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Opinión

Doctoritis institucional: cuando el título sustituye al talento

21/10/2025
Por: Luis Miguel Ramírez Aristeguieta. Profesor de la Facultad de Odontología de la UdeA*

«La doctoritis tiene síntomas reconocibles: el uso del título como coartada moral —"soy 'Ph. D.', por tanto, mando"—, la confusión entre jerarquía y mérito, y la supuesta omnisciencia que autoriza a opinar, sobre todo, incluso sin haber pisado un laboratorio en años. Peor aún: muchos cargos se asignan por afinidades, amiguismos o por la prisa de exhibir "un Ph. D." para acreditar un programa, sin evaluar la obra real. El resultado: una burocracia que se reproduce como tumor y que devora la savia de la universidad».

Dicen que las especializaciones curan la ignorancia. En la práctica, lo que más se pierde en los pasillos universitarios es la humildad. Paradójicamente, para muchos, el doctorado es también un recordatorio de la vastedad de la propia ignorancia: enfrentarse a un «Ph. D.» significa descubrir que uno solo puede explorar un humilde píxel de ese inmenso mapa del conocimiento, y que la verdadera lección empieza por reconocer lo que aún no se sabe. Muchos «Ph. D.» atrapados en cargos administrativos corren el riesgo de olvidar esta lección fundamental de humildad, confundiendo título con autoridad absoluta.

He visto colegas —con redes, protocolos y fondos listos para investigación real— chocar con comités llenos de «Ph. D.» que no investigan en la frontera del conocimiento pero usan el título como cédula de autoridad: no evalúan, bloquean, ponen zancadillas, levitan. Egos y vanidades con poder temporal reemplazan el debate académico por miradas altivas y vacías por encima del hombro. A la vez, hay personas sin doctorado que muestran talento y productividad que muchos «Ph. D.» envidiarían, capaces de enseñar, orientar y producir ciencia con igual o mayor eficacia. La especialización no garantiza excelencia; el conocimiento y la capacidad de generar impacto pueden surgir en lugares inesperados.

La doctoritis tiene síntomas reconocibles: el uso del título como coartada moral —«soy "Ph. D.", por tanto, mando»—, la confusión entre jerarquía y mérito, y la supuesta omnisciencia que autoriza a opinar, sobre todo, incluso sin haber pisado un laboratorio en años. Peor aún: muchos cargos se asignan por afinidades, amiguismos o por la prisa de exhibir «un Ph. D.» para acreditar un programa, sin evaluar la obra real. El resultado: una burocracia que se reproduce como tumor y que devora la savia de la universidad.

Mientras tanto, sobre el papel, la retórica es espléndida: los planes hablan de «impulso», «fomento», «fortalecimiento», «articulación», «promoción». Verbos musculosos, grandilocuentes e hinchados de promesas. Pero ante los obstáculos administrativos y las trabas que asfixian, esas palabras se vuelven huecas, contradictorias, incluso cínicas. El papel lo aguanta todo, pero el investigador real, el que busca redes, financiación, donaciones, alianzas y el que debe entregar resultados, no aguanta la lentitud, el papeleo y la zancadilla con dolo.

El tumor opera con técnicas conocidas: trámites interminables, requisitos absurdos y demoras maquilladas de protocolo. La más cruel, sin embargo, es moral: usar el prestigio académico como arma de intimidación. Congelan proyectos, silencian debates y castigan la iniciativa. Así, la universidad termina rechazando aquello que podría fortalecerla, confundiendo el control con la excelencia.

No es teoría: abundan los equipos cuyos proyectos internacionales se frenan por revisiones innecesarias o por «recomendaciones» que disfrazan el miedo con formalismo. Conozco investigadores que cambian de tema para esquivar persecuciones internas, que abandonan líneas prometedoras porque la energía la consume defenderse más que investigar. ¿Cuánto vale una colaboración con Oxford cuando tu propia casa te sabotea? ¿Cuánto pesa un Wellcome Trust si la administración local no facilita, sino que estrangula?

Hay que decirlo sin eufemismos: la universidad no es un club de vanidades, sino un bien público que debe producir conocimiento y rendir cuentas. Permitir que la doctoritis campee es aceptar que el mérito se mida por la apariencia y no por la obra. Es dejar que la gestión devore la misión.

