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Opinión

Coyuntura adversa, respuesta burocrática: el mito de la transformación universitaria

29/09/2025
Por: David Stephen Fernández McCann. Profesor de la Facultad de Ingeniería de la UdeA.

«Si algo enseña la crisis es que no basta con enumerar carencias: necesitamos condiciones mínimas para que los esfuerzos individuales y colectivos puedan florecer. La primera es estabilidad financiera: sin un marco presupuestal plurianual que supere la camisa de fuerza de la Ley 30, seguiremos parchando con recursos extraordinarios lo que debería ser ordinario. La segunda es simplificación administrativa: menos trámites, más inteligencia de procesos, más confianza en la capacidad de los equipos. La tercera es apertura estratégica: construir alianzas con empresas, comunidades y gobiernos locales sin que la normativa convierta cada convenio en una carrera de obstáculos».

No soy economista ni administrador financiero. Soy profesor de la Facultad de Ingeniería. Por eso mi primer contacto real con la crisis de la Universidad no llegó con un balance ni con una gráfica, sino con una orden de compra devuelta. Necesitábamos insumos para unos cursos de extensión en robótica del grupo de investigación y la respuesta fue lapidaria: no hay recursos. La administración central los había redirigido para cubrir la nómina. Lo que a comienzos de 2024 se murmuraba en los pasillos como un «corralito» terminó, en la práctica, como una confiscación. En la lista de afectados quedaron estudiantes de maestría y doctorado, jóvenes investigadores, proyectos en curso y compromisos ya firmados. De ahí brotaron tres preguntas sencillas que se repiten en los pasillos: ¿qué está pasando?, ¿qué vamos a hacer?, ¿qué podemos hacer?

La crisis dejó de ser un rumor o un titular para convertirse en una fuerza que torció la rutina. En el papel, la Universidad se sostiene en tres ejes misionales —docencia, investigación y extensión—, pero en el día a día esas palabras toman cuerpo.

Docencia. Se ha incrementado la carga del profesor de planta al dejar de contratar docentes de cátedra. La consecuencia inmediata es la fusión de grupos, la reprogramación de prácticas y la eliminación de salidas de campo. Los monitores no alcanzan, las horas de atención disminuyen y la evaluación se vuelve más pesada de lo pedagógicamente deseable. En un curso de laboratorio, una pieza faltante puede aplazar toda una práctica o incluso cancelarla. En clase lo noto en la mirada de los estudiantes: no es desinterés, es saturación.

Investigación. Lo que más duele no es solo un equipo menos, sino el tiempo que se derrama. Un proyecto queda en pausa porque la compra no avanza; un estudiante frena su tesis para no desperdiciar meses; las metas pactadas con un aliado externo comienzan a tambalear. La investigación se sostiene en ventanas de oportunidad: cuando se cierran, no basta con reabrir el presupuesto, también hay que recuperar la confianza de quienes esperan resultados. A esto se suma la regla de un mínimo de diez estudiantes para abrir cohorte en posgrados, un requisito casi imposible por la naturaleza de estos programas —salvo en áreas como medicina o administración—. El impacto de estas medidas no se sentirá solo hoy: recuperar lo que se pierde tomará, al menos, una década.

Extensión. Las actividades con colegios, empresas y comunidades —esas que le dan sentido público a lo que hacemos— se aplazan o se recortan, como en el caso de los semilleros de robótica. Congelar un viático no es solo un número en un presupuesto: es perder una visita, un taller, una alianza en construcción. Extender la Universidad hacia afuera requiere continuidad; sin ella, la palabra «proyección social» se queda en un discurso vacío.

Las preguntas que me hice en los pasillos —¿qué está pasando?, ¿qué vamos a hacer?, ¿qué podemos hacer? — también resonaron en las asambleas y en los comunicados de Asoprudea. Aunque las respuestas no siempre son claras, el gremio ha intentado entender la crisis y darle un cauce colectivo.

