Disonancia cognitiva: pensar contra uno mismo
Disonancia cognitiva: pensar contra uno mismo
«Las relaciones humanas tampoco escapan. El amor se idealiza como incondicional, aunque vive de expectativas y reproches. Pedimos libertad, pero los celos nos delatan. La gente se ve a sí misma como moralmente íntegra incluso cuando actúa contra sus valores: el ambientalista que toma vuelos semanales, el pacifista que insulta con odio. La disonancia cognitiva es el lubricante del autoengaño. ¿No será que idealizamos lo que en realidad tememos perder, y al mismo tiempo nos absolvemos con nuestras propias coartadas?».
La mente humana es un terreno fértil para las contradicciones. Leon Festinger la llamó disonancia cognitiva. No es un desorden raro, sino la grieta diaria contra nosotros mismos que los poderosos aprovechan para hipnotizarnos. Nos aferramos a ideas que chocan con la realidad, generando una tensión que resolvemos: ignorándola, maquillándola o justificándola con violencia. Este ajuste mental ha moldeado la historia y sigue latiendo en cada rincón de la vida: en la fe, la política, la ley, el mercado, el amor, la ciencia. ¿No es este el precio de sobrevivir en un mundo de absurdos?
La religión es el escenario más evidente. Proclama humildad en templos de oro, predica amor en medio de guerras y negocia con Dios como si las plegarias fueran moneda. Se venera la piedad, pero en su nombre se encendieron hogueras, se aplaudieron tiranos y se bendijo la sombra más rentable: el paraíso fiscal del banco vaticano. Y mientras prometía salvación, la ignorancia pontificia declaró satánicos a los gatos, multiplicó ratas y agravó pestes que luego se asumieron como castigos divinos. ¿No es el rostro más claro de la incoherencia: invocar al cielo mientras se cultiva la desgracia en la tierra?
La política no se queda atrás. La corrupción es intolerable… hasta que favorece a los nuestros. La democracia es incuestionable… salvo cuando sus resultados no convienen. El grotesco asalto al Capitolio lo mostró: hordas de fanáticos irrumpiendo, selfies en mano, vidas en juego. La libertad de expresión es sagrada, excepto cuando contradice al discurso dominante. Nos escandaliza la demagogia ajena, pero aplaudimos el populismo que reparte dádivas y frases hechas a medida. Si un pueblo puede elegir en «democracia» a su verdugo, y lo hace entre sobornos, capitales legales y turbios, jurados creativos y algoritmos milagrosos, sería más honesto que la propia máquina de conteo anunciara a quién quiere poner de presidente, ahorrándose la fraudulenta parodia de costosas campañas y los favores a filantrópicos y polémicos donadores.
El poder necesita esa contradicción para sostenerse. La propaganda, la publicidad, las religiones y la economía dependen de nuestra capacidad de convivir con incoherencias sin rompernos en escepticismo. Desde los lemas totalitarios —«la guerra es paz»— hasta los anuncios modernos —«Sé tú mismo… cómpralo»—, la tensión mental se convierte en un arma invisible que mantiene el orden. ¿No hemos aprendido a obedecer incluso cuando sabemos que nos engañan?
Las relaciones humanas tampoco escapan. El amor se idealiza como incondicional, aunque vive de expectativas y reproches. Pedimos libertad, pero los celos nos delatan. La gente se ve a sí misma como moralmente íntegra incluso cuando actúa contra sus valores: el ambientalista que toma vuelos semanales, el pacifista que insulta con odio. La disonancia cognitiva es el lubricante del autoengaño. ¿No será que idealizamos lo que en realidad tememos perder, y al mismo tiempo nos absolvemos con nuestras propias coartadas?
En el trabajo, el discurso meritocrático choca con la realidad de una movilidad social cada vez más estrecha. El equilibrio vida–empleo es un eslogan de oficina, pero en la práctica se glorifica la productividad sin descanso. La creatividad se celebra en los discursos, pero se castiga a quien se atreve a cuestionar. Decimos querer un mundo justo, pero nuestras elecciones de compra alimentan al mismo monstruo que decimos odiar. ¿Qué tan libre puede ser un trabajador atado por cadenas invisibles de crédito? El mismo que trabaja atado al crédito, compra al final lo que lo esclaviza: ropa barata, pantallas obsoletas, lujos que exigen cadenas nuevas.
