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Opinión

Una destrucción creativa para nuestras facultades de ingeniería

20/10/2025
Por: David Stephen Fernández McCann. Profesor de la Facultad de Ingeniería de la UdeA.

«Nuestras facultades de ingeniería se parecen a un organismo con un corazón fuerte pero con las arterias obstruidas. El conocimiento late con potencia, la inteligencia técnica está viva, pero el flujo hacia el entorno está bloqueado por capas de burocracia y miedo al cambio. El sistema bombea energía, pero no logra que llegue a donde más se necesita: la sociedad y el sector productivo. Aplicar un stent al sistema universitario —un stent, en el sentido más literal y simbólico— significa abrir paso a esa circulación interrumpida. La extensión no puede seguir siendo una oficina de trámites; debe convertirse en el canal vital que devuelva a la universidad su función más noble: integrar el saber con el hacer».

Introducción. Me gusta escuchar, al final del día, algún podcast sobre las noticias más relevantes. Lo hago como quien enciende una luz de fondo mientras termina la rutina: cierro el computador, reviso los correos pendientes, guardo las notas de clase. Es mi manera de dejar que las ideas se acomoden solas mientras el día se apaga. Hace poco, entre titulares sobre política, ciencia y tecnología, apareció un episodio dedicado a los Premios Nobel 2025. No esperaba quedarme escuchando con tanta atención, hasta que oí tres palabras que me resultaron familiares y, a la vez, provocadoras: inteligencia artificial, destrucción creativa y conocimiento proposicional y prescriptivo.

Volví a escucharlo con calma y entendí que hablaban del Premio Nobel de Economía 2025, otorgado a Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt. El reconocimiento se debía a su mérito por explicar el crecimiento económico sostenido que ha caracterizado al mundo desde la Revolución Industrial, un crecimiento impulsado por la innovación tecnológica y por la interacción —a veces tensa, pero fecunda— entre la ciencia y la
práctica.

Fui entonces al sitio oficial de los Premios Nobel y, luego de leerlo, sentí que el mensaje del Nobel iba mucho más allá de la economía: hablaba, en el fondo, de nuestras facultades de ingeniería, de cómo pensamos el conocimiento y de la urgencia de aplicarlo decididamente a las necesidades reales de nuestro entorno, más que de limitarnos a renovarlo dentro de los marcos académicos tradicionales.

Lo que mostraron los números antes del modelo. Antes de construir sus modelos, los ganadores del Nobel de Economía 2025 partieron de una observación contundente: desde la Revolución Industrial, la humanidad ha experimentado un crecimiento económico sostenido sin precedentes. Los registros históricos mostraban que el PIB per cápita de Europa Occidental y Norteamérica creció de manera constante entre 1.5 % y 2 % anual durante más de dos siglos, algo que jamás había ocurrido en la historia. A ello se sumaba una explosión en la producción de conocimiento: el número de patentes, inventos y publicaciones científicas se multiplicó exponencialmente, evidenciando que el progreso tecnológico seguía una curva ascendente y autoacelerada. Paralelamente, el empleo agrícola cayó de más del 70 % a menos del 5 % en las economías desarrolladas, mientras la productividad total de los factores —el componente del crecimiento no explicable por capital ni trabajo— se convertía en la verdadera fuente del aumento del ingreso real.

Pero las cifras revelaban algo más: el crecimiento no era homogéneo. Los países que invertían en educación técnica, investigación y apertura al comercio avanzaban mucho más rápido que aquellos que dependían de recursos naturales o de estructuras cerradas.En conjunto, estos datos cuantitativos delineaban una conclusión poderosa: la prosperidad moderna no se debía a la acumulación, sino a la renovación continua del conocimiento y la tecnología. Esa evidencia llevó a Aghion y Howitt a formular su modelo de destrucción creativa —la idea de que el progreso surge al reemplazar lo viejo por lo nuevo— y a Mokyr a demostrar que las condiciones culturales e institucionales que sostienen ese ciclo son tan decisivas como la innovación misma.

