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Opinión

El espejo incómodo de nuestra herencia

18/11/2025
Por: Luis Miguel Ramírez Aristeguieta. Profesor de la Facultad de Odontología de la UdeA*

«Rara vez triunfaron los genes de la bondad; casi siempre venció la eficacia brutal. Como recordó Dawkins, la evolución premia lo que se replica, incluso lo despiadado. Esto irrita al antropocentrista: no justifica ni condena, solo muestra que la biología prioriza eficacia, no moralidad. El mestizaje nació de la violencia: mujeres tomadas como botín. Laura Restrepo lo dice sin rodeos: "somos hijos de conquistadores y de mujeres violadas"».

Quizás fuimos un experimento fallido de la fuerza creadora de vida... y en algún lugar del universo está nuestra mejor versión.

Somos herederos de vencedores poco distinguidos por la bondad. Nuestros ancestros sobrevivieron más por eficacia que por virtud, y esa eficacia fue casi siempre violencia, despojo y sometimiento. Durante milenios, la reproducción premió al vencedor. Esa marca quedó en huesos y genes. Cada vez que aparece un rastro de otros homínidos, emerge nuestra sombra: neandertales, denisovanos y especies como heidelbergensis o erectus no desaparecieron por azar, sino por invasión, desplazamiento, asesinato o absorción. Fósiles y genomas narran un pasado sin concesiones, aunque paleoantropólogos y paleogenetistas aún no sepan cómo decirlo sin eufemismos ni sin el pudor incómodo de revelar lo que realmente somos.

Rara vez triunfaron los genes de la bondad; casi siempre venció la eficacia brutal. Como recordó Dawkins, la evolución premia lo que se replica, incluso lo despiadado. Esto irrita al antropocentrista: no justifica ni condena, solo muestra que la biología prioriza eficacia, no moralidad. El mestizaje nació de la violencia: mujeres tomadas como botín. Laura Restrepo lo dice sin rodeos: «somos hijos de conquistadores y de mujeres violadas».

La esclavitud reaparece con otros rostros, trabajo forzado, trata, explotación infantil, deudas que atan. La lanza fue reemplazada por el algoritmo, la coacción física por la informativa. Por eso en las cúpulas prosperan rasgos útiles: frialdad emocional y disposición a la dureza. No son anomalías, sino ventajas en sistemas que premian la depredación: los mejores depredadores que también dejarán descendencia.

Las fronteras son patrullas tribales modernizadas: donde hubo selva y roca hoy hay muros y satélites. La lógica sigue intacta: marcar, excluir, explotar, sobrevivir. Las religiones trazaron cercos invisibles con promesas universales que fabricaron enemigos. Nuestra identidad nació más del contraste que del abrazo. Himnos y banderas perfeccionaron esa exclusión: nacionalismos como religiones civiles, con sacerdotes y martillos de ley.

Culturas con un mismo tronco se fragmentan en identidades cerradas. Un asiático migrado hace milenios puede negar parentesco con su eco genético. El rechazo al diferente continua con nuevos ropajes. Ese gregarismo de cooperar solo con los «nuestros» se acentuó con la forma de vivir: de aldeas pasamos a fincas, luego a casas y ahora a apartamentos donde se convive con recelo y privacidad.

Lo que hoy llamamos psicopatía o sociopatía no fue un error de la naturaleza, sino una estrategia adaptativa. En minoría, esos rasgos ofrecieron ventajas: asumir riesgos que otros evitaban e imponerse sin titubeos. La teoría de la frecuencia dependiente explica que ciertos perfiles sobreviven porque son pocos; si se multiplicaran, el tejido social colapsaría. La cooperación necesita mayoría, pero la historia también toleró —y a veces requirió— a los implacables.

La política refleja ese linaje: elegimos líderes que reproducen la depredación. El poder prefiere a quienes no sienten demasiado para mandar sin freno. En las cúpulas florecen rasgos clínicos útiles al mando: la psicopatía como herramienta en estructuras de concentración de riqueza y la alexitimia que facilita decisiones frías. La democracia no borra este sesgo; apenas lo contiene. Instituciones y leyes pulen la forma sin cambiar el fondo, y las élites concentran beneficios y desplazan sufrimiento. Las guerras sostienen economías; los discursos justifican lo injustificable. Se declama moral mientras se cometen crímenes metódicos, fríos, calculados. La banalidad llena el vacío ético con consumo, ocultando la vergüenza de descender de depredadores. La política se reduce a administrar, no a transformar.

