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Opinión

Cuando el cerebro colapsa: la trampa neurobiológica del rendimiento académico

04/12/2025
Por: John Aiber López Pérez. Estudiante de Medicina de la UdeA.

«Aquí está el verdadero engaño de esta cultura del rendimiento: nos convencieron de que estar sobrecargados es evidencia de que somos importantes. «No tengo tiempo» se ha convertido en nuestra forma de decir «valgo la pena». Esta es una narrativa que aprendemos desde múltiples frentes: la glorificación de la productividad en redes sociales, la cultura del trabajo sin descanso del mercado laboral, las expectativas de familias que equiparan éxito con agotamiento. Internalizamos que la sobrecarga es elección personal y no imposición cultural».

En un conversatorio sobre la sociedad del cansancio, Piedad Bonnett dijo algo que resonó en toda la sala: entre el cansancio y el suicidio no hay más que un paso. La frase me golpeó. Y hay una pregunta: ¿qué le pasa a nuestro cerebro cuando el agotamiento deja de ser temporal y se vuelve nuestra forma de vida? Esta crisis no es solo psicológica o emocional. Es biológica.

Veo el agotamiento en los rostros de mis compañeros, en los docentes que corren de un trabajo a otro sosteniendo múltiples responsabilidades simultáneas, en el personal administrativo que debe mantener sistemas funcionando con recursos limitados. El tiempo personal, la vida familiar, el descanso, la salud, se vuelven recursos cada vez más escasos que sacrificamos en el altar de la productividad.

Hace unos meses un amigo me contó que había colapsado. Estuvo casi un año corriendo entre compromisos. Hasta que un día no pudo levantarse de la cama. Su cuerpo había dicho basta. Lo inquietante es que esto no fue excepcional, fue predecible.

Ante una amenaza, nuestro cuerpo activa la respuesta de estrés. Cuando la amenaza pasa, vuelve a la calma. Pero en esta sociedad del rendimiento la amenaza nunca termina. Siempre hay otra tarea por realizar. Los investigadores lo llaman «carga alostática»: cuando los estresores son crónicos y provienen de múltiples fuentes simultáneas, el cuerpo acumula un desgaste medible. Y eventualmente, el sistema falla.

Cuando el cortisol —la hormona del estrés— está elevado constantemente, afecta el hipocampo, estructura cerebral esencial para la memoria y el aprendizaje. La paradoja es devastadora. Estudiamos hasta el agotamiento para aprender, pero el agotamiento daña nuestra capacidad de aprender. El estrés crónico puede reducir el volumen de esa región cerebral. Es como acelerar un motor sin dejarlo enfriar: las piezas se funden.

Otra región afectada es la corteza prefrontal, que distingue entre lo urgente y lo importante. Cuando se debilita, todo se vuelve urgente, todo es amenazante. Mi amigo llegó al punto donde ya no podía distinguir qué merecía su atención inmediata. Todo se sentía como emergencia. Esta incapacidad para priorizar no es desorganización: es daño neurobiológico.

Cuando perdemos la capacidad de distinguir lo urgente de lo importante, perdemos también la capacidad de cuidarnos. Dejamos de comer porque «no hay tiempo». Cancelamos citas médicas porque «hay entregas urgentes». No hacemos ejercicio, no descansamos, no buscamos ayuda. Cada vez que posponemos nuestro bienestar por algo «urgente», reforzamos el circuito que nos mantiene atrapados.

La amígdala —el centro del miedo—, mientras tanto, se vuelve hiperactiva. Todo se siente peligroso: un correo, una mirada, una evaluación, un comentario en redes. Y esta combinación —hipocampo atrofiado, corteza prefrontal debilitada, amígdala hiperactiva— es el perfil cerebral de trastornos de ansiedad y depresión.

Y aquí se cierra la trampa perfecta: tengo miedo de quedarme atrás, entonces me comparo. Al compararme, me siento impostor. Para demostrarlo, trabajo más. Trabajar más me agota. El agotamiento me hace rendir menos. Rendir menos confirma que soy un impostor. El círculo se cierra. Y cada vez que lo recorro, mi cerebro cambia. Lo que empezó como sensación psicológica se vuelve realidad neurobiológica. Y en algún punto de ese círculo, alguien decide que ya no puede más.

Pero aquí está el verdadero engaño de esta cultura del rendimiento: nos convencieron de que estar sobrecargados es evidencia de que somos importantes. «No tengo tiempo» se ha convertido en nuestra forma de decir «valgo la pena». Esta es una narrativa que aprendemos desde múltiples frentes: la glorificación de la productividad en redes sociales, la cultura del trabajo sin descanso del mercado laboral, las expectativas de familias que equiparan éxito con agotamiento.

Internalizamos que la sobrecarga es elección personal y no imposición cultural. Nos dicen que la clave es «gestión del tiempo», pero gestionar mejor mi tiempo no cambia las presiones estructurales de un mundo hiperconectado y competitivo. Ser resiliente no debería significar aguantar condiciones que destruyen la salud mental.

Ante esta realidad, alguien podría pensar que propongo bajar nuestros estándares institucionales. Todo lo contrario. Esto no es un llamado a bajar estándares académicos o a renunciar a la excelencia; al revés, es un grito por una excelencia auténtica y sostenible. Podemos —y debemos— aspirar a lo más alto, pero no a costa de cerebros erosionados por el estrés crónico.

Imaginemos un rendimiento académico donde la innovación florece porque las mentes están descansadas y creativas, donde el aprendizaje profundo surge de un equilibrio que nutre el hipocampo y fortalece la corteza prefrontal, no de una carrera agotadora que los debilita. La verdadera excelencia surge de humanos íntegros, no de supervivientes al borde del colapso; es hora de redefinir el éxito como un logro que eleva, no que destruye.

Porque, de continuar así, vamos a seguiremos produciendo colapsos predecibles que llamaremos tragedias inevitables, mientras el motor sigue acelerado, sin pausa, hasta que no quede nadie en condiciones de apagarlo. La neurobiología nos muestra que no estamos exagerando: esta cultura nos está destruyendo. El agotamiento crónico no es debilidad sino daño cerebral medible. Cuando alguien colapsa, no fracasó: sobrevivió lo más que pudo a presiones insostenibles.

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