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Opinión

Colombia: el país de la viveza

03/10/2025
Por: Luis Miguel Ramírez Aristeguieta. Profesor de la Facultad de Odontología de la UdeA*

«Este es el círculo vicioso: la corrupción de arriba no solo roba recursos, sino también la legitimidad para exigir integridad abajo. La viveza del desesperado ofrece coartada moral al corrupto poderoso, y viceversa. Ambos se retroalimentan en un ecosistema de desconfianza donde la cooperación social —base de todo milagro económico— resulta imposible. Las decisiones del gobierno muestran cómo la falta de ejemplaridad y visión estratégica perpetúa la desconfianza. En Colombia se ha normalizado que «político», «ladrón» y «viveza» sean sinónimos».

Albert Schweitzer: «El ejemplo no es lo principal para influir sobre los demás, es lo único».

Todos anhelamos que Colombia despegue, con más empleo formal, industria sólida, innovación real y riqueza compartida. Pero la realidad es dura: arrastramos lastres históricos y culturales que nos frenan, y ningún gobierno podrá superarlos sin transformar de raíz nuestra forma de vivir y convivir. Seguimos atrapados en esa corrosiva máxima nacional: «el vivo vive del bobo, y este de su mamá».

No se puede pedir a la población que deje de ser «viva» si sus líderes no dan ejemplo. Desde la presidencia hasta las alcaldías, pasando por Congreso, asambleas y gobernaciones, la corrupción ha sido un patrón constante. Como dice el periodista Gonzalo Guillén, un cambio de gobierno suele ser apenas un relevo de turno entre ladrones de ideologías contrarias. Mientras esa sea la norma, ningún gobernante logrará nada: si hay ladrones arriba, la desesperanza abajo se traduce en reacción de supervivencia.La gente aprende rápido que cumplir reglas no protege a nadie, sobre todo cuando se roba hasta el agua y la comida de los niños. Una política tan cruel y cínica no puede exigir moral. Así, la viveza y el CVY —¿cómo voy yo?— dejan de ser «mala conducta» y se convierten en mecanismos de supervivencia frente a un sistema que castiga a los íntegros.

Hoy la violencia y la inseguridad siguen creciendo, mientras la autoridad estatal demuestra incapacidad para controlar los territorios. Este clima de miedo y desconfianza refuerza la informalidad y la pobreza, desincentiva la inversión y empuja a la población a recurrir a atajos, evidenciando que el Estado ni protege ni ofrece oportunidades. El abandono estatal es decisivo: muchas regiones carecen de educación de calidad, infraestructura y seguridad, lo que obliga a improvisar y depender de la viveza para sobrevivir. Esta dinámica no solo explica la informalidad, sino también fenómenos como el narcotráfico, que funcionan como respuestas adaptativas ante la ausencia de opciones formales.

La promesa de paz ha producido efectos perversos. La permisividad frente a la delincuencia aumenta la violencia y legitima la viveza y la bribonada como estrategias de supervivencia, evidenciando que la autoridad no garantiza seguridad ni oportunidades. La mezcla de guerrilla, paramilitarismo, abandono estatal y pobreza ha generado una cultura de adaptación que explica por qué tantos colombianos recurren a la viveza para sobrevivir. La debilidad institucional, además, refuerza la informalidad y el crimen como formas de subsistencia, consolidando esa cultura frente a un Estado ausente o capturado por intereses particulares.

Lo más doloroso es la normalización de la trampa y el CVY. Esta lógica, que permea desde la calle hasta la política, se ha institucionalizado junto con el soborno y explica por qué cualquier plan de gobierno, reforma o incentivo económico fracasa si no hay cambios profundos en la cultura ciudadana. Los colombianos han cultivado una inteligencia adaptativa para sortear un sistema que rara vez los favorece, recurriendo a estafas como mecanismo de supervivencia.

El propio presidente Turbay lo admitió con desparpajo: «la corrupción hay que llevarla a sus justas proporciones». Desde entonces, como Prometeos efímeros, quienes llegan al poder cargan un fuego que no les pertenece: el águila ya no devora sus hígados, sino el de todos los colombianos, desgarrado una y otra vez en el suplicio interminable de la corrupción y de su hija predilecta, la viveza.

