresponsabilidad: tirar petardos, armar el tropel, parar la universidad, llenarla de terror, provoca reacciones igualmente violentas. Además, todo ello actualiza el inmenso riesgo para quienes manipulan explosivos. ¿Cuántos estudiantes o encapuchados han quedado mutilados? ¿Cuántos han fallecido, cuántos han dejado sus cuerpos desperdigados como piltrafas humanas? Son tristemente recordadas Magaly Betancur y Paula Andrea Ospina, dos jóvenes estudiantes de la Universidad Nacional que fallecieron en la Universidad de Antioquia, al parecer, mientras manipulaban explosivos en el marco de una protesta en el año 2005.

La Universidad: lugarteniente de la cultura y la democracia, del debate racional y razonable, de la libre expresión de las ideas, de la investigación, de las más bellas expresiones artísticas, de la pedagogía crítica y analítica… ¡Mentiras! Pareciera que en ella lo habitual es el tropel, la confrontación, la discontinuidad en los procesos, la rabia, la exacerbación, la violencia, el terror.

¿Podrá la Universidad retomar su esencia, exorcizar todo aquello que quiere suplantarla en sus más fundamentales funciones y desplegar su areté, su excelencia suprema?

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