 Gaza y la catalepsia de la esperanza
				
 				Gaza y la catalepsia de la esperanza
			
			
			
				Gaza y la catalepsia de la esperanza
«En el mundo digital la ética se diluye. El silencio que requiere el horror para ser comprendido se vuelve imposible en una esfera pública saturada de imágenes y estímulos. Nos movemos entre ruidos y ecos que simulan empatía, entre algoritmos que viralizan el dolor mientras lo desactivan; el sufrimiento se convierte en contenido y la indignación en una manifestación efímera de likes. En este nuevo régimen afectivo, el espectador se asoma al dolor ajeno solo para reafirmar su distancia: mira, comenta, comparte, pero asume una implicación parcial. La visibilidad del horror termina convertida en una mercancía de la sensibilidad, en un consumo que produce alivio moral».
 Hay momentos en los que la humanidad parece contemplarse a sí misma desde el fondo de un pozo. Desde allí nos observamos hoy: desde el daño que hemos provocado y no al contrario. En ese lugar —como en otras épocas— volvemos a experimentar el horror, aquella emoción que es más intensa y duradera que el miedo, que no responde necesariamente a un peligro inmediato, sino que incomoda porque desafía nuestra comprensión al poner en vulnerabilidad nuestros límites morales y simbólicos. El horror no solo nos enfrenta al sufrimiento, sino a la presencia de una impotencia desconcertante.
Hay momentos en los que la humanidad parece contemplarse a sí misma desde el fondo de un pozo. Desde allí nos observamos hoy: desde el daño que hemos provocado y no al contrario. En ese lugar —como en otras épocas— volvemos a experimentar el horror, aquella emoción que es más intensa y duradera que el miedo, que no responde necesariamente a un peligro inmediato, sino que incomoda porque desafía nuestra comprensión al poner en vulnerabilidad nuestros límites morales y simbólicos. El horror no solo nos enfrenta al sufrimiento, sino a la presencia de una impotencia desconcertante.
Esta inconformidad se ha traducido en la expresión de una ignominia colectiva: un genocidio que, más que un crimen, se ha convertido en una afrenta pública para una gran parte de la humanidad. La violencia sistemática y desmesurada sobre el pueblo palestino visibiliza una herida abierta en todo el relato construido alrededor de lo humano, una grieta que pone en entredicho nuestro grado de civilización. Y es que debería avergonzarnos a todos, como deberían hacerlo las hambrunas, la sed, la falta de asistencia y las precariedades extremas que persisten en tantos lugares del mundo.
Sin embargo, en el mundo digital la ética se diluye. El silencio que requiere el horror para ser comprendido se vuelve imposible en una esfera pública saturada de imágenes y estímulos. Nos movemos entre ruidos y ecos que simulan empatía, entre algoritmos que viralizan el dolor mientras lo desactivan; el sufrimiento se convierte en contenido y la indignación en una manifestación efímera de likes. En este nuevo régimen afectivo, el espectador se asoma al dolor ajeno solo para reafirmar su distancia: mira, comenta, comparte, pero asume una implicación parcial. La visibilidad del horror termina convertida en una mercancía de la sensibilidad, en un consumo que produce alivio moral. Aun así, en los márgenes de esa economía afectiva emergen líneas de fuga: resonancias, contagios y gestos mínimos donde la emoción se vuelve gesto político, donde lo afectivo abre la posibilidad de un despertar ético y micropolítico.
El neoliberalismo, en ese sentido, es antes que un sistema económico, un sistema estético. Administra la visibilidad, gestiona la sensibilidad y determina qué puede sentirse y qué no. No obstante, hay emociones que el mercado no puede capturar: el horror y la desesperanza son algunas de ellas, la presencia de estas en exceso desborda los circuitos del consumo emocional. Cuando la violencia se vuelve inconmensurable, cuando el dolor ya no puede traducirse en mercancía o trending topic, se abre una grieta en el régimen ficcional que organiza nuestra percepción del mundo. Allí donde el mercado pretendía estetizarlo todo, aparece lo irrepresentable: una verdad que no se puede capitalizar, que interrumpe la ficción del bienestar y de la positividad perpetua.
El doomscrolling —esa compulsión por revisar continuamente contenidos negativos— es una de las formas contemporáneas de la parálisis: una catalepsia de la esperanza. Nos quedamos inmóviles frente a pantallas que repiten una y otra vez la misma escena:misiles, cuerpos, ruinas, escombros, niños cubiertos de polvo. La repetición anestesia,la acumulación de imágenes produce una desesperanza que ya no moviliza a ideales tradicionales sobre ideas hegemónicas en torno al progreso, sino que las adormece. Como quien vuelve a la vida creyendo seguir muerto, asistimos a la reconfiguración de nuestra sensibilidad bajo nuevos marcos interpretativos que domestican la conmoción y no normalizan lo intolerable.
Ahora bien, incluso en ese paisaje saturado, las ficciones siguen siendo el último refugio de lo humano. Son quizás lo único que aún logra desacomodarnos, abrir una grieta después de la desesperanza, cuando ya no queda retorno sino la necesidad de otros rumbos. Y es que hay épocas en las que la esperanza muere no por falta de fe,sino por exceso de promesas, la nuestra es una de ellas. Hemos agotado la esperanza en su versión institucional, progresista y programática. Su cadáver flota entre burocracias, discursos técnicos, eslóganes de cambio y paz. Pero la desesperanza no es un punto final, es más bien un umbral, un territorio de tránsito donde otras formas de esperanza comienzan a gestarse.
Se trata de esperanzas más humildes y, al mismo tiempo, más radicales. No la del futuro garantizado, sino la del gesto inmediato; no la que confía en los Estados o los organismos internacionales, sino la que se teje entre cuerpos, afectos y cuidados. Es una esperanza sin horizonte, pero con arraigo; una que se manifiesta en los actos que sostienen la vida cuando todo parece derrumbarse: las marchas y manifestaciones en múltiples países, las irrupciones en escenarios sociales, la presencia de la bandera palestina en escenarios deportivos y culturales. Es una esperanza insurrecta, que no busca seguridad sino sentido, y que encuentra en el cuidado y la fraternidad su forma de resistencia.
Gaza ya no es solo un lugar: es una herida compartida, un espejo que nos devuelve la imagen de una humanidad fragmentada pero aún capaz de conmoverse. Es un punto final y un punto de partida, la materialización de una esperanza mínima pero obstinada, una respiración frágil, fraterna y humana que anuncia la posibilidad de otros sujetos y otros mundos.«Es el amanecer de un nuevo Medio Oriente», declaró Donald Trump tras la cumbre en la que se firmó el llamado «Plan de paz para Gaza». El tipo de paz que allí se busca y su eventual estabilidad son todavía una incógnita, pero a pesar de ello, lo que no es una duda es que presenciamos la apertura de grietas, la irrupción de nuevas ficciones, el surgimiento de otros amaneceres: pequeñas insurrecciones de sentido que recuerdan que, incluso en medio de la barbarie, la esperanza aún respira.
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