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Opinión

Estados Unidos se empeña en estar contra el mundo

07/11/2025
Por: Francisco Cortés Rodas. Profesor del Instituto de Filosofía de la UdeA.

«La estrategia de las ejecuciones extrajudiciales en aguas internacionales de las personas a bordo de embarcaciones bombardeadas por presuntamente traficar drogas es una acción terrorista y constituye el primer paso de lo que podría ser una guerra de agresión hábilmente disfrazada de guerra humanitaria. Nuevamente los Estados Unidos, como lo hicieron en Irak, Afganistán y Yugoeslavia, apelan a motivos humanitarios, en términos de seguridad global —autodefensa y protección de la población estadounidense— para justificar un posible ataque a Venezuela —una guerra terrorista y asimétrica—».

«Hoy la mayor amenaza para los Estados Unidos —para su libertad, su seguridad, su prosperidad, su futuro— es Estados Unidos», escribió Immanuel Wallerstein, el creador de la teoría del sistema-mundo, tras el gran fracaso de la invasión de Irak realizada por George W. Bush, después del dramático y terrible ataque del 11 de septiembre del 2001, perpetrado contra la gran potencia imperial. Y parafraseando al mismo Wallerstein, hoy la mayor amenaza para el mundo y en particular para América Latina es Estados Unidos. 

La política que Donald Trump está realizando no es su propia creación, es la continuación de una orientación política que desde 1970 se ha ido consolidando, de Nixon a Carter, a Reagan, a Bush, a Clinton a Obama, a Biden, la cual se concreta en la idea de que los Estados Unidos deben mostrar nuevamente su capacidad militar, «abandonar toda pretensión de consultas multilaterales con aliados vacilantes y pasar a intimidar por igual a amigos titubeantes y a enemigos hostiles para volver a ocupar el asiento del conductor» (Wallerstein).

Esta política, mantener a los Estados Unidos siempre en la cima, a partir de entender que su supremacía en el terreno económico y político puede imponerse una y otra vez por la fuerza de las armas, se aceleró a partir del ataque a las Torres Gemelas del 11 de septiembre del 2001, el cual desencadenó, con el apoyo de Inglaterra, la invasión de Irak, el asesinato de Sadam Hussein, la matanza de miles de civiles árabes, palestinos, sudaneses y egipcios, la destrucción de gran parte de la infraestructura civil y de cientos de ciudades. Pero el núcleo de esta invasión, justificada en la idea de convertir al mundo islámico a la democracia y a los valores occidentales liberales, era el control y la explotación de grandes recursos energéticos. Se calcula que las reservas de petróleo de Irak en 2003 eran de alrededor de 112 000 millones de barriles. Y las reservas de gas natural se estimaban en alrededor de  97 a 110 billones de metros cúbicos. 

En este sentido, la guerra contra Irak tenía como objetivo garantizar por medio de las armas y el terror militar, que los agresores norteamericanos y británicos, tuvieran el control militar de todo el Oriente Próximo y de sus valiosos recursos de petróleo y gas.

Esta guerra —como la guerra del Golfo en 1991, la guerra contra Afganistán, iniciada en 2001 y el ataque contra la República Federal Yugoslava, lanzado por la OTAN el 24 de marzo de 1999 —fue definida como intervención militar preventiva, «humanitaria» — iniciada sin autorización del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, y pese a la firme oposición de Rusia, India y China. Esto tuvo como consecuencia el derrumbe del orden internacional creado tras la Segunda Guerra Mundial, orden basado en el cosmopolitismo de Kant y Kelsen. 

Con la caída de la estatua de Hussein de su pedestal en  Bagdad se expresó simbólicamente cómo el gobierno de Estados Unidos ignoró el derecho internacional y marginó a la ONU. Lo que siguió inmediatamente en el plano internacional consistió en la instalación de un nuevo orden internacional bajo el rotulo de la pax americana, una paz determinada por los intereses geopolíticos de la superpotencia norteamericana.