En junio de 2025, la Junta Directiva publicó «Frente a la multicrisis en nuestra Alma Máter», un llamado a cerrar filas en defensa de la Universidad. Poco después, otro comunicado insistía: «Profesores: en tiempos de crisis, caminemos juntos». El mensaje era simple: la crisis nos atraviesa a todos y solo la unidad gremial puede sostenernos. El Informe de la Junta Directiva confirmó lo que ya vivíamos: lo que parecía un problema individual era parte de un patrón general. Y en «El objeto de la UdeA merece más visión estratégica», se rechazaban medidas regresivas y se pedía un plan de largo plazo. La advertencia más fuerte llegó en abril: no se puede resolver la crisis sacrificando dedicaciones exclusivas, porque lo que se pierde hoy tardará décadas en recuperarse.

En resumen, el gremio responde con diagnósticos y propuestas. Pero desde la mirada de un profesor, lo que se observa es otra cosa: administradores que redistribuyen recursos a su antojo y agregan burocracia milimétrica para rendir cuentas de centavos. Es como organizar de otra forma el mismo plato de comida: al final, los ingredientes siguen siendo los mismos.

De ahí surge la pregunta inevitable: ¿podemos, como comunidad universitaria, cambiar algo desde adentro? ¿O estamos condenados a girar en discusiones internas que no mueven los engranajes? Es aquí donde las reflexiones recientes de Brunner y Clark pesan. Brunner y Alarcón (2023) advierten que la educación superior en América Latina enfrenta escenarios de innovación urgentes, pero que los sistemas universitarios suelen responder más con ajustes burocráticos que con transformaciones de fondo. Y en la línea de Clark, la Burton R. Clark Lecture 2024 retoma el dilema de fondo: nuestras universidades reaccionan a la coyuntura con cambios adaptativos, sin avanzar hacia transformaciones estructurales.

En la Universidad de Antioquia esta sensación de burocracia no es solo percepción: los números lo confirman. Mientras los profesores de planta rondan los 1423 y los ocasionales y de cátedra superan los 6500, el personal administrativo no docente se acerca a los 4900 empleados. En otras palabras, la Universidad sostiene casi tantos administrativos como profesores de carrera, lo que refuerza la idea de una burocracia asfixiante que crece más rápido que la capacidad docente e investigativa (Universidad.edu.co, 2023).

Esta sensación no se queda en los libros ni en las cifras internas: basta con mirar alrededor. La crisis que vivimos hoy tiene un peso enorme de factores externos. El Ministerio de Ciencia aparece como un símbolo: para 2026 su presupuesto proyecta una caída del 54 % frente a años recientes, el más bajo de su historia (El Tiempo, 2025). De hecho, desde 2023 su asignación ha caído de manera consecutiva, acumulando un 78 % de pérdida en su capacidad de operación (Universidad.edu.co, 2024a). No es un dato abstracto: son proyectos de investigación que no arrancan, jóvenes investigadores sin apoyo y grupos de trabajo que se debilitan (El País, 2024).

A esto se suma un lastre histórico. La Ley 30 de 1992 amarró el presupuesto de las universidades públicas a la inflación —IPC—. Lo que en su momento parecía una garantía mínima terminó siendo un techo: mientras la cobertura, la infraestructura y la investigación crecían, los aportes estatales se quedaron cortos (Universidad.edu.co, 2023). Es como tratar de hacer funcionar un laboratorio de hoy con un presupuesto de hace veinte años.

Y en el presente, las señales tampoco son alentadoras. El decreto 1523 de 2024 recortó cerca del 8 % del presupuesto de inversión del Ministerio de Educación frente al año anterior (Universidad.edu.co, 2024b). Ese recorte afecta lo que llamamos «proyección de futuro»: menos dinero para mejorar infraestructura, innovar en pedagogía o ampliar la cobertura. Como profesor lo siento en lo más cotidiano: menos recursos para prácticas, menos salidas de campo, menos apoyo para los estudiantes que quieren investigar.

Todo esto me confirma lo que señalan Brunner y Clark: no basta con mirarnos hacia adentro. La Universidad carga con inercias internas que la hacen lenta y burocrática, pero al mismo tiempo se ve acorralada por decisiones políticas y presupuestales que se toman afuera. Es en esa tensión donde intentamos enseñar, investigar y proyectarnos.