No basta con reproches. Hace falta transparencia en los nombramientos, evaluación externa cuando se bloquean proyectos, y protección real para quienes investigan. Separar funciones: no todo Ph. D. es gestor, ni toda gestión requiere un doctorado. El título no garantiza competencia administrativa; a veces, la deforma. Y, sobre todo, instaurar una cultura de rendición de cuentas: auditorías públicas de las decisiones y de sus resultados.

No se trata de ajustes de cuentas personales, sino de recuperar la misión esencial de la universidad. La administración debe estar al servicio del conocimiento, no al revés. El doctorado debería ser un compromiso con la ciencia, no una patente de corso para ejercer arbitrariedades. Cuando se olvida esta premisa, lo que queda no es academia, sino un aparato burocrático que se alimenta de su propia inercia... de su propia parálisis.

Se prometen transformaciones y grandeza, pero lo que llega es sospecha, persecución y lentitud. Como decía San Martín: «La soberbia es una discapacidad que suele darle a pobres humanos que reciben de golpe una miserable cuota de poder». Eso es lo que ocurre aquí: al dar poder a alguien burocratizado e improductivo, lo abusa, se narcotiza y se descontrola. El poder pequeño enferma: se encierra, se reproduce y termina creyéndose indispensable. Así mueren las instituciones, no por falta de talento, sino por exceso de vanidad mal administrada. Esa es la dolencia: poder pequeño mal manejado, título mal digerido.

Si estas palabras hieren a los vanidosos, bienvenida sea la herida: que les pique la conciencia. Si les escuece el ego, que lo conviertan en autocrítica. Y si a esa autocrítica le falta la práctica, que empiecen por renunciar a la comodidad del título como trinchera y vuelvan a las mesas de trabajo, a los laboratorios y a las horas de lectura que alguna vez les dieron la curiosidad por la que se doctoraron. La universidad necesita menos coronas y más manos; menos doctoritis y más ciencia.

Y como toda enfermedad, o se diagnostica y enfrenta, o termina por matar al organismo entero. Los espejos ya están ahí: Italia, en los noventa, entró en parálisis administrativa crónica y perdió a miles de sus mejores cerebros. México, con su Unam y el Conacyt, vio proyectos en biomedicina empantanados por formularios y ajustes interminables. España, con universidades incapaces de ejecutar más del 60 % de sus fondos, se hundió en reglamentos y comisiones. América Latina en general ha sido diagnosticada por la Cepal y la Unesco: hipertrofia burocrática, falta de autonomía, talento desperdiciado.

No son anécdotas aisladas, sino advertencias. Cada universidad que convierte la gestión en un muro y no en un puente pierde talentos, prestigio y misión. La doctoritis corroe a las personas y a las instituciones; cuando se vuelve crónica, genera mediocridad: los mejores se marchan, los mediocres se enquistan, y la sociedad paga el precio de una universidad que pudo ser motor de cambio, pero se convirtió en oficina de trámites.

La enfermedad del poder está respaldada por estudios de psicología organizacional: quienes ocupan cargos altos con exceso de autoridad —esa «potestad sobre otros» más que control interno— muestran mayor agresividad, intemperancia y menos empatía (1). A menudo, estos comportamientos se vinculan con rasgos del trastorno narcisista de la personalidad, definido por grandiosidad, necesidad de admiración, falta de empatía y autoimagen inflada (2). Dar poder a personas con tendencias narcisistas tiende a inflar conductas tóxicas: autoritarismo, uso de autoridad para intimidar y desviaciones éticas (3).

Esta evidencia no pretende colgar etiquetas, sino mostrar que el poder mal manejado genera síntomas medibles: decisiones para preservar jerarquías, proyectos bloqueados por protección de poder, y entornos donde la voz crítica se silencia y la competencia se confunde con exhibición de estatus en lugar de contribuciones reales.

Basta con que el propio ministerio de Ciencia y Tecnología se haya vuelto patológicamente burocrático, pobre e ineficiente. Lo intolerable es que esta misma enfermedad se reproduzca en la universidad: administradores Ph. D., grises, subordinados por intereses, frustrados, resentidos y mezquinos que, en lugar de generar conocimiento de frontera, juegan al poder y frenan a quienes sí producen. La academia no puede permitirse este lujo: o se cura la doctoritis, o permanecerá condenada a la mediocridad.

• * Investigador en ciencias de la salud y observador de asuntos globales

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Notas:

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