La tecnología tampoco se libra. Se teme la inteligencia artificial porque amenaza empleos, pero se exige más automatización y eficiencia. Nos asusta la vigilancia digital, pero entregamos nuestros datos con la naturalidad de firmar un contrato sin leerlo. La información parece democratizada pero los algoritmos nos encierran en burbujas que polarizan y embrutecen. ¿Será que en nombre de la libertad estamos construyendo nuevas prisiones?
La saturación de datos multiplica la contradicción: de fenómeno individual pasó a crisis colectiva. La posverdad, las conspiraciones, el negacionismo climático, la radicalización en redes: todos son mecanismos de defensa frente al exceso. La contradicción se volvió identidad. Y el debate, trincheras. No importa la verdad: importa el bando. ¿Será que este desajuste dejó de ser un recurso de supervivencia y ya amenaza la salud mental y la estabilidad social?
La ciencia, llamada a escapar de estas trampas, también se hunde en ellas. Se la eleva como verdad absoluta… hasta que incomoda intereses económicos o creencias personales, donde aparece la agnotología —ciencia de la ignorancia—, como gran conciliadora. Se aplaude la biotecnología, pero se busca la superstición cuando la desesperación aprieta. Queremos razón, pero la magia nunca perdió su encanto. ¿No es irónico que recemos a la ciencia como a un dios y, al mismo tiempo, la traicionemos como a un demonio?
La justicia se proclama igual para todos, pero las cárceles rebosan de pobres. Exigimos juicios justos, pero gozamos del espectáculo cuando cae quien odiamos. La violencia se dice inaceptable, aunque siempre hallamos una causa noble para justificarla. La venganza, tachada de primitiva, disfrazada de justicia poética, sigue aplaudida en plazas, medios y genocidios. La política bélica preventiva termina cobrando a sus propios ciudadanos con sangre, hogares e hijos. ¿No es este el precio de confundir justicia con venganza?
El sistema educativo, lejos de cultivar pensamiento crítico, normaliza la contradicción: premia memoria sobre comprensión y enseña a aceptar sin preguntar. Así crecemos, adiestrados para convivir con incoherencias. Nos permite sobrevivir en lo absurdo, pero también nos encierra en nuestras justificaciones. La contradicción no es un accidente, sino la respiración de la historia. ¿No hemos hecho del autoengaño un hábito de civilización?
Esa tensión entre lo que creemos y lo que hacemos nos empujó a avanzar, pero también a repetir errores. No se trata de erradicarla, sino de reconocerla con sinceridad. El rumbo depende de cómo la enfrentemos. ¿Aceptaremos que el pensamiento humano no es recto, sino un laberinto de deseos y razones? Quizás no haya salida: solo escuchar el momento en que nos enreda y decidir si seguimos mintiéndonos… o nos atrevemos a pensar con honestidad.
La contradicción ha sido desnudada por otros pensadores desde ángulos complementarios: Émile Durkheim la vio en la tensión entre individuo y colectividad, donde el orden surge de fuerzas opuestas en pugna; Zygmunt Bauman la volvió líquida, mostrando que la modernidad se sostiene en la inseguridad que produce; Claude Lévi-Strauss la situó en los mitos, cauce narrativo para que la cultura no se desgarre; Slavoj Žižek la elevó a paradoja del sujeto actual —cinismo estructural—, que sabe que participa en sistemas injustos y aun así actúa perversamente como si no lo supiera. Haciendo que cada critica al sistema se convierta en una oportunidad en el mercado que monetiza la «tranquilidad de conciencia». También Hannah Arendt, mostró que la banalidad del mal no es monstruosa sino cotidiana; Viktor Frankl, desde el campo de concentración, recuerda que aun en el límite extremo, el ser humano puede elegir una actitud. Cada uno reconoce en la contradicción un eje —psicológico, social, cultural, político, existencial— y todos coinciden en que no hay salida total: la contradicción no se resuelve, se habita.
Quizás la mayor contradicción sea esta: que sabemos todo esto y seguimos viviendo como si nada, justificando el sistema. Tal vez no haya redención, solo la oportunidad de mirarnos sin máscaras. Y si el contrasentido de la disonancia cognitiva no se extingue, al menos podemos decidir si nos devora en silencio o si la convertimos en conciencia.
• * Investigador en ciencias de la salud y observador de asuntos globales
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