Las universidades públicas no se mueven únicamente por su voluntad interna, sino por un entramado de fuerzas externas que, al tiempo que demandan transformación, imponen condiciones que la vuelven inviable o contradictoria. Un primer ejemplo es el factor demográfico: se insiste en ampliar la cobertura y garantizar más matrícula, pero la realidad poblacional del país muestra una caída sostenida en el número de jóvenes en edad universitaria. Así, mientras la política pública presiona por más estudiantes, la base poblacional que debería sostener esa demanda se reduce, generando un desfase estructural.

En el ámbito económico y productivo, se exige a las universidades diversificar sus fuentes de ingreso y depender menos del presupuesto estatal. Sin embargo, los mecanismos de relación con el sector privado están atravesados por barreras normativas y burocráticas que vuelven lento y engorroso cualquier convenio. Lo que debería ser un espacio para la innovación y la transferencia de conocimiento se convierte en una maraña de trámites que desincentiva al sector empresarial y a los mismos investigadores.

Desde el frente político y normativo, el Ministerio de Educación y las agencias de acreditación demandan estándares cada vez más sofisticados de aseguramiento de la calidad. Pero, en vez de recurrir a la inteligencia de procesos y a la simplificación administrativa, la respuesta habitual ha sido más manuales, más formatos y más comités. En la práctica, se multiplica la filigrana burocrática sin que ello redunde en una mejora real de la docencia, la investigación o la extensión.

Finalmente, en el plano tecnológico y global, se exhorta a las universidades a digitalizarse, internacionalizarse y adaptarse al impacto de la inteligencia artificial. Pero esos cambios, en lugar de surgir de una estrategia interna, suelen depender de proyectos financiados externamente o de políticas que se diseñan lejos de las particularidades de cada institución. El resultado es un desfase entre lo que se exige —una universidad moderna y global— y lo que se puede ejecutar bajo los márgenes estrechos de la financiación y la regulación.

En síntesis, cada fuerza externa empuja hacia un cambio que parece necesario, pero las condiciones estructurales terminan generando contradicciones que inmovilizan. El discurso de la reforma convive con la práctica del inmovilismo.

Sería injusto decir que la Universidad es un ente inmóvil. En las rendijas del sistema, muchas veces se cuelan innovaciones que no vienen dictadas ni por un decreto ni por un presupuesto. En los salones de clase, por ejemplo, cada profesor ajusta metodologías, crea materiales, se apoya en plataformas digitales o diseña prácticas con lo poco que tiene. Estos cambios son invisibles en los informes de gestión, pero producen mejoras concretas en la docencia.

También en la investigación se perciben movimientos. Grupos que buscan alianzas internacionales, profesores que publican en revistas de frontera y jóvenes investigadores que aprovechan redes y convocatorias externas para sostener sus proyectos. No son procesos masivos ni transformaciones institucionales, pero muestran que hay capacidad de adaptación en las orillas, lejos de los despachos centrales.

Incluso en la extensión, pese a los recortes, se mantienen iniciativas que nacen de la convicción personal de los docentes y estudiantes: semilleros que no se rinden, prácticas solidarias en municipios apartados, colaboraciones con empresas que sortean las trabas normativas. Son acciones frágiles, pero recuerdan que la Universidad también vive de la iniciativa de quienes la habitan.

El matiz, entonces, es claro: no todo está paralizado. Hay vida, ingenio y resistencia en las aulas, laboratorios y comunidades. Pero estos brotes se parecen más a respuestas adaptativas individuales o grupales que a un cambio sustantivo de la institución. Y aquí volvemos a Brunner y Clark: las universidades sí se mueven, pero rara vez en la dirección de una transformación de fondo.

Si algo enseña la crisis es que no basta con enumerar carencias: necesitamos condiciones mínimas para que los esfuerzos individuales y colectivos puedan florecer. La primera es estabilidad financiera: sin un marco presupuestal plurianual que supere la camisa de fuerza de la Ley 30, seguiremos parchando con recursos extraordinarios lo que debería ser ordinario. La segunda es simplificación administrativa: menos trámites, más inteligencia de procesos, más confianza en la capacidad de los equipos. La tercera es apertura estratégica: construir alianzas con empresas, comunidades y gobiernos locales sin que la normativa convierta cada convenio en una carrera de obstáculos.

