El anti-uribista y el comensal
El anti-uribista y el comensal
"...El votante promedio elige movido por sus pasiones. Luego intenta justificar su decisión mostrando las virtudes evidentes de su candidato y los patéticos defectos del candidato opositor. Primero viene la sensibilidad y luego llega la razón..."
“¿Pero por qué otra vez el Uribismo llegó al poder?”—se escuchan los lamentos mientras los ganadores saborean la miel de la victoria. Lo más probable es que las decisiones electorales sean el resultado de muchísimos factores y que la manera como interactúan dichos factores sea tan compleja que una persona del común no podría comprender el mecanismo subyacente. A pesar de ese obstáculo innegable, no es del todo irracional formular ciertas hipótesis.
Los llamados “sentimentalistas morales” han sostenido desde hace mucho tiempo que nuestras preferencias morales y políticas tienen raíces estéticas y afectivas. En consecuencia, resulta vano intentar encontrar razones de peso, libres de toda inconsistencia, para explicar los resultados del pasado domingo. El votante promedio elige movido por sus pasiones. Luego intenta justificar su decisión mostrando las virtudes evidentes de su candidato y los patéticos defectos del candidato opositor. Primero viene la sensibilidad y luego llega la razón.
El psicólogo Jonathan Haidt ha desarrollado esta hipótesis con base en un sinnúmero de fuentes teóricas y datos empíricos(*). Haidt compara la moral y la política con la cocina. En consecuencia, las distintas preferencias morales y políticas serían similares a los distintos gustos culinarios. Quien prefiere la comida italiana a la comida tailandesa disfruta más la manera como los italianos combinan ciertos sabores. En el caso de la moral y la política, los sabores básicos no son lo salado, lo dulce, lo ácido y lo amargo, sino valores como la igualdad, la justicia, la libertad, la autoridad y lo sagrado.
Creo que esta analogía nos permite entender mejor la situación colombiana: estamos ante maneras muy diferentes de combinar valores. En consecuencia, los anti-uribistas penamos al intentar comprender por qué tantos electores llevaron al Uribismo de regreso al poder. Como eso es algo que todavía no entiendo, quisiera más bien concentrarme en la posición anti-uribista.
Los votantes uribistas suelen acusarnos de votar movidos por el odio. Quizá esa caracterización se aplique para ciertos votantes. Pero no para todos. A mí y a la mayoría de los anti-uribistas que conozco nos mueve la repugnancia. Supongamos que un comensal se ha enterado, mediante varios periódicos y personas allegadas, que uno de sus restaurantes favoritos está infestado de ratas. ¿Debería nuestro comensal continuar cenando en ese restaurante? La respuesta parece ser un “no” rotundo. La situación es estructuralmente análoga a la situación con Álvaro Uribe.
A Uribe lo acusan muchísimas fuentes, tanto en Colombia como en el extranjero, de ser el autor intelectual de varias masacres, de ser el responsable principal de los falsos positivos y de haber coordinado el asesinato de varios testigos. Algunos anti-uribistas afirman con certeza que esas acusaciones son verdaderas. Yo creo que la mayoría de los anti-uribistas no podríamos afirmarlo con certeza. En casos tan complejos como éste, sólo jueces y magistrados pueden estudiar la evidencia. No obstante, ello no nos impide sentir repugnancia por ese personaje. La analogía del restaurante parece apta una vez más. Ningún ciudadano normal iría a un restaurante que, según muchos dicen, está infestado de ratas. Las simples sospechas son una razón más que suficiente para no cenar en ese lugar. El punto curioso es que a muchos uribistas no parece incomodarles en lo más mínimo esa posibilidad. Y ello a pesar de que existan investigaciones en curso en la Corte Suprema de Justicia y reportajes periodísticos elaborados por reconocidos actores de la vida pública. El sentimentalismo moral ofrece una posible explicación: los perros y los gatos no tendrían reparo alguno en comer en un restaurante infestado de ratas. El elector de Duque es como esos perros y gatos. En materia de ratas, sus escrúpulos son menores.
Muchos anti-uribistas sostenemos que la violencia por fuera del orden estatal nunca está justificada. Somos pacifistas. Sentimos que ese tipo de violencia nunca será un buen medio para alcanzar ningún fin, ni siquiera el fin de volver a la finca todos los fines de semana. Por lo tanto, la menor sospecha de que ciertos agentes han promovido y coordinado atroces actos de violencia por fuera del orden estatal nos produce un deseo incontenible de vomitar.
Algunos uribistas piensan que con Duque todo es diferente. Quizá Uribe sea responsable de todos esos crímenes—nos dirán. No obstante, les alivia pensar que no existe la menor sospecha en contra de Duque. El sentimentalista moral invitará a esos electores a plantearse otra pregunta: ¿Estarían dispuestos a cenar en otro restaurante—esta vez dirigido por otro cocinero—que hiciera parte de la misma cadena de restaurantes que nuestro restaurante anterior? Si uno realmente siente repugnancia por las ratas, la desconfianza se extenderá automáticamente a ese nuevo restaurante. Después de todo, no existe razón alguna para pensar que el problema de nuestro restaurante original no sea un problema generalizado en todos los restaurantes de la cadena. Resulta difícil pensar que una cadena que realmente le da importancia a la higiene haya permitido que uno solo de sus restaurantes esté infestado de ratas.
Si el lector uribista se siente ofendido, le recuerdo que no estoy lanzando ninguna acusación. Simplemente estoy describiendo las reacciones que tenemos muchos anti-uribistas cuando algo nos repugna: cualquier sospecha de que nuestra comida preferida podría estar contaminada es una razón más que suficiente para sentir náuseas. Además, las sospechas son muchísimas y provienen de fuentes muy variadas.
Si el sentimentalismo moral es verdadero, la única manera de acabar con el Uribismo es acabar con esa sensibilidad que permite que tanta gente de bien le otorgue el más mínimo beneficio de la duda a políticos que, según muchas fuentes, se asocian con matones y corruptos. ¿Cómo podríamos cambiar esa sensibilidad? Si una persona nunca ha escuchado música de otros lugares, morirá creyendo que el reguetón y el vallenato son las mayores manifestaciones musicales de la historia. Si una persona nunca ha comido algo diferente de una bandeja paisa o de un ajiaco, morirá sin saber que existen maneras diametralmente opuestas de sorprender un paladar. Podemos moldear nuestra sensibilidad política si nos aventuramos a tener nuevas experiencias. Para eso tenemos que atrevemos a viajar más allá de los confines de nuestra limitada geografía (y hablar con personas verdaderamente diferentes), arriesgarnos a comparar nuestra visión del mundo con la visión de ese otro al que hemos estigmatizado durante tanto tiempo y tratar de ponerle freno a esa tendencia desmesurada a aislarnos cada vez más en conjuntos residenciales protegidos del mundo externo por vigilantes y cercas eléctricas. De lo contrario, moriremos convencidos de que nuestra sensibilidad moral y política es la única combinación de sabores de la humanidad.
(*) Véase: Jonathan Haidt, The Righteous Mind: Why Good People are Divided by Politics and Religion, Vintage Books, New York, 2012
Nota
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