Los hechos revelan un patrón constante: todo contacto entre grupos generó violencia y apropiación; todo poder concentrado derivó en esclavitud y degradación. Negarlo exige fe en una bondad que la evidencia desmiente. Aceptarlo obliga a la autocrítica y al enfrentamiento de nuestra vergüenza colectiva. Por descendencia, somos responsables de genocidios, limpiezas étnicas y violencias sistémicas. Ninguna civilización borra por completo la mancha de su historia.

Si la vida tuviera conciencia, el experimento humano sería un fracaso. Las huellas de la violencia atraviesan la historia como una cicatriz abierta: invasiones que borraron pueblos enteros, imperios fundados en el saqueo, rutas de esclavitud que convirtieron cuerpos en mercancía, torturas diseñadas con un sadismo depravado para quebrar voluntades, deportaciones que vaciaron tierras y memorias, éxodos que, desde la Antigüedad hasta las expulsiones del siglo XX y, ahora, Gaza, repiten la misma coreografía del despojo. Guerras civiles que normalizaron la crueldad, mujeres tomadas como botín y generaciones educadas en el miedo. Y detrás de todo, como un murmullo que no se extingue, persiste ese eco ancestral —la advertencia brutal heredada de nuestros abuelos chimpancés—: aléjate o atente.

A esa sombra pertenecen políticas que criminalizan la pobreza, fronteras que dejan morir migrantes, discursos que normalizan el odio, retóricas que justifican exterminios, expertos que racionalizan bombardeos y hambrunas, empresas que lucran con la miseria, instituciones que fallan y callan, archivos que ocultan culpas y rituales estatales que disfrazan la crueldad con solemnidad.

También persiste en lo íntimo y social: historias calladas, heridas heredadas e inexcusables, escuelas inculcando obediencia, leyes que blindan al poderoso, voces acosadas silenciadas o asesinadas, fortunas manchadas de sangre, plataformas que amplifican mentidas.

El mismo patrón aparece en lo simbólico: narrativas que reescriben conquistas, bibliotecas quemadas, pueblos borrados, ceremonias que expropian duelos, indiferencia internacional, coaliciones que priorizan negocios, investigaciones sin sanción y compasión reducida a nada.

La violencia en lo estructural: el progreso repite daños y la innovación sirve a la destrucción. La industria aniquila ecosistemas y vidas, se normaliza la crueldad. El inventario tiene fisuras: acuerdos por la vida, verdad y reparación, justicia sanadora, políticas que frenen la acumulación violenta y educación emocional como inversión. Allí germinan democracias menos vacías al corregir desigualdades, cuidar más y abandonar el cinismo. Urge transformar las recompensas del poder, imaginar otras reglas y asumir la herencia.

Somos hijos de vencedores que impusieron su ley. Ese linaje define las estructuras que llamamos orden hoy. No somos agua limpia: arrastramos turbiedad de violencia que la cultura maquilla. No son los genes los que nos condenan; heredamos una tendencia que la cultura refuerza o disfraza, y de nosotros depende replicarla o revertirla.

La condena es dura, pero necesaria para abandonar el autoengaño. No es suicidio moral, sino lucidez terapéutica. Aceptar nuestro origen exige el coraje de rehacer lo posible sin fingir limpieza. Si alguna vez fuimos presentables, ese derecho está suspendido. La verdad nos desnuda y obliga a decidir qué hacer con esta herencia.

Aun entre tanta barbarie, emergen figuras como Arendt, Gandhi, Mandela, King, Weil y Schweitzer. No son errores genéticos, sino anomalías luminosas que sembraron otra herencia: la de la dignidad y el cuidado. Si los verdugos nos dieron continuidad biológica, ellos nos legaron sentido y un norte. Prueban que la mutación ética, aunque rara, es posible, y que el linaje de la compasión puede perdurar.

Si durante milenios prevalecieron los genes de la violencia, quizá hoy enfrentemos otra selección: la de conductas que construyan comunidades sin depredación. La nueva ventaja evolutiva podría ser la cooperación. La esperanza perdura, pese a todo, pero exige trabajo y renuncia. Ahora somos lo que somos. Admitirlo no salva, solo abre una puerta mínima para intentar cambiarlo.

• * Investigador en ciencias de la salud y observador de asuntos globales

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