En este punto, el debate actual en el Congreso sobre la reforma a la Ley 30 abre una ventana de oportunidad. La propuesta busca reemplazar el ajuste por IPC por un Índice de Costos de la Educación Superior —ICES— que refleje los gastos reales de funcionamiento universitario, garantizar recursos adicionales permanentes y, en el mediano plazo, llevar la financiación al 1 % del PIB. Son medidas que, si se concretan, podrían aliviar la asfixia financiera y dar un respiro a la planeación de largo plazo. Sin embargo, también cargan con riesgos: que la promesa no se cumpla en la práctica por restricciones fiscales, que la burocracia absorba los recursos sin traducirlos en mejoras reales, o que se abran espacios de discrecionalidad política en la asignación.

Aun así, ninguna de estas condiciones se decreta desde arriba: se construyen con voluntad política, técnica y ética. La Universidad no puede cambiarse sola, pero tampoco puede renunciar a su capacidad de proponer. Si algo nos recuerda esta crisis es que, en medio de los recortes y la burocracia, siguen apareciendo estudiantes, investigadores y profesores que no se resignan. Tal vez allí, en esas grietas de resistencia cotidiana, se insinúe el camino: no la salvación mágica de la universidad pública, pero sí la posibilidad de sostenerla y renovarla en lo esencial.

Mi día a día en medio de este contexto, entonces, transcurre entre preparar clases con menos recursos, buscar alternativas para que un laboratorio funcione sin la pieza que falta, orientar estudiantes de tesis que esperan un insumo que no llega, y responder a la burocracia que se multiplica en formularios y comités. Es un ejercicio de equilibrio: sostener la docencia con creatividad, empujar la investigación con paciencia y cuidar la extensión con terquedad. Y en ese cotidiano se condensan también las preguntas que nos hacemos todos: ¿qué está pasando? Una crisis estructural de financiamiento y gestión que mezcla la rigidez de la Ley 30, la caída de recursos estatales, la burocracia interna y el desgaste de los actores universitarios. ¿Qué vamos a hacer? Resistir con ingenio, mantener los proyectos que podamos y seguir presionando colectivamente por soluciones de fondo. ¿Qué podemos hacer? Proponer, insistir y no resignarnos: apoyar lo que de positivo tenga la reforma a la Ley 30, exigir simplificación administrativa y construir alianzas con la sociedad. Al final, se trata de aprender a habitar la escasez sin rendirse, convencidos de que cada esfuerzo, por pequeño que sea, mantiene viva la idea de universidad y abre un resquicio para transformarla.

Referencias
• Brunner, J. J., & Alarcón, M. (2023). Imaginando escenarios de innovación en la educación superior de América Latina. Revista Educación Superior y Sociedad, 35(1). Ver
• Centre for Global Higher Education (2024). The three dilemmas of higher education: The 2024 Burton R. Clark Lecture. Ver
• El País. (2024, 15 de abril). La ciencia en Colombia vive la mayor desfinanciación de los últimos 25 años. Ver 
• El Tiempo. (2025, 29 de agosto). Presupuesto de MinCiencias para 2026, con una caída del 54 %, sería el más bajo en la historia de la cartera. Ver
• Universidad.edu.co. (2023, 18 de abril). Exrector de la UdeA y presidente del CSU cuestiona la relación: más catedráticos, menos calidad. Ver
• Universidad.edu.co. (2023, 5 de junio). Financiación de la educación superior pública en Colombia: del desfinanciamiento estructural a las propuestas alternativas. Ver
•  Universidad.edu.co. (2024a, 12 de abril). Mientras dinero para Mineducación sigue creciendo, recorte a MinCiencias amenaza su real funcionamiento. Ver
• Universidad.edu.co. (2024b, 22 de noviembre). Cae el presupuesto de inversión destinado a la educación en Colombia. Ver

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