La idea de la destrucción creativa y la unión de dos saberes. La destrucción creativa describe el proceso mediante el cual cada innovación reemplaza lo anterior, generando al mismo tiempo progreso y ruptura. Schumpeter la concibió como la esencia del capitalismo, pero Aghion y Howitt la transformaron en un modelo cuantificable del crecimiento: las economías avanzan cuando las nuevas ideas desplazan a las viejas, impulsadas por la competencia y la búsqueda de productividad. En ese movimiento, algunos sectores desaparecen mientras otros florecen; el empleo se reconfigura y los saberes deben reinventarse. El crecimiento, entonces, no es acumulación continua, sino renovación permanente: el costo de innovar es destruir lo que ya no produce valor.

En paralelo, Joel Mokyr explicó las raíces culturales de esa dinámica al distinguir dos tipos de conocimiento que, al unirse, hicieron posible la Revolución Industrial: el conocimiento proposicional —científico o teórico, que explica el por qué— y el prescriptivo —técnico o práctico, que muestra el cómo—. Durante siglos permanecieron separados: el filósofo natural y el artesano no compartían lenguaje. Mokyr demostró que el verdadero salto ocurrió cuando ambos mundos comenzaron a alimentarse mutuamente. Así, el modelo reconocido por el Nobel 2025 se sostiene en esta convergencia: el progreso sostenido surge cuando el saber por qué se transforma en saber cómo, y las instituciones logran que la ciencia y la técnica trabajen como un solo sistema vivo de innovación.

Radiografía de nuestras facultades de ingeniería. Si se aplicara una tomografía a las facultades de ingeniería del país, la imagen revelaría un organismo vigoroso en discurso, pero con una arteria obstruida en su sistema circulatorio: la burocracia académica. Su arquitectura institucional, pensada para asegurar control y calidad, ha terminado convirtiéndose en un freno de mano para la destrucción creativa que exige la innovación. En lugar de premiar la invención, el riesgo o la transferencia tecnológica, el sistema recompensa la producción más fácil de estandarizar: el paper, ese resultado perfectamente clasificable, medible y evaluable que cabe en los formularios de Minciencias. Publicar se volvió la métrica del éxito, no porque sea lo más valioso, sino porque es lo más contable.

La paradoja es que se facilitan todos los procesos que conducen al paper —comités, plataformas, plantillas, indexaciones— mientras que desarrollar un prototipo o ensayar una aplicación real es una carrera de obstáculos. La innovación, entonces, se gestiona bajo la misma lógica que la investigación tradicional: con convocatorias rígidas,cronogramas inflexibles y métricas de cumplimiento, como si la creatividad pudiera tramitarse por ventanilla. En ese ecosistema, la extensión universitaria, que debería ser el puente natural con la industria y la sociedad, se reduce a una oficina de gestión
documental. Se confunde la tramitología con la transferencia y la firma de un convenio con la colaboración genuina. Así, el potencial creativo de las facultades se diluye en procesos administrativos que aseguran el procedimiento, pero sofocan el propósito.

Una cirugía para liberar el corazón universitario. Nuestras facultades de ingeniería se parecen a un organismo con un corazón fuerte pero con las arterias obstruidas. El conocimiento late con potencia, la inteligencia técnica está viva, pero el flujo hacia el entorno está bloqueado por capas de burocracia y miedo al cambio. El sistema bombea energía, pero no logra que llegue a donde más se necesita: la sociedad y el sector productivo. Aplicar un stent al sistema universitario —un stent, en el sentido más literal y simbólico— significa abrir paso a esa circulación interrumpida. La extensión no puede seguir siendo una oficina de trámites; debe convertirse en el canal vital que devuelva a la universidad su función más noble: integrar el saber con el hacer, la idea con la acción, el conocimiento con la vida real.

Esa cirugía no requiere destruir el corazón, sino aplicar la destrucción creativa a sus procesos: reemplazar las prácticas que asfixian la innovación por mecanismos que permitan respirar a las ideas nuevas. Se trata de reconfigurar la universidad para que su energía fluya en diálogo con la industria, las comunidades y los territorios. Dejar de medir el éxito por el número de papers y empezar a medirlo por el impacto tangible en el entorno. El corazón académico tiene fuerza de sobra; lo que le falta es flujo. Y abrir esas arterias —liberar el paso del conocimiento hacia la sociedad— es quizás la tarea más urgente y hermosa que tenemos por delante.

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Notas:

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