Los resultados de estas guerras, mal llamadas intervenciones humanitarias en Irak, Afganistán, Libia, han sido la matanza de decenas de miles de militares y civiles, la ocupación militar de estos países, el saqueo de sus recursos energéticos, la fragmentación del territorio y el desconocimiento de sus costumbres y valores tradicionales. En Palestina, el terrorismo bélico del estado de Israel ha sido utilizado para sembrar muerte, terror, destrucción y miseria con absoluta impunidad y con el apoyo de los Estados Unidos y otras potencias del norte global.

Estados Unidos ha tratado a América Latina como si fuera su zona de principal influencia y esto lo ha hecho a partir de la Doctrina Monroe, que data de 1823. América Latina ha sido invadida por Estados Unidos más de cien veces desde el siglo XIX. Los gobiernos latinoamericanos que han pretendido resistirse frente a los dictados del poder imperial de los Estados Unidos han sido rápidamente puestos a raya. En Guatemala, Jacobo Árbenz fue acusado de comunista y de atacar los intereses de los monopolios fruteros estadounidenses y derrocado. En Chile, el gobierno socialista de Allende fue derrocado por un golpe militar patrocinado por Estados Unidos. Igual suerte tuvieron Nicaragua y Panamá. Petro elevó su voz de protesta y la consecuencia fue su ingreso en la lista Clinton y la descertificación de Colombia en la lucha contra el narcotráfico.

Hoy está Venezuela en el ojo del huracán. Es indudable que en Venezuela hay un régimen autoritario, denunciado por graves violaciones de los derechos humanos, por generar una migración forzada de más de 9 millones de personas en un lapso de 10 años, que no reconoció los resultados de las últimas elecciones. Pero iniciar una intervención armada, justificada en la tesis de que Maduro representa un régimen ilegítimo o criminal, vinculado a redes de narcotráfico y terrorismo, es repetir el tipo de justificación que los Estados Unidos y otras grandes potencias han utilizado para intervenir con las armas en ciertos lugares estratégicos con el fin de asegurar sus propios intereses.

Lo que se debe hacer desde el punto de vista del derecho internacional vigente y las prescripciones de la Carta de las Naciones Unidas, es usar la diplomacia, la mediación política y el recurso a las fuerzas de paz. ¿Por qué Estados Unidos opta por una estrategia diferente, la cual mediante la maniobra de crear una base legal fundamentada en la «guerra contra el terrorismo» —desarrollada mediante bombardeos indiscriminados contra embarcaciones en el Caribe y en el Pacífico— justifica el uso de la fuerza militar para intervenir en Venezuela? No es difícil adivinarlo. 

Trump está comunicando que América Latina sigue siendo un espacio geopolítico prioritario para Estados Unidos, y que cualquier cambio de «reglas del juego» —como un Estado que se sitúe fuera de su órbita de influencia— será respondido con fuerza; y ha notificado a la vez que tiene un claro interés en sus valiosos recursos de petróleo y gas. Se calcula que Venezuela tiene alrededor de 300 000 millones de barriles de reservas probadas de petróleo y en cuanto al gas natural, tiene unas reservas probadas estimadas en torno a 195–200 trillones de pies cúbicos, según varias fuentes.

La estrategia de las ejecuciones extrajudiciales en aguas internacionales de las personas a bordo de embarcaciones bombardeadas por presuntamente traficar drogas es una acción terrorista y constituye el primer paso de lo que podría ser una guerra de agresión hábilmente disfrazada de guerra humanitaria. Nuevamente los Estados Unidos, como lo hicieron en Irak, Afganistán y Yugoeslavia, apelan a motivos humanitarios, en términos de seguridad global —autodefensa y protección de la población estadounidense— para justificar un posible ataque a Venezuela —una guerra terrorista y asimétrica—. Ataque celebrado e inducido por la reciente Nobel de la Paz, Corina Machado, y por los sectores de la ultraderecha de América Latina. 

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• Esta columna fue publicada en el sitio web de La Silla Vacía


 

Notas:

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