Las decisiones recientes en política económica y social han sido inconsistentes e incapaces de romper el círculo de informalidad, pobreza y corrupción: incentivos mal diseñados y programas de empleo precario refuerzan la desconfianza, muestran que el sistema formal no protege ni premia el mérito y empujan a la improvisación y al fraude como estrategias de supervivencia frente a un Estado que mira de soslayo, mientras el poder presidencial celebra nombramientos sin mérito ni experiencia y blinda a impresentables con el dedo clientelista. ¿Cómo llamar a esto, si no abuso del poder y más viveza?

En Asia esa estrategia sería inaceptable: en Japón, Corea del Sur o Singapur, el ingenio se aplica siempre dentro de reglas estrictas, cuya violación implica sanciones sociales. Allí, la confianza en las instituciones y el respeto por las normas permiten la cooperación y el crecimiento sostenido. Los milagros económicos que admiramos no se explican solo por dinero o inversión extranjera, sino por sociedades que respetaban reglas, premiaban el mérito y castigaban la trampa, trabajaban juntas y confiaban en sus instituciones. Eso no se copia con decretos ni con ministros bien intencionados: es un cambio cultural de raíz, que toma décadas.

Para entender mejor nuestra situación, conviene mirar a los vecinos. En Uruguay y Chile, la informalidad es menor y la confianza en las instituciones permite que las normas se respeten más ampliamente. En Perú y Bolivia, la producción de coca se concentra en zonas rurales y aisladas, con limitada presencia estatal, pero sin la violencia urbana ni el alcance transnacional de los carteles mexicanos. México, en cambio, enfrenta organizaciones extremadamente poderosas y violentas, que incluso impactan a Colombia mediante rutas de tráfico y financiación. Aun así, el contexto colombiano sigue siendo único.

Este es el círculo vicioso: la corrupción de arriba no solo roba recursos, sino también la legitimidad para exigir integridad abajo. La viveza del desesperado ofrece coartada moral al corrupto poderoso, y viceversa. Ambos se retroalimentan en un ecosistema de desconfianza donde la cooperación social —base de todo milagro económico— resulta imposible.

Las decisiones del gobierno muestran cómo la falta de ejemplaridad y visión estratégica perpetúa la desconfianza. En Colombia se ha normalizado que «político», «ladrón» y «viveza» sean sinónimos. Cuando los ciudadanos constatan que los problemas estructurales siguen intactos, que los gobernantes no rinden cuentas, que todo se repite como un eco de administraciones anteriores y que nadie paga por robar, la confianza colectiva se desmorona. En ese escenario, la viveza deja de ser un simple defecto moral y se convierte en reacción lógica frente a un Estado que no protege, no premia la integridad, no incentiva la honestidad y, lo más grave, no ejerce liderazgo con coherencia.

La viveza no es una virtud ni un defecto individual; es un rasgo cultural forjado por siglos de desigualdad, informalidad y fragilidad institucional. La mezcla de abandono estatal, corrupción, pobreza, violencia y CVY explica por qué los «milagros asiáticos» —basados en planificación estratégica, disciplina cívica y respeto por la ley— no prosperan aquí: la impunidad y la ausencia de sanciones ejemplares socavan cualquier intento de orden y confianza.

Romper el ciclo exige más que discursos: requiere mecanismos irrevocables de transparencia y rendición de cuentas —una justicia independiente que persiga el delito de cuello blanco con la misma eficacia que al pequeño infractor, cárceles sin privilegios para los funcionarios corruptos, recuperación de activos, inhabilitación política y veedurías ciudadanas con poder real sobre la contratación pública—. Solo así la desesperanza podrá convertirse en confianza y el ingenio de supervivencia en innovación productiva.

El cambio debe venir de arriba —líderes que den ejemplo— y de abajo —ciudadanos que exijan y practiquen la ética cotidiana. Mientras eso no ocurra, seguiremos siendo un país brillante en astucia individual, pero incapaz de sostener un progreso colectivo duradero.

Plus: En la repartición de las riquezas del mundo, a Colombia le tocó un poco de todo; lo demás —para bien y para mal— lo suplimos con viveza.
 

• * Investigador en ciencias de la salud y observador de asuntos globales

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Notas:

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