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Opinión

Cuando nadie te cree: las celdas invisibles del sufrimiento universitario

12/12/2025
Por: John Aiber López Pérez. Estudiante de Medicina de la UdeA.

«Seguimos viendo categorías, no rostros: un estudiante de posgrado que pide prórroga es un vago; un estudiante de pregrado que llora es «inestable»; un docente que se quiebra, no tiene vocación. Perdemos el rostro. Y con él, perdemos la responsabilidad ética. Deshumanizamos para no tener que hacernos cargo. La neurociencia del trauma responde qué puede estar pasando. Cuando alguien es sometido repetidamente a un ambiente que percibe como hostil o invalidante, su sistema nervioso entra en «inmovilización»: ni lucha ni huida, sólo colapso. Es la respuesta más primitiva del sistema nervioso autónomo ante una amenaza inescapable».

Un amigo me contó una historia que parece sacada de una pesadilla kafkiana pero ocurrió, realmente, en 1970 en Medellín. Un estudiante de medicina llegó puntual a su rotación clínica en un hospital psiquiátrico de la ciudad. Su profesor lo había citado allí. 

Mientras esperaba, aparecieron dos celadores. Sin mediar palabra lo tomaron de los brazos: «Para adentro». Intentó explicarse: «Soy estudiante, vengo a la práctica». Los hombres se rieron con sarcasmo. «¿Ahora se cree estudiante? Todos aquí dicen ser algo que no son». Y lo metieron a una celda como un paciente más.  El ruido metálico retumbó como una sentencia.  

Al día siguiente, durante la ronda matutina, el profesor lo encontró sentado en el suelo de la habitación acolchado, descalzo y con la mirada perdida. «¿Qué hace usted aquí?», preguntó pálido. El estudiante relató la pesadilla de las últimas veinticuatro horas. El profesor, quizás sintiéndose culpable, le dijo: «Váyase para su casa a descansar el resto del mes. Ya sabe cómo es esto». La respuesta del estudiante convierte esta anécdota en una lección profunda: «Con más razón, profesor. Quiero realizar esta práctica psiquiátrica».

Esta anécdota revela el poder destructivo de la invalidación —ese proceso de negar o minimizar la realidad de otra persona— y, paradójicamente, su potencial transformador.  

El rechazo social y la invalidación activan las mismas áreas cerebrales que procesan el dolor físico. El cerebro no distingue entre el dolor de un golpe y el dolor de ser excluido o no creído.

Cuando al protagonista de este relato le respondieron con burla a su «soy estudiante», su sistema nervioso registró una amenaza existencial: no negaban un dato, borraban su identidad y la reemplazaron por «delirante». Los estudios sobre trauma secundario muestran que la herida más profunda suele ser la segunda: contar lo que te pasó y que nadie te crea.  El mensaje implícito es: tu realidad no importa, tu experiencia no es válida, no mereces ser escuchado.

Hoy, en 2025, el estudiante universitario que confiesa agotamiento severo, ansiedad paralizante, o depresión, escucha: «Todos estamos cansados, no exageres», «Así es la academia, si no aguantas quizá no tienes madera», «En mis tiempos no había depresión, había pereza». Intenta explicar que esto es diferente, que no puede más, que necesita ayuda, y la respuesta implícita es: lo que estás sintiendo no es válido, estás siendo dramático, estás buscando excusas. Poco a poco empieza a dudar de sí mismo: «¿Será que estoy exagerando? ¿Será que soy el único débil?». Esa duda autoimpuesta es la celda más brutal de todas.

Y es aquí que debemos hablar de la empatía corporizada. Nuestro cerebro tiene neuronas especiales que se activan tanto cuando realizamos una acción como cuando observamos a otro realizarla. Son la base neurobiológica de la empatía. Cuando veo a alguien sufrir, estas neuronas me permiten «sentir» ese sufrimiento en mi propio sistema nervioso. Estas neuronas espejo funcionan mejor cuando hay experiencia previa. Si he experimentado dolor, puedo empatizar más cuando veo a alguien lastimarse. Si he experimentado rechazo social, puedo comprender más profundamente a alguien que está siendo excluido. Y si he estado del otro lado, en una posición de vulnerabilidad extrema donde nadie me creía, mi cerebro puede resonar con ese estado en otros de una manera que el simple conocimiento teórico nunca podría lograr.

El problema es que muchas veces no vemos rostros. Vemos categorías. Diagnósticos.Números. Los hombres que encerraron al estudiante en 1970 no vieron su rostro. Vieron una categoría: «paciente psiquiátrico». Y esa categorización permitió la deshumanización.

Seguimos viendo categorías, no rostros: un estudiante de posgrado que pide prórroga es un vago; un estudiante de pregrado que llora es «inestable»; un docente que se quiebra, no tiene vocación. Perdemos el rostro. Y con él, perdemos la responsabilidad ética. Deshumanizamos para no tener que hacernos cargo. 

La neurociencia del trauma responde qué puede estar pasando. Cuando alguien es sometido repetidamente a un ambiente que percibe como hostil o invalidante, su sistema nervioso entra en «inmovilización»: ni lucha ni huida, sólo colapso. Es la respuesta más primitiva del sistema nervioso autónomo ante una amenaza inescapable.

Desde afuera parece apatía, desinterés, ausentismo. Desde adentro es un sistema nervioso en protección extrema, tratando de sobrevivir a un ambiente que lo está sobrepasando. Las señales están ahí, escritas en nuestra fisiología. Solo que a veces no sabemos leerlas, o peor aún, las ignoramos.

Viktor Frankl decía que la última libertad es elegir la actitud ante las circunstancias. El estudiante de 1970 transformó su humillación en vocación, pero tuvo tres cosas que hoy muchos no tienen: alguien que abrió la puerta, una narrativa que dio sentido al horror y apoyo para procesarlo. Sin esos andamios el sufrimiento solo destruye.

En 1970 había barrotes tangibles. Hoy las rejas son tuits, mensajes de grupo de WhatsApp y rankings de productividad.  Las celdas de hoy están hechas de expectativas irreales y de la sentencia descabellada «la salud mental no es excusa». Cuando alguien ya no puede más, a veces toma la única puerta que parece quedar.

La lección no es que el dolor sea bueno o necesario para ser empático. Es que quienes han estado del otro lado pueden convertirse en quienes sí ven, sí escuchan y sí cuidan.  Pero para eso necesitamos que sobrevivan. Que tengan apoyo. Que sus narrativas sean validadas. Que alguien vea su rostro, crea su historia y abra la puerta. A tiempo.
 

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Notas:

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